"La profundidad o dificultad de la corrección de estilo depende, naturalmente, de la forma de escribir del autor o del traductor. Si este es pulcro y conoce bien la herramienta que maneja (el lenguaje), la labor del corrector de estilo se aligera notablemente. Sin embargo, no es este el caso más general, y aun habría que decir meridianamente que sucede lo contrario: los escritores españoles, especialmente los técnicos y científicos, suelen escribir mal (a veces muy mal) y, por consiguiente, sus originales exigen un trabajo profundo para dejarlo en forma de ser leído por su destinatario sin rechazo.
La labor de corrector de estilo debe encomendarse a persona responsable y con experiencia en este tipo de trabajos. Debe tener el corrector una sólida formación literaria y gramatical y conocer los problemas que más a menudo presenta el lenguaje. A él corresponde la tarea nada fácil de unificar criterios en cuanto a grafía, acentos y otros extremos."
Esto en el Manual de estilo de la lengua española, de José Martínez Sousa (Ediciones Trea), que uso ahora con mi "alumno" a quien llamo el corrector, un chico del pueblo que ha decidido aprender el oficio y ya sabe más que yo. La función hace al órgano, y el oficio de corrector ya lo tenía yo arrinconado. Es gratificante cuando en la obra que se tiene entre manos hay sabor y sabiduría. Eso me ocurrió con la editorial Júcar. Más tarde, en el periódico, el trabajo de corrector era tremendamente empobrecedor. En aquel periódico, artículistas que valieran la pena había pocos, y corregir esquelas y anuncios breves, tiene su gracia los primeros días. Más grato era la crítica y reseña de libros. Hacía dos o tres a la semana y firmaba con nombres distintos. Era el modo que empleaba el responsable de las páginas culturales, llegué a enterarme, para hacer ver al director del periódico que disponía de variedad de redactores. Aparte deso, el periódico recibía paquetes de libros de muchas editoriales. Libros que valían la pena. Yo escogía, en cada visita al almacén, tres o cuatro títulos distintos para hacer la crítica de uno. A veces me animan tentaciones de rescatar aquellas críticas, pero eso ya es labor de chino. Siempre he sido poco cuidadoso con mis propias cosas.
Espero que el aprendiz no se quede con los libros de estilo que le estoy prestando. Uno de Ramón Sol lo tengo escondido y no se lo presto. Ese es básico. Una carta clave en la baraja...
Agosto pasa con más pena que gloria. Dejar pendientes asignaturas para septiembre, jode la despreocupación que pide el verano. Tenía que haber cogido vacaciones, pero no, no las cogí. Lo hecho hecho está. Ninguna forma hay de echarlo. El barco naufragó en la bahía de la Encerrona, y allí no había ningún tesoro. Sólo cangrejos incomestibles. Ayer habrán creído que estaba la tripulación casi al completo, Pues no. Dejé la sala de máquinas con Curbelo y a hablar otra vez, con uno del bar, de los pijos que van a Mali o por mar a la franja de Gaza. Curbelo no estaba de acuerdo con la opinión del otro. Yo no estaba con ninguna opinión. De lo que no se sabe no se puede hablar. Ríos de tinta y a la larga... nada. Dejarlo anotado en el cuaderno de Bitácoras y ya hemos cumplido.
Me despedí de Antonio Curbelo, y crucé el puente, y la plaza militar, y las vías del tranvía, y en la calle ex 18 de Julio, en la desembocadura a la plaza Weyler, vi al poeta Orlando. Portaba el libro Llorad las damas.
--Te estoy corrigiendo el libro... y luego te explico por qué cada corrección...
Más tarde, en el Monterrey, con la Rosa del Líbano y otras compañías, vi las correcciones. Unas eran pijadas de Orlando, ganas de gastar tinta... pero había otra en que la poda de un poema lo elevaba a la altura. Imagínate un pájaro posado, con una pata encadenada a una piedra. Le quitas la cadena y... mmm... da gusto verlo volar. Enseguida, cuando llegué a casa, en el único ejemplar que me queda, anoté las supreciones de mi amigo y sin embargo colega. Es lo que llamo "la cernidera del pueblo". O del ciudadano, si prefieren, del ciudadano Orlando esta vez.
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