domingo, 29 de mayo de 2022

VII

Esther Primavera: Leche de frutos codiciados atraviesan mis campos en medio de sedoso amor... (sms de 14 del 1 de 2007)

Ramiro Rivero: Cualquiera podría escribir los versos más tristes esta noche.

Esther Primavera: Neruda me hace llorar. Es mi padre. Es mi amante...

Ramiro Rivero me mostraba los sms en su móvil a medida que los iba borrando. En el bar Castillo. El hombre estaba rojo de ira. Una novia que medio tenía (Carmen Elena), una semana sí y una semana no, le había pillado los mensajes. Qué novedad. Salió a comprar tabaco, se dejó el móvil dentro de la casa de ella y la media novia se dio gusto fisgoneando. --¿Quién es esa Esther Primavera? --le preguntó enseñando los dientes nada más llegar con la caja de tabaco. En definitiva, le dijo que se marchara, le quitó el pasaporte de novio. Hasta nuevo aviso.

 --¿Qué chica es esa? --señalé los mensajes que copiaba en papel y borraba en pantalla.

--Esther Primavera. Su anuncio está en el periódico...

Abrió el periódico sobre la gigantesca barra del bar. Hansel le decía a su cacharro de ron que quería llorar y no podía. Melitón le decía a Hansel que hay dos clases de humanos, los que lloran y los que no lloran. Y los que quieren llorar y no pueden, le puntualizaba Hansel. Y recogió la vuelta del medio ron en vaso obrero y la jugó en la máquina y la máquina no le dijo nada. Ni Hola ni adiós.

--Me dio con una banqueta en la quijada, me duelen las encías. 

--¿De tres patas? --pregunté.

--No aguanté y le rompí en mil pedazos un espejo. Se me rajaron las manos. Lo llené todo de sangre. Una movida de mierda. Somos muñecos o somos solos.

Leí en el periódico el anuncio de la chica de Las Palmas. Chica busca personas que amen, escriban o publiquen poesía, para amistad, no importa sexo ni edad. Abstenerse incultos y groseros.

--Y encima la tabarra que si mi hermana esto, que si mi cuñado lo otro. Y TKM siempre en medio, dando la nota, dando la pincelada de mierda. Le rompí el espejo.

--¿Tienes un euro? --me pidió Hansel. Lo tenía, lo jugó y esta vez la máquina fue más atenta. Ganó veinte. Pidió una ronda para todos menos Melitón, que solo bebe agua.

--¿Qué espejo? 

--Uno que le regaló Tkam. Y ahora lo tengo yo, en mil pedazos. Allí están, en el coche.

Hansel y Melitón se quedaron en la barra discutiendo sobre el llanto y la ausencia del llanto. Yo salí del bar con Ramiro Rivero, hasta el coche, aparcado en la muralla un poco más arriba, a la altura de la sucursal de Caja Canarias en San Andrés. Entre el coche de Ramiro y la sucursal, un laurel de india que tiene una protuberancia que parece el hocico de una serpiente. ¿El coche? Un chevrolet que ya no paga rodaje, de los años 60.

Me enseñó los pedazos, algunos manchados de sangre, ya seca. Metidos en una caja de zapatos. El espejo entero había sido redondo. Los pedazos, ocho en total, conservaban las curvas en uno de sus lados. Si hubieran sido rectas esas curvas, los espejitos, ocho en total, hubieran sido casi perfectos triángulos, unos más que otros.

--Vete a Las Palmas. conviértete en Neruda y dile versos al oído.

--Me dijo que esa mierda de espejo valía mucho dinero.

--Dámelo. Haré un cuadro...

--¿Un cuadro especular?

En un futuro el cuadro, o como quiera llamarse, lo hice. Lo inicié sobre madera, pegué los trozos, pero no salió nada especular. Las partes brillantes las embadurné con cola y las aplasté contra la madera. Aquello no reflejaba nada. Tiempo perdido. ¿Qué coño es esto?, preguntaría él cuando pudo ver la obra de arte. Nada; si valía algo, ya no vale nada. Esto le dije. Habrá que seguir, hasta descubrir el valor que puede tener. Me dije. --Todavía falta.

Lo acompañé al dique de Las Teresitas. Volví solo, con la caja de zapatos, al bar Castillo. Hansel y Melitón se habían esfumado. Jonás, el barman de por las noches, me enseñó una grabación que había hecho con el móvil, en la calle La Rosa. Dos mujeres en una cama y un tipo mete-saca mete-saca saltando de una a otra como una rana que no sabe en qué charco quedarse. No le pedí el número de la calle La Rosa. Le pedí un ron.  En esto reapareció Melitón y se puso a largar uno de sus discursos metafísicos.

Era la hora en que los aguiluchos en el barranco acorralan a las palomas, llevándolas a donde no puedan volar, y en la muralla los gorriones se esconden de los mirlos y los mirlos del halcón. Y Melitón habla como un poseso de una mujer fabricada en la naturaleza cósmica no caída y de otra mujer fabricada en la naturaleza terrestre, fornicadora y llena de abominaciones. Dice que la primera es Madre y la segunda una puta babilónica. Jonás lo oía con morbosa curiosidad, pero yo no, porque no quería saber nada de la primera mujer aunque hubiera querido saberlo todo de la otra. De la gran ramera. Pero para llegar a esa hubiera tenido que oír entero todo el repertorio sobre una Madre Cósmica debatiéndose en los dolores de un parto perpetuo. Me chirrió el estómago y salí al banco de afuera a coger aire mirando los espacios vacíos entre los muros rotos del castillo, con la caja de zapatos a mis pies. La abrí. Me vi  y me asusté. Comprendí en carne propia que realmente los espejos multiplican innecesariamente un mundo que no vale la pena. O si vale la pena, los espejos absorben ese valor. No sé. Me hice un lío en la cabeza. 

Abrí el periódico. Esta vez pasé de los anuncios breves. Fui directamente a las páginas de sucesos.

Es prudente estar en contacto con el mundo, ver lo que había de nuevo sobre el asesino de La Laguna. Un enterado que se las daba de catedrático declaraba que estaba convencido de que el asesino de la doctora y de la estudiante eran la misma persona. 

La Unipol rondaba últimamente mucho por San Andrés. Yo no sabía si por un rechazo popular a que desmontasen las casetas de los pescadores o si porque tenían alguna pista sobre mi la noche del 25 de julio. Tenía que tener cuidado. Pero, para mi fortuna, la policía esta vez no estaba en el pueblo buscando boliches ni medios pollos ni chinas de chocolate, ni mucho menos al asesino que no dejó rastros de semen en sus víctimas la noche de un 25 de julio, ese día que, según Melitón, está fuera del tiempo. Dice que el año termina el 24 de julio y que el nuevo año comienza el 26 de julio y que el 25 de julio no existe en el tiempo. Es un día que está fuera del tiempo. 

Saqué de la caja fuerte de mi padre 6.000 euros y los escondí en el fondo de un saco mediado de papas bonitas. No me pareció buen escondite. Por lo pronto los dejé allí. Según las noticias, a los cinco días del crimen descubrieron el cadáver de la estudiante. Saqué los billetes del saco de papas y los puse en otro sitio que me pareció más seguro.  

Mi padre, reacio al principio, aceptó que pintase en la azotea. Un buen sitio para trabajar si no llueve. Y si llovía, guardaba los lienzos en un cuartito. Normalmente los dejaba descansar al sereno de la noche, a los efectos de la luna y expuestos a algunas cagadas de pájaros. En ese cuartito dejé la caja de espejos. Y saqué afuera tubos de óleo para cubrir las cagadas. Pinté la verdad de la noche de aquel día fuera del tiempo. El sabor plástico del coño de la doctora María Guzmán. Mi polla, empalmada, me pedía intervenir pero no la dejé. No me corrí. Me corría ahora sobre la tela mientras cubría con canelo claro la mierda seca de las palomas.

Al día siguiente Ramiro Rivero estaba más tranquilo. Ahora hablaba más de la poeta de Las Palmas que de Carmen Elena. No le dije que había que desinfectar los sitios donde se meten los poetas, Pero me entró curiosidad. No acabaría el día sin que anotase el buzón de referencia de la poeta de Las Palmas y le mandé un mensaje, al 7775. 

Me entró la curiosidad. También me entró la curiosidad por conocer a Carmen Elena. Una curiosidad aún en semilla, sin germinar.

VI

La excelente acogida crítica que tuvo mi primera exposición, amadrinada por Rosario Fuentes, las magnolias con que me rociaron los artistas crema del gremio, fue solo humacera de farsantes. Cuando el cuerpo de mi maestra  lo metieron en un saco de lona plástica y dos empleados de una funeraria lo llevaron a ser sometido al análisis de los forenses, los mismos que antes me daban palmaditas trocaron sus gestos hipócritamente amistosos en un sincero y frío desdén. Hasta hoy. Hoy me vuelven a sonreír. Ya sé de la pata de la que cojean. Bueno, no todos. TKM nunca me ha sonreído. Le debo una.

Entonces no me sonreía nadie. 

--Ya podías hacer algo útil --me decía la doctora María Guzmán--. Deja el carboncillo y cómeme el coño.

María Guzmán, la médico del HUC, intrigada por mi escaso interés comiéndole el coño, registró mis carpetas y descubrió el pastel. Cuatro mujeres de la vida. Apuntes al natural. Y cada una con anotaciones: texto literal del anuncio, hora y día del servicio, lugar, apuntes psicológicos de cartón piedra y apuntes más serios sobre la luz y los colores. Pude haber negado la realidad de aquellos bocetos, pero ya estaba harto de la medicina de la doctora María Guzmán.

--Qué es esto? --dijo con voz seca.

--Emanaciones divinas --dije, sonriendo, recordando las paridas, lo que yo entonces consideraba paridas, de Melitón.

Rompió a reír como una loquinaria. 

--Devuélveme las llaves y márchate de aquí. No te quiero ver más.

Le devolví las llaves. No supo que yo había hecho copia de esas llaves. La de la entrada al piso y la de la entrada al edificio. Me fui. Seguí trabajando en La Laguna con modelos que recibían solas. Sara brasileña espectacular, Monique francesa deleitosa y Li oriental misterio. Alguna, cuando en vez de treinta le pagaba cincuenta euros y le explicaba mi depravación, lo que yo quería que hiciese, ponía mirada de hay tíos para todo y cada día aprenderás una cosa más. El rolo de la brasileña era espectacular y consistente, el de la francesa extraña,emte dulce y el de la oriental el más gracioso, cagada de cabra de monte, pequeñitas formas, ásperas e inmoldeables. Con la brasileña tuve que esperar al tercer servicio para que estuviese en condiciones de complacerme; trecientos euros me costó al complacencia. Con la francesa, cien; y con la oriental, no más de cincuenta. Fue con la que repetí visita cuatro veces y dejé sin más bocetos a las otras dos. Disfrutaba soltando cagarrutas por el culo, aquella mujer de culo amarillo y cagadas enanas, negruzcas y musculosas.

En La Laguna estuve trabajando hasta que maté y robé a la doctora María Guzmán y maté a la estudiante de danza Elba Padrón. Antes de conectar con la estudiante, cuando mis manos no estaban bocetando en una habitación privada, mi culo estaba sentado en un bar de La Laguna frente al edificio donde habitaba la doctora, vigilando sus entradas y salidas y los movimientos de las persianas y las cortinas en las aberturas de su piso. Una vez me dio por entrar en el Ateneo. Literatura y Pintura, decía un cartel anunciador. Curiosidad me entró. Entré y subí al salón de actos. Fue cuando conocí a la estudiante de danza Elba Padrón. El escritor Agustín Pacheco en la mesa de conferencias comentaba un cuento de Poe: un pintor le robaba la vida a la modelo, como si en lugar de robar los colores de la paleta los hubiese absorbido de la propia mujer que posaba. Mientras el cuadro cobraba vida, ella se iba a la muerte. 

En un asiento vacío que estaba a mi izquierda, se sentó Elba Padrón.

--Yo soy estudiante de danza.

--Me gustaría verte danzar. 

Me llevó a su hábitat de estudiante  a enseñarme su arte. Elba Padrón era de Las Palmas. Estudiaba en Tenerife. Dejé apalancada las visitas discretas a profesionales de 30 o 50 euros. Cuando no estaba entre las paredes de Elba Padrón, volvía al bar enfrente del edificio de la doctora del HUC. Conocía sus horarios y sus costumbres. María Guzmán nunca hubiese entrado en un bar tan cutre como aquel. Durante un tiempo la vi llegar a sus dominios siempre acompañada. Hasta que una noche llegó sola. La imaginé abrir la ducha, calentar comida en un microondas, ver un rato la televisión y meterse en el sobre. Visualicé el salón de su piso. Su especialidad era la cirugía y el salón estaba decorado con una colección de herramientas quirúrgicas. Mientras trabajé en las estancias de María Guzmán, ponía a secar los pinceles al lado de las vitrinas del salón, para que se contagiaran de la fuerza y la impecabilidad de aquellas herramientas. El bar estaba a punto de cerrar. Saqué de un bolsillo la copia de las llaves... 

¿La historia de mi vida? ¿Por qué me interrumpe con la historia de mi vida?  A los 22 años de edad abandoné Tenerife. Me fui al norte de España. Trabajé en el periódico. Hasta que conseguí la jubilación anticipada y me fui con la mujer de Donostia. Era una viciosa del sexo. Me agotaba, tenía un ritmo que me dejaba grogui. A esa mujer, sin embargo, le debo que me entrase el coraje suficiente para hacer el papel de loco y mandar al carajo el periodismo. El amor hace valiente al indeciso. Tiene sus virtudes, el amor. El amor, sin embargo, se fue por el sumidero. La ninfa del bosque no tardó en hacerse harpía, exigiendo mete-saca mañana, mediodía, tarde, noche y medianoche, Agotador. Abandoné San Sebastián. No le dejé ni una nota de adiós. Volví a la ciudad donde había trabajado 25 años. Me encontré con que todo el mundo estaba al tanto de mis artimañas para pasar por loco. ¿Qué hice para hacerme el loco? Una semana bebiendo café sin parar. Hasta que llegó el día H. Con una gabardina deshilachada y un suéter sucio y unos pantalones que arrastraban las perneras por debajo de los zapatos, uno negro de marca y otro barato y roto, fui al examen psiquiátrico y entregué a una enfermera una tonelada de periódicos viejos, de la época de la linotipia, como si fuesen documentos secretos de la OTAN. Logré la jubilación anticipada.

Un par de meses me mantuve agarrado aún a aquella ciudad.  Conocí a fondo a una urbanista a la que en algunos de mis artículos había puesto como una luminaria de la eficacia y la honradez. En lo de la eficacia exageré pero casi no mentí. En lo otro mentí totalmente. Los billetes que ella misma me pasó por debajo de la mesa en cierta ocasión, fue suficiente como para que me esmerara en mentir con el sonido de la verdad. Tenía cargo directivo en el Ayuntamiento y pocos escrúpulos. Aprobaba o negaba proyectos según la leche que soltara la vaca. Viví dos meses con la urbanista. Una vida agradable. Excelentes comidas, conversaciones arquitectónicas y polvos tranquilos con luces de velas aromáticas. Jauja. Hasta que ella conoció a otro más dotado que yo y me dio el pasaporte. Saqué un billete de avión y regresé a la isla.

La relación que me quedaba con el oficio literario se reducía a los antiguos amigos isleños. Roberto Brezal publicó un libro de relatos. Su inspiración, que la tuvo, se había convertido en vanidad hueca y ese libro es intragable. Me preguntó que me había parecido y le dije que era un coñazo. Perdí su amistad. Domingo Altares publicó una novela. No pude pasar de la página 5. Perdí su amistad. Ramiro Rivero aún no había publicado nada nuevo. Conservé su amistad. Ramiro Rivero era una persona con la que podía hablar. Por la boca muere el pez, pero hasta que muere, por la boca vive. 

En fin, así era mi vida cuando conocí a la danzarina Elba Padrón. Le atraían los hombres mayores. Me gustaba esa joven, me compenetraba con ella. Ganas tenía de terminar pronto el tinglado que tenía entre manos y volver a verla. Abrí la puerta del edificio de María Guzmán. Subí por la escalera, sin encender las luces. Metí la llave en la cerradura de la puerta del piso. Tampoco encendí las luces. "¿Tú aquí?", fue lo primero y lo último que dijo cuando la desperté.  Después del toletazo, cogí su cuerpo en peso, inerme y callado, y lo senté en su sillón preferido e hice varios bocetos. Luego la dejé sentada allí, con los ojos abiertos, que parecían de cristal, y allí la dejé mirando el infinito.  

Tal como había entrado, salí a la calle con ganas de celebrarlo con Elsa Padrón. Pero encontré a una bailarina que no estaba para celebraciones. Estaba con los ojos llorando, inclinaba el rostro sobre un pañuelo empapado en lágrimas. Torpe de mí, había dejado el móvil en su habitáculo alquilado y se dio gusto mirando la pantalla. Hasta que perdió el gusto y se puso a llorar. "¿Para qué quieres esos guantes?", gimoteó al observar que, en lugar de apaciguarla con consoladoras explicaciones, me cubría las manos con guantes negros. "Para asustarte mejor", le dije, y dejó de llorar.

sábado, 28 de mayo de 2022

V

 Durante mi estancia en el norte de España, visitaba la isla de vez en cuando, en algunas vacaciones, para no perder el acento. Y me inundaba de la luz africana. Era un festín esa luz. Pero, después de diez años sin pisar suelo canario, ahora que volvía para quedarme, me sorprendió de que no me sorprendiera esa luz solar inmensamente intensa. Era como si esa luminaria no fuese sino un disfraz que disimulaba el alma sombría de los isleños. Y me sorprendió ver que casi todos los antiguos amigos y conocidos habían entrado en un túnel. Vi la vejez del pensamiento, de la imaginación y de la voluntad en un recital en el pub El Kapital, y en otro recital en La Tronja, y en otro y en otro. A Rosario Fuentes le encantaba la música caduca y me llevaba a todos los recitales de viejas glorias isleñas y me enseñaba a trazar las líneas onduladas o quebradas de las vibraciones sonoras en un aire donde el humo de los cigarros era de un rojo, un azul o un amarillo reflectante y brumoso. Luego salíamos afuera, a la plaza del Cristo si era el Kapital. En la plaza, romántica, con farolas claras que se parecen a la luna, me daba clases teóricas. Derramaba mirando el cielo violeta oscuro sus saberes y emociones pictóricas de su juventud cuando el novio le pagaba la matrícula al doctorado de Bellas Artes, en la Universidad de San Fernando. Se empapó de Goya entre aquellos muros. Me hablaba de la razón y de la debilidad de su supremacía. El único modo que la razón tiene de protegerse es no mirarse a sí misma. Y mirábamos la luna. La noche que hubo luna. Y cuando era La Tronja el lugar, carretera y monte, salíamos, cruzábamos la carretera y nos íbamos a respirar el aire del monte y entonces era otro pintor el motivo de sus enseñanzas. Ahora no me acuerdo quién era ese pintor. 

 Una vez me detuve a contemplar mi rostro en un espejo y vi que era yo el que estaba completamente caduco, con todas las líneas quebradas y desvaídas. Fue en el espejo del cuarto de baño del taller de Rosario Fuentes, el mismo día que me dio la clase definitiva, la gran clase, y decidí, o decidió mi voluntad, escupir fuera de mí el letargo. Ese día resurgí del acabamiento, se me renovó el espíritu. Me volví místico. Hoy, que he decidido cerrar la puerta a los asesinatos, para despistar a la policía, puedo vivir sin matar, sin el crimen necesario que me lleve a lo esencial del oficio, pero no puedo vivir sintiéndome un ente acabado. En fin,  me asustó vernos tan viejos a todos.

Ya he dicho que yo no maté a Rosario Fuentes. Se murió ella sola. La necesidad de matar a escogidas modelos no surgió hasta...

 Hasta que llegó el invierno, un invierno en La Laguna. En casa de la doctora María Guzmán. Más de una vez le pillé a escondidas mensajes de otros amantes, pero me hice el dormido. Que degustara todas las pollas que le diese la gana. Si me fabricaba cualquier disculpa para irse con otro a cenar, yo encantado. Descansaba de su verborrea, de sus continuos reproches. 

Que me recordase a cada momento que era yo quien entraba en su casa y que la taza del wáter en su casa tenía que estar cerrada, era lo de menos. Incluso dejé que me llamase depravado y me montase un pollo, uno más, cuando le dije que quería pintarla cagando sobre la alfombra. Una alfombra que tenía en el comedor. Una preciosidad. Lo importante es que era una tacaña. El puño siempre cerrado. Mientras viví en su piso, mucho agobio. Una buena pareja en el Tarot --según Melitón-- es El Colgado y la carta sin nombre, en este orden, porque representa un estallido creativo, una renovación. Eso dice Melitón. Pero el orden inverso, la carta XIII y El Colgado, en este orden, es una combinación fatal, destructiva. Eso me dijo Melitón cuando le pedí que me echara las cartas para saber más sobre esa doctora. Me dijo que sus celos eran tan enormes como sus engaños. Al principio de sus presuntos turnos de noche, agradecía que no la molestase con llamaditas al móvil. Pero no tardó dos días para que se le posase la mosca en la oreja. Si yo no la llamaba, era por algo. Este tío esconde algo y por eso no me llama y se despreocupa. Y tenía razón. Yo escondía algo. Me metía de cabeza, para solicitar servicios, en los anuncios de contactos íntimos. Lo que en la jerga periodística llaman los breves. Los breves que a mí me interesaban tenían el rótulo RELAX y la cifra 07. Mujer de ojos bonitos, no profesional, discreta, recibo sola, complaciente.  La curiosidad por ver esa mirada no profesional, me hizo mella. La prostitución tiene sus trucos, sus manías. Lo primero es saber el precio. Después está el servicio. El Sobradillo, no profesional, discreta, recibo sola. En este no había mirada bonita ni complacencia.  Y no declaraba el precio del servicio. Daniela, 120 de pecho, griego, lluvia dorada, francés natural. 30 euros. Daniela acompañaba su anuncio con su foto real. Sandra, señora casada. Solo señores mayores. Discreción. La palabra discreción es un tótem. A otra que subrayé fue a Sira. Mi servicio es muy completo y mi atención abarca los cinco sentidos. Osada, creativa y curiosa. Hago todo lo que tu mente imagina. Mi piso es privado y discreto. 

Esta forma de moverse las palabras era como la pintura de Kandinsky, con la que me inundó Rosario Fuentes. No había ahora mejor poesía en este mundo que la de los anuncios de putas. Mi primera curiosidad fue descubrir la diferencia entre poesía y realidad. Nadie más mentiroso y despiadado que un poeta. En fin, no quiero hablar de poesía. Lo mío es la pintura. Pintaba los contactos reales. Visitaba la habitación de la propietaria del anuncio. ¿Qué quieres, cariño? Que cierres la boca y no hagas preguntas. Le extrañaba que no la tocase. Al principio, antes de conocer a la doctora María Guzmán, elegí la ciudad de Santa Cruz. Hice una selección, las llamé, y las situé en las zonas de la ciudad donde ejercían su labor. Marqué las puntos de venta en un plano de Santa Cruz que reparten en una caseta de turismo al principio de la calle El Castillo. 

Pero cuando la doctora del HUC interrumpió mis investigaciones tipográficas, yo operaba en La Laguna y no la llamaba al móvil, como es natural. Tanto desinterés por mi parte no escondía nada bueno. A ver qué estaba haciendo yo mientras ella operaba a unos pobres navegantes desnutridos que llegaron en cayucos.

--Tú vives de una jubilación y yo mi sueldo me lo tengo que currar --etc. 

No le dije que también ganaba mis soldadas con los cuadritos que le hacía del coño, con todos sus canosos pelos y labios amarillos, porque era darle pie para que me pidiese una comisión, y yo no soy bobo. 

IV

 Yo mismo di parte al comisario. Mire, señor, hace una semana que la maestra pintora doña Rosario Fuentes no me abre la puerta de su taller, soy alumno de la pintora, bla, bla, bla. Al contrario de lo que piensan algunos abogados y Agatha Christie, yo sé que con la policía hay que hablar mucho. Cuanto más hablas, mejor. Yo fui periodista y sé cómo hay que construir una mentira. Miento como los ángeles. Me he convertido en un catedrático de la mentira. Gracias a Melitón (ya le hablaré de Melitón). Este loquinario me informó de que mi carta natal era la carta sin nombre, de los arcanos mayores del Tarot. Me dijo que tenía que tener siempre en la cabeza la imagen del esqueleto bailando con la guadaña. Mi truco es, pues, tener siempre en la cabeza la carta sin nombre. La tuve cuando fui a denunciar el caso. El comisario quedó convencido. La policía científica no vio ni una huella mía en el cuerpo sin vida. Su vida había pasado al cuadro que yo pinté, con la mosca borracha. En un principio, cuando la juez archivó el caso, quise exponerlo, el cuadro, en la sala Cuatro Tablas. Arriesgarme a que descubriesen lo que oculté en mi declaración. Yo la vi morir, yo la pinté, cogí el dinero y me fui. No, exponerlo a la vista del público no, no por ahora. Entre ese público podía estar la juez aquella amargada y no hacía falta ojo clínico para relacionar ese cuadro con la escatología que encontraron lo agentes en el taller de la Cruz del Señor. Escondí el cuadro en el barco de Ricardo Rivero. El San Andrés. Lo embalé de forma críptica y le pedí ese favor a mi amigo. No quiero que mi padre lo vea, le dije. ¿Por qué?, preguntó. Le dije que era pornográfico. Lo cual era medio verdad. El cuadro copia descaradamente el encuadre de El origen del mundo, ese cuadro que el loquero Lacan contemplaba hipnotizado todos los días horas y horas en una habitación cerrada. La copia era el encuadre. Ahí acababa el parecido. El coño de la pintora no tiene tanta pelambrera, es de un vello sedoso, en irradiación luminosa al compás que las alas de la mosca borracha. Quiso Ramiro que se lo enseñase pero, para no tener que hacerlo, le di una razón de peso. Trae mala suerte enseñar los cuadros antes de exponerlos al público. --Si tú lo dices.   

Allí lo dejé. En el vientre del San Andrés. Exponerlo en ese momento hubiera sido una ruina. Nada más conocerse el óbito de la señorita Fuentes, durante un tiempo el gremio de pintores me dio la espalda. Corrieron el bulo de que mis cuadros los había pintado más que yo mi maestra y me desacreditaron. Ya murió la madre de la criatura, decían; a ver qué pinta ahora. Ahora por lo pronto dejé de pintar. Pasé meses asimilando mentalmente las lecciones de Rosario Fuentes. Pintando la mona con los dedos en cualquier superficie o tomando un trago y hojeando el periódico en el bar Castillo, en San Andrés. Cerca del mar, junto a la ruina del castillo que destruyó una barranquera hace siglos. Y de sopetón me salió al paso una amante médico. Trabajaba en el Hospital Universitario de Canarias. El HUC. 

--Yo puedo permitirme el lujo de chupar solo las pollas que me gustan --dijo cuando la conocí con el nombre completo. 

Un BMW paró frente al castillo. Amanecía. Por la ventana del bar la vimos acercarse. Una hambrienta hembra.  Me recordó a Clara Jiménez en sus buenos tiempos, entre la década de los 70 y los 80 del siglo pasado, cuando mi amigo de juventud Roberto Brezal la llamaba por teléfono, desde una cabina de La Rambla General Franco, en Santa Cruz, y le proponía establecer una comunicación. Pero Clara Jiménez, no sé por qué, me prefirió a mí, como entre todos los bebedores del bar Castillo me eligió a mí la choferesa del BMW. Se acercó, me pidió un cigarro y me invitó a acompañarla por la carretera de Igueste, por la franja litoral, con una mar en calma y una luna llena levitando sobre una montaña sin nombre.

--Yo puedo permitirme el lujo de pintar solo los coños que me gustan.

La doctora María Guzmán me dejó pintar el suyo. Una semanas estuve enrollado con ese cuadro. Luego me cansé de su coño y de su perorata.  La médico se había convertido en un coñazo verbal. No dejaba de hablar. No soporto una modelo que no cierre el pico.

--Claro, como tú no tienes que aguantar ocho horas a pacientes gilipollas; como tú vives de una jubilación, y puedes dedicarte a esto, te piensas que en mis horas  libres voy a estar así todo el rato, y luego te vas y ni me tiras un polvo.

Lo malo de los polvos es que no quiero hacerlo con la mujer que escojo de modelo. Por lo menos cuando está ejerciendo de modelo con los cinco sentidos a flor de piel. Esa fue la última lección de Rosario Fuentes. Con mi maestra descubrí que si no tocas a la modelo, la obra --dicho mal y pronto-- adquiere una aroma especial. ¿Que eso no le ocurre a todos los artistas? Puede que tenga razón, pero es válido lo que es válido para mí, porque yo soy el centro del mundo. ¿Usted no?

viernes, 27 de mayo de 2022

III

 Bubangos, zanahorias, cebollas... la lista de la compra. Porque eso es lo que hay todos los días. Una lista de la compra. Y no te olvides de los cigarrillos, fumar durante el embarazo puede perjudicar la salud de su hijo. Lo tendré en cuenta. Quedaré embarazada. De humo. Toda mi vida está llena de humo. Y mi boca de culebra está llena de humo. Como de una luz rojiza y parpadeante. Ardiendo todo el tiempo en un distante centro. Abro el periódico. La luz roja no me deja pensar y abro el periódico mientras el día se va quedando sin luz. Todos nos vamos quedando sin luz. Una penumbra mortecina se apodera de los hospitales, de las oficinas, de los supermercados. ¿Dónde está la luz canaria? ¿Dónde está el estilo canario? ¿Dónde está la verdad y dónde la mentira de este pueblo? Siempre vencido, siempre viviendo de las migajas. Disputándonos como ratas las migajas unos a otros. Royéndonos el alma. Cada cual a sí mismo, a los demás, a todo lo que encuentre por delante. La isla agota y hay que vivir de fantasmas. Fantasmas que abran realidades inéditas. Tan claras como el agua que está lloviendo. Nos hemos construido en un laberinto de incertidumbres, de apariencias. Muy pocos apuestan poniendo la mano en el fuego. Por eso me convertí en pintor. Y por eso me convertí en asesino. Y por eso quiero ser mujer. ¿Qué digo? No sé lo que digo. Creo que me poseen diablos que no se ponen de acuerdo entre ellos. No saben que hacer conmigo y me hacen hablar disparates. Hago un esfuerzo de águila para quitármelos de encima y que dejen de marearme. Melitón dice que la única manera de hacer que los diablos sean tus amigos, es no hacerles caso. No son mis maestros. Ellos abominan de la geometría geométrica que me enseñó, en la definitiva lección, Rosario Fuentes. Esto me dijo Melitón una tarde, ya casi noche, en que bajamos a la vera del barranco por debajo de su casa y cavamos un hoyo con un pico y una pala. Me dijo que me tendiera dentro del hoyo. Lo obedecí, me acosté allí dentro. Entonces empezó a decirme que yo era su madre y que esa era mi su morada. Dejé de ser yo y fui su madre, en la tumba, en el último hogar. La sensación que tuve no puedo decirla. Melitón lo haría mejor. Solo Rosario Fuentes hubiera podido pintarme en ese momento. Pensé. Y Melitón debió de hacer una brujería de las que aprendió de su madre cuando era curandera. El tarotista convocó a Rosario Fuentes en cuerpo y alma. De hecho la vi allí arriba, haciendo bocetos y croquis en un lienzo labrado con la misma tela que la del traje del famoso emperador, y ella era yo. Yo pintándome a mí mismo. Un autorretrato. 

Rosario Fuentes fue una maestra perfecta. Atrapaba los colores y las ausencias de color y todo lo demás le importaba un rábano. Con ella aprendí lo mejor de su oficio. Con ella experimenté el entusiasmo de la acción. La sexualidad del volumen, la afectividad de los contrastes, el intelecto de las sombras. Al principio me lo tomé como un pasatiempo. Salir de San Andrés, ir a Santa Cruz y pasar unas horas haciendo algo diferente, me pareció un modo de romper la rutina de todos los días, sin más. El día que entré en su taller, en la Cruz del Señor, en Santa Cruz, ella me puso a hacer el clásico bodegón. Una botella de Amareto y una calabaza hueca. Hice lo que pude. La botella me salió torcida y la  calabaza no tenía ningún rasgo de calabaza. Sin embargo, ella pareció encantada, no sé por qué. Al final de la clase despidió a los demás alumnos y dijo que me quedase, debía explicarme el sentido de las líneas y las formas. Me lo explicó. Terminamos follando a lo mete-saca sobre  una mesa, una mesa sólida. A partir de ahí dio vacaciones a sus otros alumnos y se dedicó casi plenamente a mi persona. Durante un tiempo no hubo más mundo fuera de ella que yo. Todas sus energías estuvieron a mi disposición. Borró de su móvil la lista de amantes, menos uno, su novio entonces, y lo apagó y se dedicó con todo esmero a adentrarme en el menester de pintar. Yo me encarnizaba con el culo de Rosario Fuentes, y mordía sus pedorreantes nalgas, y la penetraba, siempre por ahí. Quería llegar virgen al matrimonio. Ella tenía 25 años y yo 52. Estábamos hechos el uno para el otro. por lo menos hasta que uno de los dos celebrara su siguiente cumpleaños. Antes de yo conocerla, hubo un tiempo en que estuvo obligada a limpiar casas ajenas para poder pagar su carrera en Bellas Artes. Ahora ya no. Ahora ya tenía el doctorado y tenía un novio rico que le daba todos los caprichos. Y no era celoso. A veces ella encendía el móvil y había cien mensajes de ese novio. Yo nunca lo conocí. Ella, despreocupada, volvía a apagar el móvil antes de que sonase otro nuevo mensaje. Y nos dedicábamos al arte. Cagó sobre la calabaza hueca, una mierda compacta pero fácil de moldear. En ese momento pareció sufrir una iluminación melitoniana. Dijo que el arte de la pintura tiene su magia pero la escultura está varias nubes por encima. Le imprimió a su cagada, tubular y compacta, una forma caprichosa, según ella ateniéndose a la teoría de la línea, de Kandinsky. Lo que no quedó en la escultura, de diez centímetros de alto, lo mezclamos con óleos. Y volvimos al lienzo. Ella me decía y yo hacía. No me dejó terminar hasta que penetró en la tela el olor de la mierda. A las semana, las tintes de cagada y óleo se secaron, pero el lienzo siguió despidiendo olor a mierda, un olor agradable, grato a mi olfato. Cuando tuve once cuadros con esa técnica, me organizó una exposición en la sala Cuatro Tablas, en La Laguna. Cuando le llevamos la obra, los once cuadros, el dueño de la sala se echó atrás. No le agradó el perfume de los paisajes. Ella declaró que eso había sido un aviso estratoférico, y que había que quemar los cuadros. Llamó al novio para que alquilara una furgoneta y en una semana no la vi. No sé qué hizo con el novio, no sé qué hizo con los cuadros de mierda, no sé lo que hizo en esa puta semana. A mí me pareció un siglo. Y cuando me llamó para que volviera al taller, me advirtió que habría un cambio de registro en mi aprendizaje. No me permitió ningún contacto físico, por ningún lado. Se desnudaba lentamente. Me ponía caliente como una fiera. Pero si me apartaba del lienzo para acercarme a la materia viva, su sensualidad se convertía en fría crueldad y sin contemplaciones me hacía salir del taller. Aprendí a no apartarme de los pinceles. Ahora tenía que actuar yo solo, y captar todas las insinuaciones y palpitaciones de su cuerpo desnudo. Su pose no tenía nada que ver con la Susana deTintoretto. Era completamente obscena, de revista pornográfica barata, abierta de piernas, abriendo su coño con los dedos, y yo lo pintaba, pelo por pelo, pero sin poder tocar ni uno. Una vez, de puro nervio, me llevé a la boca las cerdas de un pincel, manchadas de verde cobalto. Pinté su coño siete veces. La exposición fue  una fiesta. Esta vez el dueño de la sala recibió la mercancía con indisimulado contento, con la nariz abierta, y los ojos y la codicia. Todos los cuadros se vendieron. Los euros se los repartieron Rosario Fuentes y el hombre de la sala. Yo no vi ni uno. Mi maestra cobró así sus horas de clase. Hacía seis meses que yo había olvidado que sus clases tenían un precio. Y si el precio correspondía al valor, era un precio justo. Desde entonces me convertí en un pintor solicitado. Pero no me atreví a dejar las clases de Rosario Fuentes e independizarme. Quise pintarla otra vez. Este sería el cuadro definitivo. Mientras posaba, su cuerpo entró en un espasmo violento. Pensé que era epilepsia. Ni epilepsia ni nada. La cocaína la tenía electrónica. Un exceso de voltaje y se quedó inmóvil, con una mosca que acudió al olor del cadáver y se posó sobre su sonrisa vertical. Primero registré el piso donde tenía su taller. En un cacharro de la cocina había un fleje de billetes. Lo suficiente para contemplar el cadáver allí tres horas más. El tiempo suficiente para terminar de pintarla. Con la mosca embebida en el coño, emborrachándose de néctar. No la espanté. La pinté con todas sus alas.  

II

 Un hecho cambió la onda de mi existencia. Soy el hombre que vio morir a Rosario Fuentes. La célebre pintora, mi maestra. Fue el día que se cometió un crimen a la misma hora en que Rosario Fuentes cambió de barrio. Ella moría en Santa Cruz y otra mujer era asesinada en la plaza del Cristo de La Laguna. Tres crímenes se cometieron ese año en la ciudad histórica de La Laguna. En el primero, yo no intervine para nada. Ese día yo estaba asistiendo al ocaso de Rosario Fuentes. Me acuerdo de pronto con intensidad de Rosario Fuentes porque ayer la recordó Ramiro Rivero. Lo vi ayer en Santa Cruz, a la puerta del cine Víctor. Yo había sacado la entrada y él pasó por allí. Cuánto tiempo. Sí, un montón. Venía al cine, ¿quieres venir? No, al cine no, pero a la salida nos vemos. Ramiro Rivero, como yo ahora, vive en San Andrés, donde la playa de Las Teresitas, poblada de polémicas, proyectos municipales y algunos pescadores. 

--Estuve quince días en La Orotava, ayudando a mi cuñado en la finca... hoy regreso a San Andrés, tengo que limpiar el barco --dijo. Y como Ramiro Rivero es un escritor mesurado, no dijo lo mucho que su cuñado le tocó los huevos cuando sulfataba la parra, cuando abría los surcos para las papas, cuando podaba el limonero, y cómo pensó en un machete que su cuñado le había robado y se calló la boca.

Todavía quedaba un rato para entrar al cine y fuimos al kiosco de La Rambla. Vimos a Auricio Hek. Pagó las copas. Auricio el sabio. Estaba pletórico. Auricio el enterado. Estaba al tanto de todos los pormenores de las corrupciones políticas. Según él, tarde o temprano el alcalde iría preso, su tío el arquitecto iría preso, el constructor Pedro Puente iría preso, y yo me fui sin terminar de oír la lista de futuros presos. 

Me fui al cine y quedamos para después. La película era de acción criminal. Parejas cogidas in fraganti sexualizando en un coche, en un descampado de noche, eran tiroteadas, ella y él, y luego los cuerpos mojados a cuchilladas, los dos, y ella desposeída de la piel de entre las poemas. Siempre la misma operación, la desposesión del triángulo púbico. No era un asesino colérico. No actuaba impulsado por deseos sexuales incontrolados. Era un asesino ritualista. Asesino fetichista que cometía su acto cumbre usando un instrumento quirúrgico. Imposible que mi memoria no sacase a flote, como si la estuviese viendo, la última noche con la doctora María Guzmán.  

Me metí en el cine. Solo. Terminé de ver la película por puro masoquismo; las sonrisas de los actores y actoras, más que expresión de alegría, eran meras contracciones musculares, impulsos eléctricos practicados hasta el no va más. Ramiro Rivero me esperaba a la salida. Otras copas. Primero en el bar Capricho, en Santa Cruz. Después en el bar Castillo, en San Andrés. Hansel Aurelio, un pescador que sale a la mar con Ramiro Rivero,  nos obsequió con cuatro adivinanzas y una fábula con moraleja. Nada pierdo, y nada me acobarda; siempre seré un esclavo con albarda. Hansel es un almacén de adivinanzas y fábulas con moraleja. Y estaba celebrando su cumpleaños. Animado el bar Castillo con la fábula de una monja que quería saber lo que era el pescado al horno.

--Jonás, ¿tienes un vaso obrero para un animal?

--Y para las personas también.

--¿Y dónde dónde están las personas?

El bar amaneció con una pelea al estilo del oeste, todos contra todos. Por culpa de una mujer. Alguien no pudo contenerse y le tocó el culo. La mujer dio un grito de rabia. Un maromo que estaba con ella llamó idiota al confianzudo. Hansel Aurelio le contestó que idiota es el que piensa que los otros son idiotas. Ahí empezó el baile. Unos a favor de la mujer ofendida. Otros en contra. Si no  te agrada que te toquen el culo, vete para tu casa. El maromo recibió dos trompadas, la mujer dio cuatro patadas, etc. etc. En cuanto vi aparecer una furgoneta negra de la Unipol, rodeando por el castillo que hace siglos una barranquera dejó roto y parando enfrente del bar, me retiré. No me importa estar en medio de una pelea, pero no cuando intervienen los antidisturbios. No me enteré cómo acabo la celebración del cumpleaños de Hansel Aurelio.

En esta isla la vida se compone de celebraciones. La gente no se cree que se pueda celebrar tantas cosas, y convierten cada celebración en un drama. La navidad, el año nuevo, el día de reyes... oh, oh, dulce falsedad. Son las mujeres las culpables. El hombre es un cero a la izquierda, un figurón en el mejor de los casos. No sabes lo trabajador que es Pepe... Juanito sí es trabajador... Pedro es el más trabajador... Pero quien está detrás, cortando el bacalao, es siempre una mujer.

No sé lo que estoy diciendo. Quizá debería empezar por el principio. No tengo orden, no tengo concierto. No sé cuál es el principio. No sé el momento en que me convertí en un asesino. Usted puede decir que fue cuando finiquité a la doctora María Guzmán. Las noticias del suceso están, con fecha exacta, en las páginas de sucesos. Vale, algún día miraré en las hemerotecas. Pero le aseguro que no estoy tan seguro de que fuese ese día, esa noche, cuando hice el primer crimen. No estoy tan seguro. El caso es que es cierto que, hasta esa noche, no tuve conciencia del asesino que llevo dentro de mí. Había sido muchas cosas en la vida, pero asesino consciente nunca se me ocurrió ser. Usted dice que el alma de la víctima busca guarida en la del verdugo, para vengarse y martirizarlo. Yo pensaba eso. Qué carga, dios mío, cargar un día tras otro con eso, sobre tu conciencia, pero al carajo, le puedo decir que no soy yo un ejemplo de su teorema. La conciencia es un lastre, es la cadena con la que ataban a los esclavos. Vivimos en un mundo sin conciencia. Inconscientemente nos vamos a la ruina. En fin, hablé del principio. El principio era que yo, hasta hace cuatro años. me dedicaba  al periodismo. El periodismo fue mi forma de ganarme el pan y prosperar. Hacerme con cierto modus vivendi, con un nombre y con un sueldo fijo todos los meses. Mi trabajo era escribir y escribir, ¿escribir qué? Las cosas que estaban pasando. Y lo que estaba pasando a mi alrededor era el ruido del mundo, el ruido del mundo se estaba instalando en mi conciencia. Lo mío era una conciencia llena de ruidos. Todos esos ruidos se fueron, los ecos que quedaban, cuando maté a María Guzmán y a Elsa Padrón.

A la salida del cine, recuerdo, entre cacharro y cacharro hablamos de mujeres. Qué novedad. Ramiro Rivero obsesionado con Carmen Elena. Por mi parte, yo quería librarme de todas las mujeres que me habían obsesionado durante toda mi vida. No sabía cómo, hasta que por fin lo supe. Tenía que convertirme yo mismo en mujer. Pero no con una operación quirúrgica. Sería un acto de otro calibre el que me convertiría en mujer. Usted no podrá entenderlo, pero yo si lo entiendo y eso es lo que importa. Lo que me convirtió en periodista, ya que le interesa saberlo, es más sencillo de explicar. Cinco años de carrera en la Universidad de La Laguna, pagada por mi padre. Un año de becario en un periódico local y un contrato serio de trabajo en un periódico del norte de España. 35 años cotizando. 


La obra escrita en la juventud fue flor de un día fue esa obra en la vida pública. No fui el escritor que quise ser. Así que lo dejé. Ramiro Rivero es mejor escritor que yo. A él le darán el Premio Canarias de las Bellas Letras. A mí no. Tampoco a Roberto Matías, el poeta de los Naranjales. Los dos nos tendremos que joder y tragarnos la gloria de Ramiro Rivero. Le darán el Premio a Ramiro Rivero, y Roberto Matías, todas sus ilusiones, se irán por el alcantarillado. Como la sangre de los que se matan en la bañera. Ramiro Rivero se lo merece, es más zorro que Roberto Matías. Es capaz incluso de embarcarse lejos y no ir a recoger el Premio. Para que su fama de maldito alcance mayor gloria. Se merece el Premio. Se merece que se lo den. Pero no creo que lo rechace. 

jueves, 26 de mayo de 2022

I

 

*

Aún estaba cerrando mi cuarto en la casa de mi padre cuando oí a Ramiro Rivero. --Soy un hombre que busca ayuda, un escritor que busca misericordia. --Aún no había borrado los últimos mensajes en su móvil. Te observo acariciar las verdes enredaderas. De Esther Primavera.

Saludó a mi padre y pasamos a la cocina. Puse la cafetera al fuego. 

Yo hacía cuatro años que había vuelto a la isla. Con las espaldas cubiertas. Con una jubilación anticipada. 35 años de curro en una ciudad del norte de la península. 

En esa ciudad del norte viví 35 años, hasta que regresé a la isla de Tenerife. Hoy tengo un cuarto en la casa de mi padre, en el barrio-pueblo de San Andrés. Estuve mal casado con mi profesión durante 25 años. Lejos de las islas. Me jubilé porque ya no podía escribir una línea más, cada línea más falsa que la anterior. Aunque sé que hubiera podido, si no hubiese intervenido el amor loco. Me enamoré de una mujer casada que vivía en Donostia, y no podía soportar que siguiese durmiendo con el marido mientras yo batallaba con el periódico de hoy. Me cago en el amor. Qué me importaba a mí que durmiese con el marido. Todo el mundo me lo echó en cara. El haber abandonado un trabajo por una mujer. Por algo será el repudio que me cogieron en la ciudad del norte donde habité y trabajé 25 años. Digo yo que es por algo. Todos supieron mis artimañas para hacerme pasar por loco y que me concediesen la jubilación anticipada. Las críticas voraces era imposible no oírlas. Mi corazón palpitaba como después de una carrera de doscientos metros. A veces me sentía como María Magdalena cuando le tiraban piedras. A lo mejor soy yo la reencarnación de María Magdalena. Quién sabe. A lo mejor soy ella y todavía no lo he cogido. A lo mejor por eso la parte femenina en mí es tan fuerte. Por eso quizás Ramiro Rivero no se llevó de la casa de mi padre un librito de Boris Vian que dijo que era suyo. Yo creo que no.

--Yo quiero escribir como Boris Vian, con la seguridad de saber la historia que estás contando y no dando titubeos, tirando palabras al papel --comentó Ramiro Rivero.

Más de ochenta años de edad sumamos los dos, y aún nos comportábamos como jóvenes imberbes en un primer curso de caligrafía. Él, sin embargo, seguía empeñado en ser escritor de ficciones. No se conforma con los chicharros que pesca por las noches con la mar en calma, y una furgoneta esperando en el dique de Las Teresitas, esperando el regreso del barco, para cargar todo el pescado. Por lo menos la pesca la da algo de dinero. La pesca de palabras, en un portátil que tiene en su caseta de pescador, pocos céntimos le aportan. Sé que me tiene envidia, y resentimiento, porque yo tuve visión y dejé la escritura, ese oficio de ratines, y hoy soy un pintor con todos los cuadros vendidos en la exposición que, hasta el 15 de este mes, usted puede ver todavía en La Laguna, en la sala Cuatro Tablas,

Mi oficio, hasta que hui con la mujer de Donostia para tenerla conmigo todo el tiempo y que se divorciara del marido y no lo viese nunca más, era también las palabras. Con aquella mujer dejé el oficio de las palabras. La hiena de papel me había desangrado las venas. Me postraba a sus pies como un gallina, me inclinaba todos los días a beber sus babas y juntaba las manos sobre el teclado del ordenador del periódico como un beato que ya no sabe qué rezo rezar. Muchas pantallas, muchos seres que llaman periodistas, pero en realidad una sola gran pantalla y un solo gran sacerdote, cristalizado en la electricidad de la diabólica iglesia mediática. Cuando me mandaban que diera caña, yo daba caña. La retórica de dar caña la tenia automatizada en las tripas. Y cuando me mandaba que diera vaselina, yo tecleaba vaselina. Los preceptos de la vaselina los tenía impreso en las arrugas de la frente. Lo mismo ejercía con competencia escribiendo adulaciones que insultos. Entre el adobamiento estilístico por un lado y el golpe machete por otro, yo en medio ya no sabía quién era. No me hice el loco. Estaba realmente loco. Si quería volver a la cordura, tenía que huir de aquella vida celda asfixiante. Mi vida era de casa al trabajo y del trabajo a casa, pasando por el bar en la ida y en la vuelta. Hay lugares donde el bar te alivia, pero hay otros donde te hunde aún más. ¿Comprende por qué vi la luz cuando se me acercó la vasca? Aquellas orejas carnosas, sobre aquel cuello redondo, extraordinariamente blanco, su coño sabor hierba silvestre. De una blanca y asilvestrada calidez. Al principio sí, muy cálida, en efecto. Pero pronto aquella capa de calor se disipó. Lamenté que se divorciara del marido y que estuviese siempre siempre siempre pegada, como una lapa, sin quitarme ojo. Me inmovilizó en Donostia durante unos meses. Al principio sus abundantes cabellos se me atojaban enigmas rojizos. Pero después me ahorcaban y me envolvían en una atmósfera que era la quintaesencia de la que durante años y años respiré en el periódico. Un día afortunado logré escapar de Donostia y volví a la conocida ciudad y paseaba todos los días frente al mar Cantábrico.  Entonces ya solo me interesó la forma, el color y la luz que hay en la superficie de las cosas, ajeno al magma, la oscuridad y las palpitaciones de la parte oculta del mundo.

Que soy un buen pintor naif, según una crítica de Agustín Díaz Pacheco. Lo sé. Organizo los colores y los tonos como en los buenos tiempos, cuando teníamos quince años, cuando escribir era un juego y no una obligación, organizaba las palabras; ponía una encima de otra según las letras, una debajo de otra según las silabas, una detrás de otra según la sonoridad. Aunque cada día me fui quedando más y más atrás. No logré lo que Roberto Brezal con su primer poemario ni lo que Ramiro Rivero con su primera novela, donde fusiló lo que quiso el poemario de Brezal. Me fui hartando de las palabras. Aunque puedo decir, en mi defensa, que regresé a la isla para quedarme, entre otros motivos, porque extrañaba el idioma canario. Escribí tantas mentiras estercoladas con artificiales retóricas, que pensé en mi tierra natal como un lugar de purificación. Hoy, todas las noches, después de ponerse el sol, antes de ir al bar Castillo, de espalda a todas las utopías, me doy una vuelta por el derruido muelle antiguo del pueblo, y el mar de la noche me enseña a pintar, con la inocencia que en la lejana juventud componíamos versos con los ojos cerrados. Mi vida fue la lengua, hasta que llegó el día que me la arranqué, la lengua literaria. Mi lengua de hoy es una culebra y mi pensamiento es el de un reptil. Mi pensamiento es rectilíneo, no sé por qué me complico tanto. El libro de Boris Vian está todavía en mi cuarto de la casa de mi padre. Ramiro Rivero marchó a sacar su barco a la mar, el San Andrés. El que sí se llevó con él, porque este libro sí era suyo, fue El jorobadito, del argentino Roberto Arlt, y me dejó prestado Mis putas tristes, el último de García Márquez, la narración de un pederasta de noventa años, enamorado de una virgen dormida, con una matrona de burdel avispada, paciente y aún con olor a jazmín.

--Estupendo, creo que me va a servir para ambientar mis putas tristes.  --dije, a mi reflejo en un espejo.

Mis putas tristes es un García Márquez que dejó atrás sus cien años de soledad y hoy visita un burdel que parece un cruce entre la casa de la muerte de la novela de Zamora Milagros de Cuba y la casa de las bellas durmientes, del escritor japonés Yasunari Kawabata. Un garciamárquez con una prosa copiada a Boris Vian. Para empezar, Boris Vian tiene una literatura que debería estar prohibida. Es verdad que tiene un estilo que es como un cañonazo, lo cual es aún más grave, y me temo que ya tenemos bastantes drogas como para añadir la del estilo cañonazo. El estilo literario debe ser más pesado que un plomo, para que no sea peligroso. Planetariamente aburrido. Pero yo estoy harto de esa prosa, la misma que empleé en el periódico de la ciudad del norte cuando la vida se me ponía cuesta arriba, y prefiero, ahora que ya no escribo nada, el estilo de Boris Vian. Me temo que nunca tuve un estilo propio. O sí. El estilo que tengo ahora. Se lo debo a la madre de Melitón cuando Melitón y yo éramos niños con edad de un solo número y su madre era hechicera y bruja y yo y Melitón la andábamos aleándole hierbas y oyendo sus jaculatorias curativas. 

--Doña Dorita, a usted se le quita, por amor del cielo, esa verruga que la atormenta, en nombre de santo ... --etc. Y doña Dorita recobraba la alegría y la verruga se le iba, se le esfumaba, y no quedaba a la izquierda de su nariz ni la sombra. Así muchos casos hasta que la madre de Melitón se retiró de bruja y decidió no oír, ni hablar. La llamó el silencio.     

miércoles, 25 de mayo de 2022

 --Nunca se ha visto un mero rojo. Tendría que haber cambiado de pez, un alfonsiño, quizás, i una fula de la hondura... un pejeperro mejor --me escribió Ramón hace días para indicar este fallo de realismo en La gesta.

Hoy me enteró que sí hay meros rojos. Le escribo:

--Sí hay meros rojos.

Contesta estoy esperando. Ramón es uno de esos tipos a los que, según Jung, les cuesta bajarse del burro. Después del cherne de Puerto Santo llega el mero rojo de La gesta. A lo mejor en la próxima novela de Juan sale un peje burro, con Ramón cabalgando en él, como esos personajes de los cuadros de Néstor de la Torre. Tendré que buscar ese pez. Ver si el tamaño permite a un semejante jinete. Y el color. 

*

Doy por concluída Barrio Chino. ¿Se la paso al editor? Deshojo una margarita. La maceta con la margarita que me regaló Jely está poblada. La adelfa, en la parte de arriba, está también poblada de flores. Casi rojas. Son como nubes sobre los aloes. La planta venenosa sombreando a la planta medicinal. 

Se va mayo. 

martes, 24 de mayo de 2022

 --Calma --me dice mi amigo cuando le cuento el delito.

Es una autoridad en la materia. Me tranquilizo. 

Ya había aplacado los deseos de trocear a los enemigos y echarlos de carnada a los peces. Deseos que no se pueden llevar a cabo, es estúpido tenerlos. En buena ley, ni siquiera puedo culparlos. Si permites un primer ataque y un segundo y un tercero... el culpable no es quienes atacan. Les he llenado el campo de oréganos y pastan a placer.

Juan me escribe que mis comentarios son mejor que sus novelas. La vanidad del bilbaíno es pompas de jabón, pero es preferible a la humildad de Juan. Su novela es ejemplar. Como la de la ilustre fregona de Cervantes. La estoy leyendo. Ejemplar. En la de Juan, Ramón critica que es una impropiedad lo del mero rojo. Vale otro pez, pero no hay meros rojos. Este Ramón ve a un mosntruos anfibio saliendo del mar barranco arriba y no se asombra. Lo que le asombra es que el mero que alimentó al pueblo para la batalla contra Nelson fuese rojo. Mero comunista, le dije. Se río. 

Leí también la de Alexis Ravelo La noche de piedra. Se deja leer. Se deja olvidar. Muchos menos olvidable la anterior del Club de Lextura: El bello verano, de Cesare Pavese. En esta está el sonido de la verdad. En la otra, el ruido de un montaje literario no del todo bien armado. 

Nicolás viene de Ibrahim. Me señala lo bello que está el rosal. Bellos capullos de un verde claro. Y me enseña una foto de la maceta con el pimentero. Prometen pimientas. ¿Serán quemonas?  

sábado, 21 de mayo de 2022

más sobre La gesta, de Juan Ignacio Royo

 ¿El rey Juan Carlos? Me importa un pimiento. Putañero con el celestinaje del Estado y ciudadano no ejemplar. Me importa, por motivos egoístas, lo poco  conocido: que de niño mató (por un disparo involuntario) a su hermano mayor, heredero de la corona. En Vertical blues el nudo de la historia es el asesinato de un hermano menor contra el hermano mayor, un crimen nada involuntario. En fin, en barbecho sigue esa novela de un Gijón de bajos fondos. Me ocupo de Barrio Chino. 

Marcelino le dio hace más de un mes el último borrador de Balada sin poesía al editor Ánghel Morales. Le dijo que en una semana tendría las pruebas de imprenta. Aún está esperando. El editor dijo, por otro lado, que presentaría en julio La gesta de Juan Royo. A Sole le encantó la novela de Juan menos la última parte. No le pregunté  por qué. Mis preocupaciones van ahora por asuntos extra literarios. Un golpe que colma el vaso de un amplio álbum de abyecciones asquerosas. Habrá que tener paciencia y adquirir disciplina para afrontar el desafío. 

Un golpe que fue como una cuchillada por dentro del cuerpo, y en un momento crucial para mí. La visita de mi nieto. No lo pude atender con todas mis energías. El golpe me provocó una amarga bilis que me puso malo. He logrado domesticar la rabia pero no el miedo. Sigue ahí. Cada vez que en esta vida me he dejado influir por el miedo, cometí errores graves. En el caso de ahora, el miedo trasciende al golpe mortal, Es un miedo que lo abarca todo. Sólo tengo la posibilidad de no bailarle el agua y dejar que se seque. Por lo pronto no lo estoy haciendo bien. Me refugio en el juego y quien juega por necesidad --decía mi suegra--, pierde  por obligación. Sin disciplina (sin armonizar el ombligo con el corazón y con la cabeza) voy a la deriva. Lo único práctico que he hecho ha sido contarle el golpe a Belén. Sus conocimientos de la administración del Derecho me sirven de información clave. Sin esa información --y actuar en consecuencia-- no podré hacer que el golpe quede sin efectos. Un golpe traicionero. No lo esperaba, no cuidé la defensa, y esto facilitó la acción criminal del adversario. Mala cosa un adversario por el que has luchado por que fuese tu natural aliado, aunque desgraciadamente el motivo de esa pretensión de alianza, en importantes circunstancias ha sido a raiz del miedo. El miedo, cuando ocurrió lo de la casa de Barrio chino, me llevó a  no seguir un sabio consejo (que le pedí en persona) que me dio Juan Royo. Sole bajó su admiración en la última parte de La gesta. No sintió esa parte donde los muertos --el putañero marqués y el cura vizcaíno afrancesado-- están más vivos que nunca y caminan --hacia el Paraíso o hacia el Infierno-- guiados por la santa Muerte. El cura vizcaíno, que es un loquinario y cree con toda su fe en los cantos de sirena de Mostequieu, Rouseau y Voltaire, va al cielo seguro. Un santo loco no puede ir al infierno. Lo del marqués es distinto. La lujuria es el más leve de los pecados. La santa Muerte le da la oportunidad de arrepentirse e ir a disfrutar de los castos violines de los ángeles del cielo, con nuestro amigo Ánghel --esto no está en La gesta-- moviendo la batuta editorial. La Muerte de La gesta no es ese esqueleto de la carta sin nombre, la XIII del Tarot. Al contrario. Es una hembra placentera. La más apetecible de todas. El marqués le tira los tejos a la Muerte. Mientras, en la realidad de esta parte del mundo, la bestia se lleva a la bella sobre el mar. El mar es el camino a la tierra prometida. 

--¿A dónde te lleva? --preguntan Ramón y Chito.

--No lo sé. Qué me lleve donde él quiera.

La alegría de vivir reside en el cuerpo poderoso de la bestia y en el cuerpo placentero de la Muerte. Paraíso e Infierno están en el mismo sitio. Cuando la bestia desparece con la bella en el mar, vuelve a aparecer, Regresamos, ilusos lectores, al principio, cuando Ramón y Chito la ven subir por el barranco, Una noche de San Juan. 

 

viernes, 6 de mayo de 2022

Vuelvo a la casa de doña Candela. Lo que más me atraía de aquella sala era un reloj de péndulo. Eso y las tetas de una de las cancamistas. Esta mujer vivía al lado y compartía con doña Candela el patio de atrás. No le hacía falta salir a la calle. Entraba por la puerta del patio. Por eso iba ligera de vestido. Su único atuendo era un falso transparente. Especialmente aquella noche estaba doblemente transparente. Olvidé el péndulo, la tele y me babeaba como un bobo concentrado en sus tetas. Cuando llegó el feriante, la mujer del que luego llamó por teléfono se fue de la sala y se metió en la habitación donde doña Candela entró también, a cambiar las sábanas. La del falso terriblemente transparente se hizo la fatigada y mandó a la otra que quedó sentada con ella a la cocina, necesitaba una manzanilla. Me miró, me picó el ojo, me enseñó la punta de la lengua, la bailoteó y me dijo que tenía unos colorines para mí. Que fuera al día siguiente a buscarlos. Me iban a gustar. ¡Colorines! Yo a esa edad lo más que me gustaba era leer colorines. Me puse contento. Oímos el teléfono. Total, que doña Candela me dio instrucciones. Lo que tenía que decirle a aquel mariodo, cuando me hiciese el encontradizo. Una bobería. Que había visto a su mujer en el puente Zurita, mirando en la puerta de la farmacia el letrero de las que estaban de guardia. Sin más, bajó la calle como un tiro, pasó de largo sin detenerse a tocar la puerta de doña Candela. Derecho a la farmacia del puente Zurita, a mirar las farmacias de guardia. 

Comó fue el resto de la cosa me enteré una semana después. Estuve más entretenido mirando colorines, Y el falso de quella mujer era de una tela muy suave, muy agradable.

    

martes, 3 de mayo de 2022

cuernos

 Estaba el bello durmiente

como un tronco dormido,

tenía la polla tiesa

porque soñaba contigo.

El tamaño no lo sabes

porque aún no se la has visto,

el grosor es lo que importa,

es lo que llena el vacío.

Era un sueño corriente,

te quitabas el vestido,

de la cabeza el sombrero,

de la cintura el cinto

con las hebillas de plata

y cuero rojo encendido,

las bragas encarnadas

y zapatos amarillos.

De los dedos de las manos

los oros de los anillos,

el zalcillo de la oreja

y el piércing del ombligo.

Al durmiente te acercabas,

qué bien soñaba contigo

como con su Dulcinea

aquel caballero altivo,

y con Roxana, Cyrano

el de nariz de pepino,

y aquí dejo los ejemplos

y más ejemplos no digo.

Da igual que fueses casada,

te llevaría hacia el río.

No vio ese bello durmiente

que llevabas escondido

un afilado cuchillo.

Con la polla haré pastel

adobado con membrillo,

le dices para que sepa

lo que hay ese belillo.

La tajada es certera,

de carnicera el oficio,

y el durmiente despierta

dando cientos de alaridos.

¿Qué tienes, mi buen esposo¿

¿Qué tienes, mi buen marido?

Le pregunta su mujer

al bello no ya dormido.

Y el horror se duplica

al ver que lleva consigo

bien sujeto por el mango

un afilado cuchillo.

Más horror le entraría

si supiese que el querido,

que él no sabe ni de lejos

que su mujer ha escogido,

en la cocina ha amolado

el acero endurecido.

Lo entierran de madrugada

en una orilla del río.

Ahora el rumor del agua

canta al eterno dormido:

un sueño sigue a otro sueño,

sigue soñando, amigo.

En el pueblo son las fiestas

y baila con su querido

la viuda del que soñaba

viéndote sin el vestido.


Y aquí dejo esta retahila banal, que a veces hago cuando me acuerdo de cho Juan el de las Mercedes. Eran historias similares, pero no tan crudas, las que el buen juglar recitaba en la plaza de Fátima en fiestas de verano, entre el tío vivo, los coches locos, la noria y las casetas de tirar balines. 

Doña Candela alquilaba habitaciones para que los feriantes recibieran de tapadillo a mujeres casadas. Yo solía estar en su casa porque ella me llamaba para hacerle mandados y me dejaba ver la tele.  

En la sala donde estaba la tele, en un cómodo sillón de tres culos se sentaban las tres casadas, Solían ir a casa de doña Candela a ver la tele. En esos días de fiesta iban a esperar a un cáncamo del que yo había sido intermediario. Eran tres los cáncamos. El de la taquilla de los cochitos locos, que me dejaba montar gratis en las horas de menos gente. Fue el primero que entró por la puerta de atrás, a escondidas. No mucho se escondió, que uno de los maridos lo vio entrar, a la casa donde su mujer iba a ver la tele. Llamó por teléfono. Doña Candela le dijo que allí no estaba su mujer. Temiendo lo peor, que apareciera el tío aporreando la puerta, me dijo que saliera y fuese a encontrarlo a medio camino.

¿Y luego?, luego lo cuento otro día si cuadra, y si me acuerdo.   






lunes, 2 de mayo de 2022

a medio medir

 Con mucho trabajo

nos hacemos viejos,

vamos al carajo

todos los pendejos.

Dijo doctor Hegel

rotunda verdad:

--La totalidad

 es absoluto

y es absoluto

la totalidad. --

No lo digas tú

sin autoridad.


Te hablaré de Santa Cruz

de la gesta la ciudad.

Unos miran con nostalgia

el balneario del ayer

y siempre llorando están

lo que se echó a perder.

Cómo defiendo yo

que lo dejen como está,

en este día de hoy

basura nada más?


Que nos quitaron el mar,

se quejan los chicharreros,

no dejan de dar la lata,

no dejan de marear.

Que nos quitaron el puerto

de aquel barco de la luz,

es queja de los pesados

lastres de Santa Cruz.

Todos vienen con el cuento

de que a nuestro parecer

fue mejor aquel tiempo

de ya mojado papel.

Que la plaza toros es

una cochambre absoluta,

una perdida fruta

que no se puede ni oler,

dicen los marabuntas

en la barra de beber.

Yo que sé ver y mirar

digo que hay que saber

que es el ser y no ser

lo que guarda ese lugar.

Es cimiento profundo 

de la Torre de Babel,

es esa letra del mundo

que no se puede nombrar

ni se puede conocer.

Van las moscas a la miel

y el maguante al pasado,

tanto llora aquel ayer

que en ayer queda atrapado.

El pasado ya no existe

y el presente ya se va,

el futuro nunca llega,

todo es nada, nada más.

La nada lo envuelve todo

para parecer que es algo

mientras discuten los bobos

si son podencos o galgos.

Aquel que más nos promete

la vaselina y el talco

en cuanto tiene un buen cargo

es el que come el filete.

Quien atacaba lo negro

y defendía lo blanco

nada más llegar más alto

dice que dijo Diego

dale la vuelta al manto.