La medicina que necesito no la venden en la farmacia y su precio en el mercado negro es salado. La usan los que pueden. Es la que ahora se ha convertido en el combustible que mueve el mundo. Es una medicina que te levanta pero te espejea a la mente, te la llena de espejismos. Así está la política, llena de cerebros volados. En cuanto a las medicinas legales, los efectos adversos son del mismo estilo. Hoy no se comercia con medicinas que curen sino con las que mantienen estable el mal que te aqueja. Hasta el batacazo final.
Elías, el narrador y protagonista de El negro, tiene algo mío. Ha sido una costumbre, inventar personajes que viven lo que yo y tienen las mismos vicios pero tienen un temperamento y un carácter que están en el lado casi opuesto. Me acordé de Elías porque hoy me preguntó Pamela que por qué me daban a mí otros escritores sus cosas para ver. Igual que yo se las doy a ellos. Una visión ajena de alguien con conocimiento nunca está de más. Pero una cosa es que te pasen una obra para que des una opinión y alguna sugerencia, y otra cosa es que le metas mano a fondo y la limpies de escombros. Es el trabajo que hacía el negro Elías y que yo hice, entre otros, en Gijón. Recuerdo un iluminado que quería ser artista y hacía cuadros y esculturas horrendas y le serví de puto negro para editar un libro que le diera caché como artista. Tenía un alto cargo y me pagaba muy bien y me regalaba puros de Manila. El vino, el de Burdeos, y los puros, los Reina de Manila. Otro cliente fue un psiquiatra lacaniano. Tenía que presentar un texto de unas veinte páginas, en folios, para subir de nivel no sé dónde. Me lo dio para que yo se lo retocara. Aquello era un caos. Pero es maestría ordenar el caos. Al final lo entendí todo, le di sentido a aquellos jeroglíficos, y el doctor subió de nivel. Este era más tacaño, pero su cocinera una maravilla y su casa con jardín central y sala de billar y una hija echada en un diván envuelta en una tela sarracena leyendo un libro, un locus amenus. Bueno, dos ejemplos. Más sería cansar.
No todo fueron éxitos. A algunos otros, del gremio literario, les desagradó las transformaciones que hice de su obra y me retiraron el pago y la palabra. Ahora, ese trabajo lo estoy haciendo con algo de propia cosecha. Agosta escribe. Se lo comenté a Juan y me dijo que esa novela le había recordado a Josephine Mutzenbacher, de Felix Salten. Me informo que había sido, paradójicamente, el autor de Bamby. Busqué información en pantalla pero lo que está en español no entra en materia sobre esa novela de una mujer depravada, no sé si tan niña como Agosta. En la nueva versión le he reducido la edad. De 14 a 12. Más inverosímil pero algo más inquietante el personaje. Es la única novela donde el autor está completamente ajeno a la ficción. Esta y las que escribí, odiosos libros juego, para Júcar.
En fin, estoy esperando visita. Hora de cerrar.
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