sábado, 17 de abril de 2010

Agapea

Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Más correcto sería decir que no hay hombre que valga la pena si una mujer brillante no lo ha elegido. Me refiero a mi amigo Lizundia en este caso. A su lado, belleza guanche e inteligencia universal. Que una mujer así esté a favor de uno es una suerte. Otra cosa son los amigos. A estos los eligo yo, y en este oficio o te rodeas de gente a la que admiras o estás perdido. Allí estaba Juan Royo, autor de una novela emblemática, El fulgor del barranco, un hombre con la paciencia y la astucia de un zorro y que me regaló hace un par de semanas una botella de ron. Estaba Victor Roncero, al que siento como un reflejo de mí mismo, aunque él, que siempre me lleva la contraria, no esté de acuerdo. Marcelino Marichal, mi amigo hermano. Mi otro amigo íntimo Ramón Hernández. Laureano de Lorenzo, de quien aprendo el arte de la voluntad; Orlando Cova, a quien mi osadía feroz intenta convertir en un guerrero... y también llegaron Anghel Morales y Antonio Curbelo. A Anghel, aparte del cariño a prueba de bombas que le tengo, me admira su estilo de boxeador en la escritura y en la vida, que lo mismo encaja los golpes que golpea con puño de hierro... Y también vinieron mi amiga Trini, torbellino de mujer, que conocía a Glady, y mi hermana y su amiga Lile, que quiere que le dedique un libro de poemas, y otras mujeres que conocí en ese momento y que me agradaron y me apoyaron. Y sosteniendo mi presencia en la mesa, José Rivero Vivas y José María Lizundia. Aparte de la amistad, si entre dos autores como ellos yo no hago un buen papel es que merezco el destierro. Gracias a ellos yo también pude brillar. Lástima que luego no los pude invitar a todos como se merecían. En el bar por debajo de Agapea. Me invitaron ellos a mí. Allí nombramos a Cataño, a Angel Mollá... La mención a Angel Mollá me trajo recuerdo de juventud. Quizá hable otro día de ese divino tesoro que ya se fue para no volver. Y luego Ramón me trajo a San Andrés. Monterrey la nuit. Y ahora... en fin, incluso una serpiente fría y calculadora como yo no puede dejar de dar gracias al cielo por tener a mi lado a esta gente que me rodea. Dime quiénes son tus amigos y te diré quién eres...

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