Como colofón de un rosario retorcido de acontecimiento inferno-fmiliares, su padre abandonaba la cama, se vestía de lagarterana y, con paso indeciso pero decidida voluntad, abría la puerta de la calle y se disponía a abandonar la casa. "YO ME VOY DE AQUÍ, YO ME VOY DE AQUÍ", clamaba y gemía. El Cuña, el desaparecedor de libros, se frotaba las manos. Ya se veía a menos distancia de apoderarse de la casa Usher. En una habitación, la Dama Limpiadora trocaba su codicia en amargura. Su llanto llovía sobre el cuerpo frío de su críanza.
--Chito, chito, llévame al wáter.
Eran las cuatro de la madrugada. Esta vez el mago se alegró de que su padre lo despertara.
Y ya no pudo dormir más. Su mediocre existencia --cuidar a su padre, lavar los platos, tender la ropa, barrer el patio y la cocina, regar las plantas... y escribir basuritas en el patio o en este blog-- no podía seguir adelante, frente a la tribu, si no cristianizaba su espíritu. Ya don Juan el indio yaqui no era suficiente.
Bajó al Castillo cuando dieron las seis y ya estaba abierto el bar, con Deivi junto a su primera ginebra y Orlando pidiéndole que le corrigiera las comas y las erratas de un nuevo poemario --ya iban ocho--, pero no estaba Juanito. Juanito no estaba. Se había escapado de la vigilancia de su tío y se encontraba en Santa Cruz, en la carretera de Los Campitos, a la altura de Las Llavitas, vigilando con unos prísmáticos, apuntando hacia abajo, uno de los chalés de los alemanes, sin querer saber que a esa hora la niñas chicas duermen y sueñan con amores lejanos. Quienes llegaron fueron El Fatiga, Iván y otros, que habían estado por Santa Cruz buscando otras niñas. Lástima, pensó. Hubiera querido contarle a Juanito cómo el Día de las Letras se había convertido, por obra y gracia de un burro del gremio político, en algo más que una componenda entre otras. Lástima, pensó. Y pidió a Pedro un café.
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