domingo, 27 de febrero de 2011

escrituras

--¿Tú eres escritor? Me han dicho que eres escritor --preguntó Ana la del kiosco de la plazoleta.
Supongo que sí, que me puedo decir que soy escritor y cargar con ese lastre. Oficio (entretener, divertir), acción política (defensa de las ideas y alienaciones con las que comulgo) y, menos, profeta: oír la voz de Dios y hacerla visible. Nada que indique una virtud especial. Ser escritor hace un siglo, o medio siglo, si quieres, era un mérito, una forma heroica de tejer la trama de los días. Hoy ya no. Abundan los escritores, más que las cuccarachas en un sumidero en las noches de verano. Los que importan, los que quedan, son bastantes menos. A ese estadio aspiran todos, pero tarde o temprano la meta es el olvido. Por ahí teníamos que haber empezado, por el olvido, por el silencio. Un artista del silencio, en un mundo en que la palabra es como la comida en el cuento sobre el artista del hambre, de Kafka.
Y sin embargo, creer en una cosa y hacer otra. Supongo que forma parte de la paradoja humana. Estar abajo en el patio, con los cinco sentidos, intentando algo que no sea el común tópico, el gorgojo manido, que entretenga de verdad, politice con vigor y, de algún modo, se oiga la voz de Dios. Y luego aquí arriba, en este cuarto al que conjuro para que no lo avasallen los enemigos malos, descansar de la tensión del patio, sin que importe si la flauta suena o chirría. Literatura de blog.
--Te dejé el caldito por dentro de la puerta --me dice Julia--. Para que no lo vea Domitila.
Domitila, me enteré, trabajo decenas de años de limpiadora en el Casino.
Veo el caldero con el caldo al abrir la puerta. No es el que la vieja Julita compró en sus buenos años en Caracas. Es otro, también de aluminio pero más normalito, menos vistozo.
Thor me sale al encuentro, sacudiendo el rabo para que lo saque a la calle. Pobre amigo, qué paciencia, qué santidad...

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