jueves, 30 de septiembre de 2010

madrugada

El anuncio anterior, nada, inefectivo, no picaron ni con las faltas ortográficas. En los malos tiempos hay que ser muy fino si quieres hacerte el gracioso, o quizá ellas los prefieran rubios, quién sabe.
El otro día estuve tentado aceptar el ofrecimiento de Juan Royo, cuando estábamos en la plaza Weyler, después de invitarme a un buen vino con apropiado acompañamiento en La Frasca (creo que ese es el nombre), pero me pareció demasiado abusar. Luego me quedé pensando que él realmente tenía ganas de dar un paseo a San Andrés. Demasiado tarde. Ya se había subido al tranvía.
--Yo soy un caballero --dijo, cuando me extrañó el monto de la propina--, y si vuelvo por aquí, quiero que me traten bien.
Habíamos estado en la emisora de la radio del edificio Mapfre, con Anghel, hablando del libro del gofio, con un título que el oyente Marcelino defiende a capa y espada. Tanto afán universalista, nos hace perder de vista lo tangible, lo local, y a fin de cuentas, eso que llaman "universal", no es sino una suma de localidades. Ya nos lo recordaba Chéjov: si quieres ser universal, cuenta lo que pasa en tu barrio. Nuestro programa también salió muy bien. Felipe Campos estuvo más pletórico que la primera vez, y Reverón me pareció un buen político y un hombre del que puedes ser amigo...
De eso quería hablar, de los amigos. A raiz de los versos dedicados a algunos, unos más afortunados que otros, como es natural, me acordé de una novela menor (si es que hay algo menor en él) de Jim Thompson (Asesino burlón), y como la literatura se alimenta de la literatura, tuve una idea que es una variante de esa novela. Un asesino escribe un poema para cada víctima y lo deja sobre su cuerpo sin vida. Intenté imaginar cómo podía asesinar a cada uno, pero ningún asesinato me pareció suficientemente creible.
Esta noche, por causa de un malentendido familiar, uno más, me acosté temprano. A las doce de la noche. Cada vez que me duermo antes de las dos de la madrugada, despierto a las dos horas. Por fortuna todavía conservo la novela de Thompson, y la abrí al azar. Este autor no tiene retórica, su estilo es como el de alguien que está siendo interrogado en una comisaría, sólo dice lo necesario y sin embellecer la frase de ningún modo. Me preguntarán entonces por qué es el más grande. La respuesta, creo, está en un relato del próximo libro de Marcelino: Y fumar puede matar.
Desperté y necesitaba decirlo, volver a las fuentes del realismo, realismo a secas. Lo demás son anuncios chistosos o ideas novelísticas que, gracias a Jim Thompson, es mejor dejar de lado.

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