sábado, 25 de septiembre de 2010

Can hán

Así se llamaba el lugar. Can hán. Una habitación antigua a la que se entraba después de abrir, en la calle, una gruesa y aparentemente hermética puerta. Allí dentro, una persona enteca, sin ningún signo de remisión en cuanto a un soplo de belleza, cabeza descarnada, boca descarnada, huesos frágiles... Otra persona que iba conmigo, me dijo que le pidiera la autorización para estar allí. Esa autorización consistía en un papelito, un trozo de papel, roto torpemente a mano, donde estaban escritas no más de dos palabras, con una ortocaligrafía torpe. Luego me indicó que pusiese algo de dinero a un lado de una mesilla de noche. A continuación, la escena se transformaba en la encarnación de todos los anhelos (no entraré en detalles), y después en el sufrimiento que sucede al deseo realizado, y más tarde, cuando el aire hacía presagiar la superación del deseo y del dolor, interrumpía la policía, me pedía el permiso para estar allí. La policía, dos sombras luminosas que se acercaban reptando por el suelo, cruzando la calle, me exigía el permiso,, aquel ridículo trozo de papel, y revolvía la habitación hasta que encontraba el dinero y se retiraba, con la adevertencia de que yo hiciese lo mismo. El lugar era La Habana vieja, donde la vida bullía con más autenticidad que en otras partes de la ciudad. En realidad no conozco La Habana, sólo por reportajes cinematográficos y fotografías y algún que otro testimonio literario. Las arquitecturas de la ciudad vieja soñada, los bullicios de calles, el carácter de la gente, entre misterioso y festivo, era tan sólido, que de ahora en adelante esta es La Habana vieja verdadera. La que realmente existe, sea como sea, es una entelequia. Las visitas a Can hán fueron varias, y la sucesión de sucesos, semejante.


Más tarde asocié el nombre de la habitación con Canaán, la tierra prometida, y por un momento recordé el desierto, hace milenios, el largo viaje... y sentí cómo se deslizaba el sudor y el ritmo de una valiente ex esclava negra, enamorada y convertida al judaísmo, mientras los perros de Egipto se acercaban al mar Rojo.

El sueño concluyó con una estratagema por mi parte. Lo conocido era la parte hipócrita de La Habana, el jolgorio falso de pulsiones sexuales y ambiciosas. Lo no conocido pero que pude conocer (los misterios de Can hán), esa otra parte, La Habana vieja, donde había sinceridad y emociones auténticas; y lo desconocido: mi viaje con los hebreos, siendo mujer, negra, y hebrea yo también. Para acceder a lo desconocido, la estrategema. Hice desaparecer (hombre en La Habana, en Can hán) el dinero. Las sombras no lo pudieron encontrar. Me lo comí. No sabía a nada ni era alimenticio, pero la acción fue valiosa, hizo desaparecer las sombras...



Publico esto sin aún investigar qué hay (si algo hay), en la erudicción, detrás de la expresión Can hán y qué papel juega La Habana en mi sueño. Antes, señalar a Manolo Suarez por su visión del episodio en "el bar de la ignominia" (lo podrás ver en el blog del vecino José María Lizundia Zamalloa, un nombre que ya es un acorde musical en una sinfonía, y que piensen mal las hienas, está en su naturaleza). Tal visión no es totalmente exacta, pero es más valiosa que la total exactitud. Se lo contaré a mi amigo y maestro José Rivero Vivas.

1 comentario:

M. Suárez dijo...

Gracias por tu comentario y saludos al maestro Rivero. El poema que te dictó Borges en sueños sobrevive perfectamente en el mundo de la vigilia. Por estilo y contenido podría pasar por uno de los suyos. Y de los buenos.