"No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí de Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas. Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética. Por lo demás, decreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aún para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o intrumentos ocasionales" (J.L.B.)
Mi abominación cristiana (en Los Cristianos) de Borges, se me ha vuelto en contra desde que soñé que me daba a leer un pequeño poema. Desde entonces miro sus versos como si me reservaran una revelación mágica (perdón por el adjetivo). La pasión por la lectura, creo, llega a su cumbre cuando las palabras desaparecen, y uno ya no ve las paginas de un libro sino una realidad que se superpone. Así trabaja la imaginación. El genio, en mi proceder como lector, es quien logra hacernos ver y oír lo que cuenta. Esto con motivo del descubrimiento (se lo debo a Javier Hernández) de un autor: Alexis Ravelo. Anoche, a pesar de que me esperaba por la mañana el temprano aviso de mi padre para ir a Icod, no concilié el sueño hasta que llegué al último episodio de Tres funerales para Eladio Monroy. (Anroart Ediciones.)
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