domingo, 29 de mayo de 2022

VI

La excelente acogida crítica que tuvo mi primera exposición, amadrinada por Rosario Fuentes, las magnolias con que me rociaron los artistas crema del gremio, fue solo humacera de farsantes. Cuando el cuerpo de mi maestra  lo metieron en un saco de lona plástica y dos empleados de una funeraria lo llevaron a ser sometido al análisis de los forenses, los mismos que antes me daban palmaditas trocaron sus gestos hipócritamente amistosos en un sincero y frío desdén. Hasta hoy. Hoy me vuelven a sonreír. Ya sé de la pata de la que cojean. Bueno, no todos. TKM nunca me ha sonreído. Le debo una.

Entonces no me sonreía nadie. 

--Ya podías hacer algo útil --me decía la doctora María Guzmán--. Deja el carboncillo y cómeme el coño.

María Guzmán, la médico del HUC, intrigada por mi escaso interés comiéndole el coño, registró mis carpetas y descubrió el pastel. Cuatro mujeres de la vida. Apuntes al natural. Y cada una con anotaciones: texto literal del anuncio, hora y día del servicio, lugar, apuntes psicológicos de cartón piedra y apuntes más serios sobre la luz y los colores. Pude haber negado la realidad de aquellos bocetos, pero ya estaba harto de la medicina de la doctora María Guzmán.

--Qué es esto? --dijo con voz seca.

--Emanaciones divinas --dije, sonriendo, recordando las paridas, lo que yo entonces consideraba paridas, de Melitón.

Rompió a reír como una loquinaria. 

--Devuélveme las llaves y márchate de aquí. No te quiero ver más.

Le devolví las llaves. No supo que yo había hecho copia de esas llaves. La de la entrada al piso y la de la entrada al edificio. Me fui. Seguí trabajando en La Laguna con modelos que recibían solas. Sara brasileña espectacular, Monique francesa deleitosa y Li oriental misterio. Alguna, cuando en vez de treinta le pagaba cincuenta euros y le explicaba mi depravación, lo que yo quería que hiciese, ponía mirada de hay tíos para todo y cada día aprenderás una cosa más. El rolo de la brasileña era espectacular y consistente, el de la francesa extraña,emte dulce y el de la oriental el más gracioso, cagada de cabra de monte, pequeñitas formas, ásperas e inmoldeables. Con la brasileña tuve que esperar al tercer servicio para que estuviese en condiciones de complacerme; trecientos euros me costó al complacencia. Con la francesa, cien; y con la oriental, no más de cincuenta. Fue con la que repetí visita cuatro veces y dejé sin más bocetos a las otras dos. Disfrutaba soltando cagarrutas por el culo, aquella mujer de culo amarillo y cagadas enanas, negruzcas y musculosas.

En La Laguna estuve trabajando hasta que maté y robé a la doctora María Guzmán y maté a la estudiante de danza Elba Padrón. Antes de conectar con la estudiante, cuando mis manos no estaban bocetando en una habitación privada, mi culo estaba sentado en un bar de La Laguna frente al edificio donde habitaba la doctora, vigilando sus entradas y salidas y los movimientos de las persianas y las cortinas en las aberturas de su piso. Una vez me dio por entrar en el Ateneo. Literatura y Pintura, decía un cartel anunciador. Curiosidad me entró. Entré y subí al salón de actos. Fue cuando conocí a la estudiante de danza Elba Padrón. El escritor Agustín Pacheco en la mesa de conferencias comentaba un cuento de Poe: un pintor le robaba la vida a la modelo, como si en lugar de robar los colores de la paleta los hubiese absorbido de la propia mujer que posaba. Mientras el cuadro cobraba vida, ella se iba a la muerte. 

En un asiento vacío que estaba a mi izquierda, se sentó Elba Padrón.

--Yo soy estudiante de danza.

--Me gustaría verte danzar. 

Me llevó a su hábitat de estudiante  a enseñarme su arte. Elba Padrón era de Las Palmas. Estudiaba en Tenerife. Dejé apalancada las visitas discretas a profesionales de 30 o 50 euros. Cuando no estaba entre las paredes de Elba Padrón, volvía al bar enfrente del edificio de la doctora del HUC. Conocía sus horarios y sus costumbres. María Guzmán nunca hubiese entrado en un bar tan cutre como aquel. Durante un tiempo la vi llegar a sus dominios siempre acompañada. Hasta que una noche llegó sola. La imaginé abrir la ducha, calentar comida en un microondas, ver un rato la televisión y meterse en el sobre. Visualicé el salón de su piso. Su especialidad era la cirugía y el salón estaba decorado con una colección de herramientas quirúrgicas. Mientras trabajé en las estancias de María Guzmán, ponía a secar los pinceles al lado de las vitrinas del salón, para que se contagiaran de la fuerza y la impecabilidad de aquellas herramientas. El bar estaba a punto de cerrar. Saqué de un bolsillo la copia de las llaves... 

¿La historia de mi vida? ¿Por qué me interrumpe con la historia de mi vida?  A los 22 años de edad abandoné Tenerife. Me fui al norte de España. Trabajé en el periódico. Hasta que conseguí la jubilación anticipada y me fui con la mujer de Donostia. Era una viciosa del sexo. Me agotaba, tenía un ritmo que me dejaba grogui. A esa mujer, sin embargo, le debo que me entrase el coraje suficiente para hacer el papel de loco y mandar al carajo el periodismo. El amor hace valiente al indeciso. Tiene sus virtudes, el amor. El amor, sin embargo, se fue por el sumidero. La ninfa del bosque no tardó en hacerse harpía, exigiendo mete-saca mañana, mediodía, tarde, noche y medianoche, Agotador. Abandoné San Sebastián. No le dejé ni una nota de adiós. Volví a la ciudad donde había trabajado 25 años. Me encontré con que todo el mundo estaba al tanto de mis artimañas para pasar por loco. ¿Qué hice para hacerme el loco? Una semana bebiendo café sin parar. Hasta que llegó el día H. Con una gabardina deshilachada y un suéter sucio y unos pantalones que arrastraban las perneras por debajo de los zapatos, uno negro de marca y otro barato y roto, fui al examen psiquiátrico y entregué a una enfermera una tonelada de periódicos viejos, de la época de la linotipia, como si fuesen documentos secretos de la OTAN. Logré la jubilación anticipada.

Un par de meses me mantuve agarrado aún a aquella ciudad.  Conocí a fondo a una urbanista a la que en algunos de mis artículos había puesto como una luminaria de la eficacia y la honradez. En lo de la eficacia exageré pero casi no mentí. En lo otro mentí totalmente. Los billetes que ella misma me pasó por debajo de la mesa en cierta ocasión, fue suficiente como para que me esmerara en mentir con el sonido de la verdad. Tenía cargo directivo en el Ayuntamiento y pocos escrúpulos. Aprobaba o negaba proyectos según la leche que soltara la vaca. Viví dos meses con la urbanista. Una vida agradable. Excelentes comidas, conversaciones arquitectónicas y polvos tranquilos con luces de velas aromáticas. Jauja. Hasta que ella conoció a otro más dotado que yo y me dio el pasaporte. Saqué un billete de avión y regresé a la isla.

La relación que me quedaba con el oficio literario se reducía a los antiguos amigos isleños. Roberto Brezal publicó un libro de relatos. Su inspiración, que la tuvo, se había convertido en vanidad hueca y ese libro es intragable. Me preguntó que me había parecido y le dije que era un coñazo. Perdí su amistad. Domingo Altares publicó una novela. No pude pasar de la página 5. Perdí su amistad. Ramiro Rivero aún no había publicado nada nuevo. Conservé su amistad. Ramiro Rivero era una persona con la que podía hablar. Por la boca muere el pez, pero hasta que muere, por la boca vive. 

En fin, así era mi vida cuando conocí a la danzarina Elba Padrón. Le atraían los hombres mayores. Me gustaba esa joven, me compenetraba con ella. Ganas tenía de terminar pronto el tinglado que tenía entre manos y volver a verla. Abrí la puerta del edificio de María Guzmán. Subí por la escalera, sin encender las luces. Metí la llave en la cerradura de la puerta del piso. Tampoco encendí las luces. "¿Tú aquí?", fue lo primero y lo último que dijo cuando la desperté.  Después del toletazo, cogí su cuerpo en peso, inerme y callado, y lo senté en su sillón preferido e hice varios bocetos. Luego la dejé sentada allí, con los ojos abiertos, que parecían de cristal, y allí la dejé mirando el infinito.  

Tal como había entrado, salí a la calle con ganas de celebrarlo con Elsa Padrón. Pero encontré a una bailarina que no estaba para celebraciones. Estaba con los ojos llorando, inclinaba el rostro sobre un pañuelo empapado en lágrimas. Torpe de mí, había dejado el móvil en su habitáculo alquilado y se dio gusto mirando la pantalla. Hasta que perdió el gusto y se puso a llorar. "¿Para qué quieres esos guantes?", gimoteó al observar que, en lugar de apaciguarla con consoladoras explicaciones, me cubría las manos con guantes negros. "Para asustarte mejor", le dije, y dejó de llorar.

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