Llama Beba. "Migo, estoy en La Pandorga". Pallá abajo bajo, con la puerta de la iglesia cerrada y los farolitos encendidos de la calle Belza. Los pantalones rotos los puse a lavar. Me bañé, me afeité y tengo mejor pinta. Beba quiere hablar con Dios. Estupendo. Hacemos la vaquita y hablamos con Dios, en el Monterrey.
--Eso hay que darle la forma para hacerlo así --dice Ferni--. Estoy hasta los huevos de mi madre. No sé por qué no se murió cuando yo nací, y ahora le pongo moscas verdes en la comida, pero nada...
--¿No sabes lo que me pasó. Jesús? --dice Beba.
--¿Qué te pasó, mujer?
Me cuenta lo que le pasó. No me entero de nada.
--Oye, Pedro, ¿qué pasa?
--Flaco estoy, pero tanto como nadie no soy --dice Pedro.
--¿Te vas a mosquiar otra vez conmigo?... Dame un besito, mi niño, ¿verdad que Pedro es un gran amigo?
--A estas alturas nos vamos a estar con...
--Ay Chona...
Afuera, en la mar, fondeado, un buque parpadea luz roja. Sobre el mástil, la luna llena. Las colillas bailan, en el asfalto de la avenida, al paso de los coches.
--Ponle otro ron a este hombre --dice Pedro.
--Niño, espera, que yo voy con ustedes...
--La conocí por la voz...
Y del Monterrey subimos a mi casa. Nos cruzamos con José Rivero. El hombre imagina historias entre Beba y yo. Una mirada cómplice. Luego, desde la plazoleta, bajamos a La Tasca. Allí Andrés, el que le tocó la oreja a Marcelino, y ahora conmigo como si fuèramos camaradas de todos los tiempos, y también un asturiano, fuisteis al carmín de La Pola... La plática es todavía más surreal, Ionesco en estado puro... Me despido con abrazos fraternales. Paso por El Castillo, la penúltima, Diego sin papelillo, y me adiós a la noche.
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