José Luis García Martín era un aburrido profesor, un respetado crítico literario, un ilustrado poeta (de la escuela ovetense de la experiencia) y excelente narrador. Nos llevábamos bien pero no llegamos a congeniar del todo porque yo navegaba por otra corriente poética, enemiga a muerte de aquellos falsificadores y fingidores de Oviedo. De todos modos, me caía bien, y ahora compruebo, en su blog, que su narrativa ha ganado esmeraldas. Los enemigos, a la postre, son los mejores maestros. De él, eran célebres sus diarios, mordaces, sin pelos en la lengua. Los comenzó en Lunula, y en aquella ocasión relataba un viaje que hizo a Tenerife, invitado por el Ateneo de La Laguna. Ponía a caer de un burro a una serie de presuntos poetas de aquí que le hicieron la adulación y lo llevaron de turismo por las carreteras de Anaga. Como buen godo, denostó no sólo a sus adulones isleños sino también las pintadas independentistas que leyó a lo largo del trayecto. Creo que los calificaba de llorones y pedigüeños, lo que Víctor Ramírez llamaría mimosos y castrados.
Últimamente me acuerdo de este antiguo amigo, porque los sábados sale su crítica literaria en las páginas tales de La Opinión, las que antes ocupaban sus aquellos anfitriones de marras. Y por el fervor del hermano mayor de Tijuana por el Andrés Trapiello de Las armas y las letras. Martín y este Trapiello erán amigos entonces. No sé si lo seguirán siendo.
De Las armas y las letras quisimos hablar el pasado martes, pero "las categorías, los enunciados, los apotegmas, las premisas y las conclusiones", según Lizundia, llevaron a Víctor a disparar sus flechas por otros montes. De aquel martes recuerdo dos banderas en miniatura en sendos mástiles sostenidos por un jarro de Bohemia. Era en la casa del nahualt de Tijuana, donde fuimos bien recibidos y alimentados. Y recuerdo la pequeña fábrica donde nuestro amigo construye su blog, y sus brumosos misteriosos cuadros donde dominan los colores fríos, y en su biblioteca, la obra completa de Alonso Quesada. Las banderas me retro hicieron ver de nuevo la de las 7 Estrellas durante la presentación del Credo guanche en la Casa Elder. Las 7 estrellas tenían un tamaño stándar, y nada relevante a reseñar si su mástil no hubiese brotado de una papelera. Una imagen puede generar símbolos. Es inevitable.
Ayer, la oyente de la playa, me habló de su deseo de convertirse en amazona y perseguir a los enemigos y cortarles la cabellera. No quisiera ser yo uno de esos enemigos. A montones los hay en aquella guerra civil de la que irremediablemente me vi obligado a ilustrarme en otros tiempos y que luego, con la lectura de El fulgor del barranco, empecé a ver con más seriedad y curiosidad. El martes que viene, seguramente seguiremos disertando y discutiendo, y si Víctor se va a otros cerros, esperemos que sea breve, porque lo bueno si...
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