De lo más que me he estado acordando es de un piano que habían dejado abandonado en el cuartito del guardián, mi padre, en el colegio público infantil femenino del barrio de García Escámez. Dos cosas hacía yo en ese cuartito. Desayunar pan con mantequilla El Ancla y tocar ese piano. Estaba medio destartalado pero a mi oído, que no tenía ninguno, sonaba muy bien. Otra cosa que recuerdo, aparte de la lavadora donde hacían líquida la leche en polvo, es las zanahorias estofadas. Yo las veía en el plato, me daban repelús, las apartaba a un lado y no me las comía. Hasta que la cocinera, contrariada, se quejó a la directora que siempre dejaba las zanahorias estofadas. Esa mujer me cogió por los pelos, me lanzó la cabeza hacía atrás, me metió la zanahoria estofada en la boca y mi primera intención, darle una patada en el coño, desapareció por completo. El rico sabor estofado me inundó el paladar. Me las comí todas y pedí más. La mujer de la limpieza del colegio femenino también me enseñó a curar los empeines. Hizo tres círculos y una cruz con una aguja en uno que yo tenía en un brazo, y aquello desapareció sin dejar rastro ninguno.
Y ahora voy a dar una vuelta con Darío, que está despertando. En otro momento, acólita lectora de Charco del Pino, sigo contando mis días escolares.
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