viernes, 25 de mayo de 2018

Sueño con Afrodita. En la casa de San Andrés cuando la vivían mis padres. Me hace el amor en una oficina vintage, con máquina de escribir y alguien escribiendo a máquina. Digo que me hizo el amor porque ella fue quien llevó la iniciativa en todo momento, sin importarle que nos viera el que escribía a máquina. Yo al principio, con ese testigo, estaba un poco cohibido. Me duró tres segundos. Después de los tres segundos, me dejé amar sin reparos. Que amo a Afrodita es evidente, porque después del acto, yo seguía contento de estar con ella, y ella conmigo.
En la casa había jolgorio. Mi madre en la realidad --mi familia fue un matriarcado-- no perdía ocasión de organizar una fiesta cada vez que podía en la vida real. En el sueño lo mismo. Afrodita y yo decidimos irnos, a hablar solos nuestros asuntos, y yo empecé a guardar mis cosas, desperdigadas por la casa, en la mochila que actualmente uso. Todo lo encontré, en un sitio y en otro, menos la cartera y las llaves. La cartera poco me importaba. No tenía ni cinco euros y ya la tengo descascarillada. Me la regaló uno, que luego lo metieron en la cárcel, en el bar Girasol hace tiempo. Las llaves eran más importante. ¿Cómo iba a decirle a Afrodita de ir a mi casa si no tenía llaves? Yo de todos modos estaba contento. A veces el amor pone contento a uno. En el sueño lo estaba. Que Afrodita me amara me parecía un milagro.
Fui a ver si en la oficina vintage encontraba la llave, y allí vi una caja de cartón, estrecha, con monedas de euros y más pequeñas en el fondo. La dejé a un lado porque el oficinista seguía allí y no me quitaba ojo. Volví al sitio cuando supe que él no estaba, con la intención de meter la mano y coger las monedas que pudiese. El oficinista que nos había visto, sorprendido pero no alterado, salió en ese momento a no sé qué. Fui al rincón donde había dejado la caja, metí la mano y saqué el puñado que pude, no quise arriesgarme a más.
Luego recuerdo que subí a la azotea y allí había un restaurante japonés, con muchos camareros, vestidos como pingüinos pero los trajes sin planchar. Un lugar amplio. Afrodita me llevó a un sitio más pequeño, con una sola mesa. Dijo que estaba borracha, y se escondió bajo la mesa. Un camarero furioso golpeaba la mesa donde ella se había escondido, para que saliera. Eso no se hace, le dije, y no recuerdo si añadí algún insulto. Sí que lo cogí por la pechera y lo lancé contra sus compañeros, que observaban la escena. Nadie más se atrevió a hacer nada. Y pedí que viniera pronto un médico, si había alguno allí, o que lo llamaran a donde fuera con urgencia. Los camareros miraban la escena, despreocupados. Tuve yo que hacer de médico. Se le quitó la ebriedad, me despedí de mis padres, y nos fuimos. Contentos, enamorados.