El Jinete Oscuro es el que guarda el camino del destino para que nadie pueda acercarse a las Cavernas del Cielo y convenza a la diosa del Sol para que regrese de nuevo al Palacio.
Mientras los ejércitos de Kublai-Khan observan desde sus barcos las costas del Japón como si fueran pan comido, nosotros dejaremos a los tártaros y, por ahora, al Emperador al margen de esta historia y pondremos nuestra atención en un joven llamado Tukumuro.
Tukumuro lleva muchos días encerrado en una fortaleza abandonada. Observa la puerta del Sur, enorme y cerrada. Hace tiempo un monje guerrero lo trajo a esa fortaleza abandonada. Le dijo: "Espera pacientemente mi regreso", y abandonó el lugar. Trancó la gran puerta con varios cerrojos por fuera, y se fue. Dejó en aquella soledad al joven Tukumuro.
Desde entonces, el muchacho ha permanecido prácticamente inmóvil, sentado sobre sus piernas, con los ojos mirantes hacia dentro de sí mismo. Ahora mismo empieza a contemplar algo que no tiene nada que ver con los ya conocidos estados de ánimo. Debajo de su frente rompe a palpitar una serie nueva de secuencias. Las figuras y movimientos que localiza en su interior pertenecen a una de sus vidas anteriores. En ellas se reconoce ataviado de samurai y lucha contra un jinete cubierto con oscura armadura y espantosa máscara. Fiero combatidor.
En un momento del combate, el jinete le hace perder el equilibrio y entierra un hacha en su pecho, partiendo su corazón en dos pedazos. El samurai muere antes de caer desplomado sobre la tierra verde de un invierno.
Cuando Tukumuro vuelve a recobrar la existencia del mundo exterior, siente que aún le duele la herida de su otra existencia. No acaba de recobrarse cuando oye que la puerta cruje, se entorna y un golpe de luz se extiende hasta herir su visión de las cosas. Por medio de la llamarada luminosa, la silueta del monje guerrero se recorta en el espacio y avanza hacia él.
El techo de la fortaleza se rompe por la parte más alta. Rojo es el vestido del monje. El viejo guerrero se acerca a un arcón con herrajes de bronce que Tukumuro no había vislumbrado hasta ahora. El viejo lo abrió y extrajo dos sables, uno que medía siete pies y otro bastante más pequeño. Luego el hombre permaneció recto y erguido, moviendo los labios como su recitara un poema en un jardín muerto. Por la abertura en el techo, entra un rayo de la luna y se posa en la hoja del sable mayor. Al cabo el viejo guerrero robó también del arcón una máscara y se la puso. La máscara tenía un aspecto vigoroso y temible. Después el monje volvió a despojarse de la máscara y la devolvió al interior del arcón. Seguidamente, como por arte de encantamiento, el arcón también desapareció.
--En esta fortaleza --le dijo el monje-- hubo en otros tiempos muchos monjes guerreros. Ahora la sombra que dejaron tras de sí ha empapado la piel de tu espíritu. Te ha hecho ver los propios errores. Yo debo partir ahora hacia donde ellos me esperan.
--Tuve mala fortuna --titubea el joven, refiriéndose al hachazo que le causó la muerte en su anterior existencia.
--La mala fortuna no existe. Reniega de las alegrías y las penas del mundo y acude de nuevo en busca del Jinete Oscuro. Mientras no sea vencido, ni el loto ni el cerezo volverán a brillar en los corazones de nuestro pueblo.
--Amo la vida pero no rehúyo el combate.
Por un instante un viento en el cielo parecía querer romperlo todo en mil pedazos. El viento retumbó hasta que llegó el día. Con la primera luz del sol, la calma se restablece y todas las puertas de la fortaleza se enmohecieron, se pudrieron y se desplomaron.