A partir de ahora, cuando me descuide, lo llamaré Útero Village, al thanatento pueblo que me vio nacer y me crío hasta los once años de edad escolar. A partir de los tres años de edad preescolástica, pues antes viví más allá de sus fronteras, justo al lado, en la thánata playa de Los Trabucos, extinta hoy bajo el manto lúgubre del progreso. Aquello sí lo recuerdo como un útero, las cuevitas. Quien vivió en una cueva ya no sabrá vivir en ningún otro lugar. Al principio, cuando regresé a la isla, intenté limpiar las cuevas, pero no duró mucho. Estaba dando demasiado la nota, haciéndome notar demasiado, incomprendido en una labor que intuían de locura, y tal vez lo fuera. Recuerdo que el primer día que regresé a Útero Village, por la parte alante de la iglesia había una boda, y por la parte atrás un velatorio. Imagen vulgar pero válida de la correspondencia entre eros y tanathos, ser de la vida y ser de la muerte, dos orillas de un mismo río. Recuerdo que un chico que iba por el bar Castillo, un día se despidió de Chani y de mi y subió a su casa. A los diez minutos lo vieron por la ventana, con una cuerda al cuello. Sufría porque lo abandonó su novia. Algo parecido creo que le pasó a Essenin. El ruso, como era poeta, escribió los célebres versos que recordé el otro día en Tijuana Bosque.
Adiós, querida, adiós.
No llores por mí.
Vivir no es nada nuevo
ni morir tampoco.
La carta sin nombre se alegra de la muerte, de la muerte de lo que está cáduco, de lo que se quema en la hoguera de San Juan. Vivimos con las dos pulsiones, los dos impulsos, el de vivir y el de morir, creo. En Útero Village hay días en que un tenebroso pitido, casi de ciencia ficción, tortura china, desvía el buen oír, y los uterinos no logramos saber lo que dice el cernícalo, que es quien sabe. Tal vez el cernícalo no esté diciendo nada hoy. Hoy el cernícalo acecha al ratón, que sube por el tallo de la planta y se está comiendo la mazorca.
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