Se escrive "ciervo", me refería al animal, no a un elemento de la servidumbre, "siervo". Poco a poco mi órgano de corrector, ahora sin ejercer función alguna, se está debilitando y regreso a las fartas ortográficas de otros tiempos. En fin, Antonio Machado decía que había erratas de imprenta que mejoraban el poema. Lo mismo ocurre con la ortografía. Lapsus linguae, en este caso, que revela lo que realmente sentimos y no cómo nos queremos pintar a los ojos del otro. Nada de Cantar de los Cantares.
El poemilla anterior tenía que haberlo dedicado a Lyle, amiga de mi hermana, que en la puerta de la iglesia de San Andrés me pidió que le dedicara un poema. Lugar sagrado. Anteriormente, al final de la misa, no le hice caso a mi prima Zoila, la hermana de David, de que pasara a la sacristía y le diera al cura el emolumento para los pobres. No me dio la gana. Sólo tenía 20 euros en la cartera. La ussura, de la que me acusa el autor de Y fumar puede matar, es mi estado de ánimo en estos últimos tiempos. Dios me castigó. Ese día dejé el clío maltratado en San Andrés, junto a una señal de prohibido aparcar al día siguiente por la fiesta de la Virgen del Carmen. Y al día siguiente me llama Chani al móvil, que vaya rápido que la grúa está a punto de llevarse el coche. Ni me lavé la cara. Salí corriendo. Por fortuna, un taxista fumaba con el taxi parado frente al machango. Los veinte euros desaparecieron. Pero el auto seguía allí, en la zona del castillo, ahora junto a un kiosco grande que no habían podido colocar donde querían porque el clío ocupaba ese espacio. Tuvieron la cortesía de ponerlo más cerca del escenario para los bailes. Supongo que me ahorré 100 euros, entre multa, grúa y depósito municipal. Dios castiga pero no ahoga. El caso es que la promesa es la promesa. Un poema a Lyle, un poema que por lo menos valga veinte euros. No es fácil. Estoy perdiendo capacidades poéticas. Se ha impuesto la prosa, ahora pienso en prosa. Se canta lo que se pierde / con un papagayo verde / que lo diga en tu balcón. Y ya se me están quitando las ganas de cantar lo perdido. Es hora de crecer, Chito, deja atrás la infancia y hazte un hombre. Un hombre sin memoria. Ayer me vi con Javier por la tarde en La Laguna, y no me acordé de su crítica sobre El cobrador, de Rubem Fonseca. No me acordé y no lo reté a un duelo, él con la pistola con que va a salir en El fondo de los charcos (en septiembre lo veremos, con una portada que merece la pena, en contraste con la foto del autor) y yo con una estiladera. Bueno, mejor dejar los duelos para el invierno, que amenaza movido. Un invierno potable en las escrituras canarias. Con Javier Hernández con su charco en Baile del Sol y un Anghel con pepitas de oro, plata y cobre en la cartuchera: Marcelino Marichal, JRamallo, Ignacio Gaspar, G-21... y creo que también, entre esa bandada, el Libro del cuervo. En el mejor de los casos, espero que el cúmulo de personajes y episodios, que hacen demasiado densos los primeros capítulos, no impidan remontar el vuelo, desde el prólogo de José María Lizundia hasta el epílogo de JRamallo. Anghel dijo que es la novela que me va a consagrar. Y tiene razón, claro que tiene razón. Una novela que habla más de estos tiempos que de aquellos de vacas gordas en que fue escrito el primer borrador. A tener en cuenta, supongo. Si no ya hubiese dejado este ingrato oficio. Oficio de tarambana, como dijo mi herma in illo tempore. ("JH no es un tarambana que escribe novelas, sino un abogado"). Me consuela saber que Miguel de Cervantes, cuando iba al corral a escribir, él decía que iba a trabajar, y la hermana se reía que se meaba. Pero tenía razón la hermana, el genio murió más pobre que un cero a la izquierda. Moraleja: menos genialidad y más abogacía.
Dejo en el tintero la noche del taco con bolas, pero tengo que ir a trabajar.
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