Ayer fue aniversario de la muerte de mi mujer. Lo hablé con Sibi por teléfono. Prefiero no escribir sobre mis hijas. Mi ascendencia judía teme nombrar lo que me es sagrado en esta vida. Por eso no hablo de ellas, porque es casi lo único sagrado que tengo. Y si soy cauto en esta obra, que no deja de ser también escritura más o menos pretenciosa, es porque sé que ellas me leen, por lo menos Atteneri, la mayor.
Y de mi mujer tampoco hablo. También la siento como algo sagrado, cuyo consejo oigo en las situaciones complicadas de los extraños rincones por los que pasamos en los laberintos de esto que llamamos vida. Cuando no la oigo, meto la pata y me arrepiento, Aunque no pido perdón. No tengo ningún perdón que pedir ni nada que perder. Ese no tener nada que perder es mi as en la manga. Y lo que gano, lo agradezco sin más. Mi sobrina Famara trajo el otro día el disco duro del portátil que yo le había dejado. Me pasó todos los archivos a uno que compré la semana pasada, y con el que trabajo abajo en la mesa del patio de dentro. Por fortuna, de pronto aparecen trabajos por doquier. Políticos, literarios y otros que no conviene decir. Entre lo que había en ese disco duro, tres novelas que escribí en Asturias. Una ya en manos de una editorial que me promete años de espera. Las otras dos para mi editor y amigo, si aún sigue palante, que creo que sí, y que está editando ahora a los mejores, aunque aún le falta algunos, incluido este autor. Poesía dice que no. Tengo ahí abajo en el patio la mejor poesía que se puede encotrar hoy en estas tierras (aunque no tanto como la de Alonso Quesada o Emeterio Gutiérrez Albelo, pero seguro que estos poetas, si aún vivieran, no me negarían un prólogo). La poesía se vende, pero a largo plazo. Menos la de los enchufados, como uno del PSOE, que me enteré, por el periódico, que vendió tres sonetos por más de 400 euros a una cosa cultural que se llama Septenio (ver el escobillón, blog del canario Eduardo Rojas, que también habla de esa cosa llamada Septenio, impulsada, según contó Anghel Morales, por mi admirada Dulce Xerach).
Antes pasé por La Pandorga. Le dije a Jose que Campanilla viene ahora a final de mes, y que si quería que le trajese lotería de Navarra. Me dijo que sí. Otra mujer, cuyo ordenador no le deja poner los acentos, quería también venir a final de mes. Pero mejor una a una, cada una a su tiempo. De Trini no sé nada, y a la dama del TEA no la he llamado. A Beba no la he visto desde hace unas semanas. A quien si vi fue a Montse, en La Pandorga. Estaba con Orlando. Hace poco que salió del psiquiátrico, ella. Orlando le daba consejos para afrontar el valle de lágrimas. El poeta ya se olvidó de buscar ún tapón para la bañera, único utensilio que le faltaba para llevar a cabo un ritual suicida.
El otro día hablaba con Ramón en la radio del género cibernético. Con Campanilla inicié una novela que iba de eso, de las trampas virtuales, que son reales. En un episodio, Ramón, un personaje de esa novela, antropólogo, llegaba al Monterrey, aquí en San Andrés, con un paquete que le dio a Rayko, otro personaje. Aún no he descubierto lo que hay en ese paquete, y la obrita permanece estancada.
La que no está estancada es la que escribió José María Lizundia Zamalloa sobre José Rivero Vivas, sobre la obra de mi amigo Pepe. No sé si Lizundia tuvo tiempo de borrarme, como lo ha hecho en otros campos; si no, tengo la alegría de estar con unas líneas en ese libro que hace justicia al trabajo de José Rivero Vivas. Lo demás son políticas.
--Chito, cuando puedas le enciendes una vela a tu madre.
--Ahora bajo...
Y después saco al gándul ególatra y viejo perro Thor, sin apellidos que yo sepa.
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