sábado, 28 de mayo de 2022

IV

 Yo mismo di parte al comisario. Mire, señor, hace una semana que la maestra pintora doña Rosario Fuentes no me abre la puerta de su taller, soy alumno de la pintora, bla, bla, bla. Al contrario de lo que piensan algunos abogados y Agatha Christie, yo sé que con la policía hay que hablar mucho. Cuanto más hablas, mejor. Yo fui periodista y sé cómo hay que construir una mentira. Miento como los ángeles. Me he convertido en un catedrático de la mentira. Gracias a Melitón (ya le hablaré de Melitón). Este loquinario me informó de que mi carta natal era la carta sin nombre, de los arcanos mayores del Tarot. Me dijo que tenía que tener siempre en la cabeza la imagen del esqueleto bailando con la guadaña. Mi truco es, pues, tener siempre en la cabeza la carta sin nombre. La tuve cuando fui a denunciar el caso. El comisario quedó convencido. La policía científica no vio ni una huella mía en el cuerpo sin vida. Su vida había pasado al cuadro que yo pinté, con la mosca borracha. En un principio, cuando la juez archivó el caso, quise exponerlo, el cuadro, en la sala Cuatro Tablas. Arriesgarme a que descubriesen lo que oculté en mi declaración. Yo la vi morir, yo la pinté, cogí el dinero y me fui. No, exponerlo a la vista del público no, no por ahora. Entre ese público podía estar la juez aquella amargada y no hacía falta ojo clínico para relacionar ese cuadro con la escatología que encontraron lo agentes en el taller de la Cruz del Señor. Escondí el cuadro en el barco de Ricardo Rivero. El San Andrés. Lo embalé de forma críptica y le pedí ese favor a mi amigo. No quiero que mi padre lo vea, le dije. ¿Por qué?, preguntó. Le dije que era pornográfico. Lo cual era medio verdad. El cuadro copia descaradamente el encuadre de El origen del mundo, ese cuadro que el loquero Lacan contemplaba hipnotizado todos los días horas y horas en una habitación cerrada. La copia era el encuadre. Ahí acababa el parecido. El coño de la pintora no tiene tanta pelambrera, es de un vello sedoso, en irradiación luminosa al compás que las alas de la mosca borracha. Quiso Ramiro que se lo enseñase pero, para no tener que hacerlo, le di una razón de peso. Trae mala suerte enseñar los cuadros antes de exponerlos al público. --Si tú lo dices.   

Allí lo dejé. En el vientre del San Andrés. Exponerlo en ese momento hubiera sido una ruina. Nada más conocerse el óbito de la señorita Fuentes, durante un tiempo el gremio de pintores me dio la espalda. Corrieron el bulo de que mis cuadros los había pintado más que yo mi maestra y me desacreditaron. Ya murió la madre de la criatura, decían; a ver qué pinta ahora. Ahora por lo pronto dejé de pintar. Pasé meses asimilando mentalmente las lecciones de Rosario Fuentes. Pintando la mona con los dedos en cualquier superficie o tomando un trago y hojeando el periódico en el bar Castillo, en San Andrés. Cerca del mar, junto a la ruina del castillo que destruyó una barranquera hace siglos. Y de sopetón me salió al paso una amante médico. Trabajaba en el Hospital Universitario de Canarias. El HUC. 

--Yo puedo permitirme el lujo de chupar solo las pollas que me gustan --dijo cuando la conocí con el nombre completo. 

Un BMW paró frente al castillo. Amanecía. Por la ventana del bar la vimos acercarse. Una hambrienta hembra.  Me recordó a Clara Jiménez en sus buenos tiempos, entre la década de los 70 y los 80 del siglo pasado, cuando mi amigo de juventud Roberto Brezal la llamaba por teléfono, desde una cabina de La Rambla General Franco, en Santa Cruz, y le proponía establecer una comunicación. Pero Clara Jiménez, no sé por qué, me prefirió a mí, como entre todos los bebedores del bar Castillo me eligió a mí la choferesa del BMW. Se acercó, me pidió un cigarro y me invitó a acompañarla por la carretera de Igueste, por la franja litoral, con una mar en calma y una luna llena levitando sobre una montaña sin nombre.

--Yo puedo permitirme el lujo de pintar solo los coños que me gustan.

La doctora María Guzmán me dejó pintar el suyo. Una semanas estuve enrollado con ese cuadro. Luego me cansé de su coño y de su perorata.  La médico se había convertido en un coñazo verbal. No dejaba de hablar. No soporto una modelo que no cierre el pico.

--Claro, como tú no tienes que aguantar ocho horas a pacientes gilipollas; como tú vives de una jubilación, y puedes dedicarte a esto, te piensas que en mis horas  libres voy a estar así todo el rato, y luego te vas y ni me tiras un polvo.

Lo malo de los polvos es que no quiero hacerlo con la mujer que escojo de modelo. Por lo menos cuando está ejerciendo de modelo con los cinco sentidos a flor de piel. Esa fue la última lección de Rosario Fuentes. Con mi maestra descubrí que si no tocas a la modelo, la obra --dicho mal y pronto-- adquiere una aroma especial. ¿Que eso no le ocurre a todos los artistas? Puede que tenga razón, pero es válido lo que es válido para mí, porque yo soy el centro del mundo. ¿Usted no?

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