domingo, 10 de abril de 2011
En verdad os digo que al poeta no sólo azufre sino lapidación sin piedad. Es insufrible este novio poeta que tengo aquí en el pueblo. Sin embargo, al parecer me dejó el ordenador grande bastante bien, tan bien que no quiero que lo toque más. No le vaya a salir la vena celosa y en lugar de acariciarlo con su técnica, lo maltrate sin género de dudas. Mi novio poeta es capaz de todo. Aunque todo le sale mal. Su tiempo de laurel ya se quebró. Se rompió el arbolito y ahora duerme en el suelo. Todos estamos jodidos pero dejamos vivir, no nos creemos ni el portero que las para todas ni el delantero que no falla una. De su ser poeta sólo me interesaría como semillero, una imagen afortunada aquí, un adjetivo apropiado allá, si la voz anónima no fuese ya total y completo semillero, jardín, bosque. jungla. urbe cosmopolita y orbe desengañadamente humano. No me interesa el ciudadano, me interesa el poblador anónimo. El ciudadano es individualismo, importancia personal, quejumbre anímica, yoísmo repetitivo y manufacturado. El lastre del pueblo es que está lleno de ciudadanos. De mis amigos me interesa y atrae lo que tienen de poblador anónimo, no de ciudadano. El ciudadano me repele. Prefiero Jerusalem a Tel Aviv. Si tengo que tratar con hombres. Con la mujer es diferente, la del pueblo me parece fea y poco interesante, lo que tiene de pueblo me da de lado; de una mujer me encabrita lo que tiene de ciudadana. Y si es ciudadana completa, mejor. El pueblerino y la ciudadana, esa es la pareja ideal. La ciudadana aporta los artificios de París, London, Los Angéles, y el pueblerino... el pueblerino no sé qué aporta, supongo que lo telúrico, lo masificado, lo no es individuo sino parte de la tierra, el agua, el fuego, el metal y la madera. La maldición del pueblerino --lo podemos llamar "el poblador", que suena mejor-- es convertirse en ciudadano. Como le ocurre a mi novio el poeta. El poblador en los malos momentos cava la tierra, forja el metal, encauza el agua, enciende el fuego o construye su balsa. Mi novio el poeta necesita agarrarse a mí, y quien se agarra a algo o a alguien, se desgasta y lo desgasta, como decía don Juan yaqui, contraviniendo lo paradoja de Hegel sobre el señor y el sirviente (¿me equivoco, maese Lizundia?). El sirviente no tiene nada que hacer porque el ciudadano lo desgasta y lo contagia con el vicio de tener a alguien al lado, porque la soledad es demasiado inmensa, pavorosa, sólo territorio de los pobladores anónimos, no de los ciudadanos. A veces temo que el ciudadano mi novio el poeta me esté haciendo la cuenta la pata. Comienzo a sospechar que me colocó un virus retardado en el ordenador. Una bomba de relojería. Temo que un día destos todo el trabajo se vaya al garete. El poeta es capaz de todo. Azufre a lo poetas. La cucaracha se hace otra vez visible. La zalema vuela sobre el pueblo, curando las pulmonías mentales. Sí, hay que conocer al bagañete pintor palmero. Señora de la noche, la llamó Luis Feria. Papisa de la noche. Eso es lo que es. La hermosa y divina cucaracha. La Palma nos llama. El espíritu del Aldea. En fin, todo es un decir. Todo es como es y no como uno piensa que es. Tal vez la poesía del poeta sea excelente y uno la perciba como emanaciones irrespirables de una vanidad grasienta, sin ayunos. Mejor me acerco a su narratividad. Es tendenciosa, plana, sentimentaloide, pero por lo menos está expresada en una lengua que suena natural, sin imposturas de ciudadano. Y a veces, incluso, tiene hallazgos que te levantan de la silla. Muy pocas. Lo poco que tiene de pueblo esos relatos del poeta. A veces mi tentación es meterme a fondo, como él quiere. Me siento mejor, más saludable, trabajando la obra ajena que la propia. Sólo me interesa lo que es ajeno. Lo propio es una carga, como mi novio el poeta. Por eso me limito a lo imprescindible, lo que no es fiesta ni viajes ni bailes, sino meramente lo artesanal. Y tiene razón el poblador Lizundia. No vale la pena. .
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