domingo, 12 de junio de 2022

revisión

12-06-2022

 Fui al capítulo IX y lo vi flojo y desconectado del resto. Una estampa de Pedro Paramo que me salió al paso lo salvó. Es un episodio donde la novela de Juan Rulfo deja oír a una muchacha que se acuesta en la cama de su madre que... Lo puse en la revisión. En negrita. (Prefiero la negrita a la cursiva. El texto ajeno queda más solido y brillante, las palabras son como el abanico de luz de un faro.) El tema de la madre del narrador en lo que trabajo tiene su importancia. Y la sigue teniendo en el capítulo IX. Pedro Paramo le salvó la vida. Qué cosas. El caso es que volví a la novela mexicana. El tema principal, y no me había dado cuenta, es el de la madre-hijo y el del padre-hija. Si no fuese por el modo en que Rulfo lo escribe, Pedro Páramo sería un melodrama, un melodrama para mayores. Juan Rulfo rescata el sonido de la tragedia griega. Ese hombre era un brujo. El escritor de Charco del Pino tiene algo de Juan Rulfo. Tiene lo principal. Tiene el sonido. Pero añade demasiados ruidos, poéticastramente innecesarios y molestos. Juan Rulfo no tiene ningún ruido. La música fluye sin interrupciones poéticas. Y es también, la novela Pedro Paramo, canto de iglesia, cantares de mujeres que van a la iglesia. El cura que confiesa al mismo demonio es un personaje como si fuese el eje del carro, el movimiento de la novela. Las relaciones de vida y muerte de hijo-madre y padre-hija. 

Nuevas notas las pondré aquí. No puedo alejarme. Ahora me toca el X. Todo se andará.

Las referencias literarias deben, en lo posible, quedar explicitas. Por ejemplo el recurso de nombrar a los personajes con nombre y apellido es una marca de la literatura de Ignacio Gaspar. Lo más sencillo es que Ramiro Rivero esté leyendo una novela de Ignacio, un párrafo que encaje en la novela, y él se queje de ese recurso de nombre + apellido. 

Melitón, que no existía ni por asomo, se puede convertir en un personaje clave que indique la alquimia de la escritura: convertir la mierda en piedra preciosa, si es que puedo lograrlo  

*


El discurso sobre la figura de la madre es importante. El yo narrador se sale de la película Misión de audaces, de John Ford, cine de los domingos a las cuatro, cuando ve la escena donde el coronel atiende a un joven soldado que siente que va a morir y este le dice: --"Escriba a mi madre, coronel. Se lo agradecerá mucho". Otra escena anterior, de madre e hijo, es cuando la madre saca a empujones de la fila de los confederados, tropa formada por niños, a su hijo: --¿Qué quieres, que te maten como a tus hermanos?". 

En un artículo de Millás hay un detalle que pega también en la novela: cuando dice que seguramente se comió al hermano en el vientre de su madre, y ahí empezó su canibalismo, "porque todos los neandertales somos caníbales por naturaleza".

*

Capítulo donde la doctora se acerca al bar Castillo en su cochazo y después que le dice que ella elige las pollas que quiere chupar:

Pronto el auto empezó a rechinar los muelles hasta convertirse en un tormento para los amortiguadores.

*

No sé si hacer intervenir al autor, yo, y aprovechar la primera frase del blog de Ramón Herar, en la última entrega: "¿Y por qué no cuentas la historia como fue?". Continuar.

Porque yo no soy quien vivió esa historia. Pero me hizo recordar a una doctora, cubana, conectada por internet, que fue a visitarme a San Andrés en un Mercedes descapotable, de lujo, y la llevé a tomar un café al Don Tenorio. También tiene su historia esta doctora y yo, de un humor casi digno de Plauto, en contraste con el gore de la novela. "El 2 es el número del arquero": la relación (sus historias) entre el personaje que mueve la novela y el autor que la escribe. 

Metáfora oportuna: la de las muñecas rusas, pero solo que al abrir una muñeca no aparece otra igual, sino otra completamente distinta. La novela de Stevenson El doctor Jekyll y mister Hyde  ilumina la relación de autor-personaje. 

¿Líneas paralelas que nunca se encuentran? "Se encuentran en el infinito", era la definición de las líneas paralelas. Un autor debe tender al infinito, a ese encuentro que sólo tiene lugar en el infinito. Es lo que dice don Juan a Carlitos en Viaje a Ixtlán.

No sé si el personaje o el autor reflexiona sobre las dos reglas básicas de la aritmética: la suma y la resta (la multiplicación es una suma y la división es una resta). ¿Dónde se encuentran la suma y la resta? La multiplicación (la suma) avanza hacia el infinito, y la resta hacia el 0. Si cero es igual a infinito, las líneas paralelas que van en sentido contrario se encuentran ahí. Lo que hay que ver es cuál es el 0 o el Infinito de la relación entre autor y personaje.



jueves, 9 de junio de 2022

paréntesis

 Abro un paréntesis para reflexionar un poco sobre este trabajo ingrato. Es más agradable contar cosas reales, del día, sin estar uno metiéndose en una literatura falsa (con trabajo puede que al final suene a verdad, con trabajo y algo de inspiración). Si los asesinatos son reales (reales en la ficción narrativa) hay que hilar mejor. Durante este tiempo --con la película Belle de Jour y con un cuento de Marcelino Marichal: Domingo Ladrillo-- he barajado la posibilidad de que esos crímenes y encuentros sin crímenes, estén solo en la fantasía del narrador, por lo demás sometido a una vida rutinaria, repetitiva y con poca validez para nadie, ni para él mismo. De ir por este camino, más que la película de Buñuel o el cuento de Marcelino, tendría que ampararme en los recursos que emplea Juan Royo en La gesta, donde la fantasía es tan real, o más, que la propia realidad. 

Otro cabo suelto, apuntalado pero aún sin fabricar como es debido, es el propósito del narrador de convertirse en mujer. Tema en el que se puede caer en una truculencia más grave que la de los mismos asesinatos. Si no lo resuelvo, tendré que quitarle al narrador ese propósito o recurrir, sin caer en magisterio, al antiguo psicoanálisis: La connivencia que hay en todo ser humano del ánimus (masculino) y el ánima (femenino). 

Que Carmen Elena sea asesinada puede caer en una farsa facilona. Quizá es preferible abandonar esa variante y elegir un final abierto, con esa mujer viva y coleando. 

También por ahora ha quedado colgado, sin resolver la ecuación, lo que acontece con  Esther Primavera.

Y con la hermana de Ramiro Rivero. Ya la tenía olvidada. 

miércoles, 8 de junio de 2022

XVIII

Lunes. Día de la luna. No podía ser otro. Me di una ducha, me vestí de bonito y cogí la guagua de las nueve. A la diez ya estaba en La Gramola, hora y lugar de encuentro. A los cinco minutos apareció Carmen Elena. Deslumbrante. Había pasado por la peluquería. ¿Trajiste el dinero?, preguntó. ¿Qué voy a traer si no? Sonrió. Bebía ginebra con tónica. A mitad de la segunda copa, se hizo la diletante.

--No sé si debo pedirte que me acompañes a mi casa.

Fuimos a su casa. ¿Describo su casa? ¿Para qué? Ya lo hizo Ramiro Rivero en El fuego. Su voluntad de estilo la empleó a fondo. Yo lo haría peor. Lo mejor era ella misma. No se andaba con preludios ni medias tintas. 

Carmen Elena es una acróbata de ágiles y peligrosas volteretas. Caminaba sobre las manos, con la falda caída hacia abajo. En sus mejillas fluía sangre ardiente y oscura que resaltaba aún más el brillo de sus ojos abiertos. Sus piernas se separaban como brazos de mar y una agitación inquieta agitaba sus pechos tras la tela de la falda. Lástima no tener el bloc ni carboncillo en ese momento. Pero tomé apuntes mentales.

Además, es una mujer cultivada. En su mesilla de noche, la novela  Afrodita. Abierta por las páginas 56-57. Leí dos líneas mientras ella abría la gaveta de la mesa noche y sacaba un condón. La cantante miró y vio a lo lejos una mujer que caminaba rápidamente por el muelle. No supe pero supuse qué haría aquella mujer caminando rápidamente por el muelle. No tan rápidamente se movía Carmen Elena en la cama. Tenía el ritmo perfecto, la cadencia apropiada. Y la voz cantarina con la música de Mambrú se fue a la guerra. Follar con una artista de la acrobacia era como estar levitando en Puerto Marte. Ejerció sobre mí un hechizo que nunca antes había sentido con ninguna otra. Me sentí como un pajarito hipnotizado por una víbora. Tenía que pintarla muerta, quieta, con los ojos abiertos. Sumar ese cuadro al de María Guzmán y al de Elba Padrón. No hay dos sin tres.  Me acordé de Melitón y sus naipes. La carta del Colgado se me metió entre ceja y ceja. Miré el techo. No había nada en donde poner una soga y amarrarle un pie. 

--Eres mejor amante que Tkam. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto con un hombre.

--¿No disfrutas con Ramiro?

--Se esfuerza pero la tiene pequeña, no me da el gusto que yo necesito.



XVII

La ocasional modelo no asesinable, me preguntó si quería pintarla con hábito de monja. Me sorprendió y admiré cómo aquella mujer, de muy buen ver, organizaba su negocio. Me dijo que estaba al tanto de todas las perversiones y desviaciones del ser humano. Me mostró en su armario una respetable colección de uniformes que usaba según el cliente. Tenía uno de militar que era el preferido de un sacerdote que la visitaba una vez el mes. Otro de jueza, delicia de un político masoquista que quería ser castigado por corrupto. Era habladora. Esta vez no me importó que la modelo no guardara la lengua  en el estuche. Es más, la sonsaqué. Le pregunté si no tenía problemas con los vecinos. Me dijo que no, porque el piso de arriba estaba vacío y el de abajo nadie lo quería alquilar porque allí habían muerto misteriosamente su propietaria, una médico muy simpática, muy agradable, muy buena persona y muy moderna. La echaba de menos. Yo también, estuve a punto de decir. Para evitar delatarme con un lapsus verbal, decidí que cambiase de conversación. Me acordé que llevaba en la bolsa de tela el libro que le robé a Elba Padrón. Se lo di y le dije que lo leyese como si fuera el catecismo. ¿No tienes una banqueta de tres patas?, le pregunté.  Dijo que de tres no, que de cuatro. No todo es como debe ser. En fin, a falta de tres había que aceptar cuatro. ¿Qué leo? Lo que te salga. Era metódica, empezó por el principio. Por el prólogo.

--... Al profundizar en las capas más profundas y oscuras del ser humano y en las manifestaciones más misteriosas de la vida, E.T.A, Hoffmann roza lo siniestro, que aletea de continuo a nuestro lado, no solo en nuestra propia personalidad sino en el mundo circundante. ... La ironía distanciadora libera al lector del terror fatal que podría aniquilarle, al quedarle la duda de que todo puede ser una simple broma de una conversación entretenida.

Había contratado un servicio de media hora y ya se estaba esfumando el tiempo. No me costó pagarle una hora más y que pasase del prólogo al cuento de E.T.A. Hoffmann. Habla de un muñeco articulado que podía ver en tu intimidad como quien lava, y de una muñeca articulada con tan bella voz que por ella casi pierde la razón uno de los personajes del cuento. Cuando llegó a la última página, expresó que le había gustado mucho, la había impresionado, y me pidió que le regalase el libro. 

No se lo regalé. Supuse que el libro conservaba aún las huellas de su antigua lectora. Una mujer de quince años con una plasticidad danzante extraordinaria. Vuelve otra vez cariño, me dijo la profesional de numerosos atuendos.  El libro lo devolví al cuartito de la azotea de la casa de mi padre, y lo ocuté donde tenía escondidos los billetes que le robé a la doctora cirujana María Guzmán. Algunos mese habían pasado desde entonces y mañana era lunes. El día de la cita de negocios con Carmen Elena. 

martes, 7 de junio de 2022

XVI

 Ariadna Herrera fue la única pintora con título de bellas artes que comprendió al artista que llevo dentro. Afortunadamente, no conoce mis secretos. La única que conoce mis secretos es Carmen Elena. Esta no me era totalmente desconocida cuando Ramiro Rivero le dio el jaquimazo a Tkam en el Liceo Taoro. Ya la había visto y oído un día de marras en La Orotava en la finca del cuñado de mi amigo, con la punta del Teide luminosa sobre una corona de nubes y las parras verdeando bajo el sol. En la finca corría el vino. El cuñado quiso enseñarme su biblioteca. Me dio por hojear las cartas de Van Gogh a su hermano. Le mostraba su anhelo de aprender de todas las inexactitudes, todas la anomalías, las modificaciones, los cambios de realidad, para que salgan mentiras, por supuesto, pero mentiras más verdaderas que la verdad misma. Me enfrasqué en las lectura de las cartas de VG y aquel día de marras poca atención le puse a Carmen Elena. Eso fue pocos días después de la inauguración de la exposición de Ariadna Herrera. El único momento en que miré especialmente durante medio minuto a Carmen Elena en la finca de La Orotava, fue cuando preguntó a  Ramiro Rivero, de malos modos, qué diablos había ido él a ver en aquella exposición.

--Los cuadros --dijo él.

--Ya vi lo bonito que te parecieron los cuadros en el artículo que te publicaron en  el Diario de Avisos. 

Riña de enamorados, deduje. Ella le sonsacaba para luego pasarle por los morros que su amigo Tkam le había contado...

No sé lo que le contó Tkam. Me aparté hasta la sombra de un limonero a seguir leyendo las cartas del pintor holandés. 

¿Tkam?  La noche de la exposición de Ariadna Herrera tuve que empujar a Ramiro Rivero adentro de la sala porque se puso reacio a entrar cuando se enteró que la exposición la presentaba Tkam. No quería ver a aquel sujeto ni en pintura. Desde que se enteró que Tkam estaba allí, se quiso ir. Tuve que empujarlo.

--Me tiene la cabeza loca con ese tipejo.

--¿Qué tal pinta ese hombre?

--Ella tiene dos cuadros en su casa. No lo soporto. 

--¿Por qué no la dejas en banda? ¿Qué sacas tú de esa relación?

--Carmen Elena tiene un verbo florido.

Quizá quiso decir coño florido, pero lo tomé al pie de la letra.

--Tienes San Andrés. No necesitas salir del pueblo para tener todos los verbos floridos.

--Sí, es verdad... Oye, esto es bueno --dijo, fijándose en uno de los cuadros mientras Tkam en su papel de presentador pronunciaba palabras de bombo y platillo. Yo me fijé en él porque hablaba croando y miraba con desprecio a todo el mundo. Cuando Ariadna Herrera me lo presentó, corroboré que era un individuo neurótico, engreído. Me interesé hipócritamente por su arte y croó que su tema era el mar de Tomás Morales con los colores de Néstor de la Torre. Dijo. 

--Él también es pintor --me señaló Ariadna Herrera. 

--Sí, ya lo sé, lamentablemente. No pude soportar su exposición de pinturas reales. No me interesa su estilo.

El tipo me dio la espalda. 

--Disculpa a mi amigo --intercedió Ariadna Herrera--, Está en tratamiento psiquiátrico. 

Ramiro Rivero se acercó a nosotros y, mientras lo hacía, dio un hombrazo brusco, intencionado, a Tkam. Ni pidió disculpas. 

--Te presento a Ramiro Rivero --dije.

--Te conozco de leerte. Leí tu libro El fuego. Me gustó muchísimo.

Los dejé conectados. Hacían buenas migas. Yo me limité  a sorber un vino blanco y videar de reojo los movimientos de Tkam. "Al enemigo hay que conocerlo", solía predicar Ramiro Rivero. Me apliqué el cuento. Vestía de lujo, zapatos puntiagudos, corbata verde y camisa de diseño oriental. Correteaba de un lado a otro hasta que se aquietó, con una sonrisa de desprecio metafísico. 

Me pareció miel sobre hojuelas que esa noche Ramiro Rivero se quedase en La Laguna con Ariadna Herrera, indagando en lo que mostraban los cuadros de la pintora. Debieron hablar mucho de pintura. Dije adiós y los dejé mirándose los dos a los ojos. Cuando llegó las once de la noche, yo tocaba a la puerta de un sexto piso en la avenida de La Trinidad. Me abrió una mujer agradable. Le expliqué lo que yo quería. Aceptó.

lunes, 6 de junio de 2022

XV

 Pensé en mi madre como la primera mujer de mi vida. La Madre es una marca del Tarot, dice Melitón. Él habla con su madre mientras le cambia un pañal y luego la limpia con un paño mojado y la seca con una toalla no mojada. Termina cuando el café está listo. Me entra una curiosidad repentina y estoy a punto d preguntarle si las cartas pueden decir por qué murió mi madre. ¿Fui yo el culpable? Se me pasa la curiosidad. Prefiero no saberlo, como un niño que percibe la presencia de una sombra y cierra los ojos para evitarla.  (1).

Marcel Rivero le pide que le haga el juego de los cuatro dioses. Quería saber si podía surgir alguna luz en las tinieblas. Cayó la carta de La Torre. Con una navaja picó tres rayas . Una se deslizó desde el pie izquierdo del personaje de la izquierda hasta la forma de feto en la llamarada que abre la corona de la torre. Pensé en el castillo de San Andrés, atacado por las aguas que llegaron de arriba. Lo que en cambio destruía a La Torre era la magnitud del fuego interior. Pensé. "La torre destruida por el rayo", comenté en voz alta mientras con un rulo borraba de sobre el fuego de la torre una de las rayas blancas. "Destruida pingas en vinagre", dijo Melitón. "No soporto los tópicos", dijo. "El significado esencial de la torre es una polla empalmada eyaculando fuego para preñar el cielo", Se despreocupó de mi tópica ignorancia, y miró hacia la arrugas de la frente de Ramiro Rivero. 

--Te mata la curiosidad del niño por las cosas secretas y prohibidas que hay detrás de la puerta cerrada. Quieres abrirla. No con una llave, sino a patadas, como un loco desesperado. Tú verás.

Por cambiar de tema o por interés, le dije a Melitón si las cartas decían algo sobre los famosos crímenes de La Laguna. Tiró dos. Salieron la carta sin número y la carta sin nombre. "Curioso, complementaria geometría", comentó Melitón. Quise indagar qué quiso decir con eso, pero me dio largas. Y Ramiro Rivero lo apuró a que le mostrase el segundo dios. Salió La Papisa.

--Lee, lee lo que está en el libro --señaló Melitón, como si Ramiro Rivero pudiese leer lo que leía la papisa. Melitón parecía leerlo claramente.

--Mal vas si persistes en enviarla a la horca, a la cámara de gas, a la silla eléctrica o al pelotón de fusilamiento.

--Los mil euros. Me gustaría metérselos por el culo --gimió Ramiro Rivero.

Melitón tiró otra carta. La Emperatriz nos miró como mira la Gioconda del Prado, como un lejano narrador de circo que imagina a su público como sacos de mierda.

--Tú Carmen Elena no pinta nada en esta jugada. Esperemos a ver la siguiente carta. Por ahora, lo que estoy leyendo es que sientes por tu hermana un intenso deseo. 

--Odio a mi hermana.

--Claro --dijo Melitón--. Mataste a tu padre mientras la estaba violando y ella no te lo ha perdonado. 

Yo dejé de hacerle caso al tarotista.  A unos locos les da por lanzar piedras, a otros por matar y a otros por tirar las cartas del tarot y creerse mensajeros de Trismegisto, Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Es de San Andrés de siempre, con los cascos derretidos por los solajeros de los veranos. cuando el barranco está seco y los laureles de india se inundan de semillas, como higos pequeños y endurecidos que caen lluviosos al suelo y es desagradable pisarlos.

Demasiada tensión. Ramiro Rivero se puso furioso con eso de que quería follar con su hermana  y que macheteó a su padre no para defenderla sino para ocupar el lugar de su padre, y quiso hacerlo pero no se atrevió. Mejor dejar pendiente el cuarto dios. Fuertes dioses. A cual peor. Ramiro Rivero no quiso tampoco ver el cuarto dios.

--Ya le dije que va mañana, con los mil euros. Gracias, te debo una.

--Me debes mil. 

--Tarotistas son los que tarotan --se oyó a Hansel, que entraba en ese momento en el choso donde Melitón vive con su madre, atraido por el olor del café. 

Melitón dio por concluida la jugada y guardó las figuras de Marsella en un saquito de trapo, al que hizo un nudo, como la madre de Ramiro Rivero, ahora en el asilo de Santa Cruz, solía hacer con un pañuelo de sonarse los mocos. El pañuelo no sé si lo seguirá teniendo. Un día fuimos a verla y no me fijé. Quise hacerle un boceto en una hoja del bloc pero no me dejó. Eso no mi niño, me dijo. Todavía tenía la cabeza sobre los hombros. 

Pusimos fin a rayas y arcanos, dejamos a Melitón en sus cosas y nos fuimos al bar Castillo. Por el camino, entre el rumor del viento en el barranco, pensaba en María Guzmán y en Elsa Padrón. Pensaba con complicaciones mentales, por culpa de Melitón. ¿Vi yo en la figura de María Guzmán una madre y en la de Elsa Padrón una hija? A una le robé dinero. A la otra no. Bueno, a Elba Padrón también robé. Un libro. Dinero tenía poco. Treinta monedas. Allí las dejé. Tampoco me llevé dos billetes de cinco euros. Los puse bajo sus manos posadas sobre sus rodillas. El listillo que dedujo que el asesino de la estudiante y de la doctora es la misma persona, ¿no ha caído en la cuenta de que una de las víctimas fue despojada de dinero y la otra no, en absoluto? Lo único que puede hacer sospechar que hay un mismo asesino en los dos crímenes son las huellas. Si han investigado las huellas y encuentran las de una misma personas, las mías, en las estancias de una y otra, estoy perdido. La inquietud me atormenta. Mejor no pensar. Si descubren mis huellas y vienen a interrogarme, la inquietud me perdería. Tengo que estar tranquilo. ¿Que las conocí? Sí. ¿Que las maté? No. 

--Ese idiota me ha hecho recordar que el machete me lo robó mi cuñado.

--Saliste bien del juicio. Te defendió tu cuñado, demostró que es un buen abogado --le decía Hansel.

Ese suceso, la muerte de un padre mientras violaba a su hija, hacía quince años que había sucedido. El que pronto sería cuñado de Ramiro Rivero, el abogado que lo defendió, contrató a Hansel como testigo para que declarase que había visto a alguien salir a todo gas de aquella casa empuñando un machete. Como esa noche había luna nueva y hubo apagón en el pueblo, no le pudo ver la cara al criminal y su silueta y su forma de moverse no era de San Andrés. Su hermana declaró que entró en la habitación después de su hermano, que en ese momento encendía una vela y... no declaró más. El llanto y los nervios la libraron de entrar en detalles. Ramiro Rivero salió libre sin cargos. Lo siguiente de esta historia --según me la contó Hansel-- es que Ramiro, en vez de deshacerse del machete, lo guardó en su habitación. Lo puso en su cuarto sobre la cabecera de su cama. Hasta que un día su cuñado entró en su cuarto, dijo que eso no podía estar ahí y se lo llevó. ¿Dónde está ahora ese machete? ¿dónde lo tiene escondido ese hijoputa? Es lo que ahora le preocupa a Ramiro Rivero.

--Tenía que habérselo preguntado a Melitón. Vayan ustedes al Castillo. Se lo voy a preguntar. Es la carta que falta, supongo.

Regresó a tocar la puerta de Melitón. Al rato lo vimos entrar en el bar Castillo, con cara de no saber todavía dónde el marido de su hermana tenía escondido el machete con el que mató a su padre. Le preguntamos qué carta le salió.

--El Diablo.

--El Diablo no sé, pero hoy es cuando la Diabla anda suelta --dijo Hansel.

 


domingo, 5 de junio de 2022

XIV

Esther Primavera:

Me vas a odiar, pero me da igual, Te he mentido y no siento remordimientos. Me importa un carajo que me odies. Esta noche de luna llena imagino tu cuerpo que no conozco. Lo único que importa es las excrecencias de tu cuerpo. Te elijo a ti para usarte como se usa una lata de cerveza. Yo soy inculto y grosero. Y además soy un asesino. Mi mejor arte es la muerte de la modelo. No te daré tiempo de verme antes de matarte.

   

Aquí dejé la carta a Esther Primavera. No la terminé, así que nunca la puse en correo. Si lo hubiese hecho, la hubiese copiado en papel sin huellas con una máquina de escribir, de las que ya no se usan, que guarda mi padre en el cuartito de la azotea. En los cuadros en que las modelos fueron la doctora María Guzmán y la estudiante Elba Padrón, estas posaron sin anuncios previos de que iban a morir (aunque la doctora lo previó seguramente un minuto antes). Ahora necesitaba a una modelo que se sintiese amenazada. Pero el sentido común me hizo desistir. Una cosa es lo que uno desea y otra lo que uno puede hacer. No podía mandar esa carta, por muy anónima que fuera, sin que la víctima pusiera a la policía en sobre aviso. Tener a la policía vigilando no me hizo gracia. Un asco tan lleno como la luna llena me inundó el ánimo. Recordé al escritor del movimiento fetasiano Antonio Bermejo. Dijo que escribir era sufrir. Quizá por otros motivos, ajeno a los sentimientos del autor de La lluvia no dice nada, le di la razón en aquel tiempo en que decidí dejar de ser periodista. Me harté de la diarrea verbal que enfermó mis antiguas dotes de escritor. si es que las tuve. Sin embargo, en el ejercicio de la pintura nunca he sufrido, ni con las vivas ni con las muertas. Las vivas son las putas a las que pago el precio del servicio. Aunque hubo una que no quiso cobrarme, no permití ese sentimentalismo. La obligué a guardar el dinero en sus manos. Fue la única vez que la toqué. Mi maestra Rosario Fuentes fue quien me enseñó el zen del deseo. La contención del deseo se hace realidad sobre el lienzo. Cuatro Tablas tiene todos esos cuadros vendidos, a una media de 3.000 euros cada uno. No está mal. Los cuadros que Ramiro Rivero me guarda en su barco, cuando los exponga, multiplicará por diez esa cifra. Los que aún me critican por no ser un pintor bellas artes, se comerán los mocos. Los cremas del gremio que me miran por encima del hombro, se tirarán por un puente, se ahorcarán o se pegarán un tiro.

En el bar Castillo la cosa tranquila. Ramiro Rivero embebido en sus pensamientos. Volvió a la realidad cuando me vio entrar. 

--Te agradezco los mil euros. Me dijo que lo llevases el lunes.

Se asomó a la puerta y se puso a mirar el castillo, la antigua torre militar derrumbada por una barranquera. 

--Mi cuñado dice que el castillo hay que recomponerlo.

--Sí, hay que armonizar esa ruina.

--Yo no sé. Da igual lo que hagan, ese castillo ya está muerto.

--¿Qué dice el periódico? ¿Sale algo nuevo de la agresión en el Liceo?

--Tkam está en el hospital. Aún no ha prestado declaración. Eso me dijo. ¿Tú crees que me vería?

--¿Qué más da? No te conoce.

--No, sí me conoce. Él presentó la exposición de Ariadna Herrera. ¿No te acuerdas?

No me acordaba. Pero sí, me acordé. Ariadna Herrera fue la única artista con prestigio que no me ofendió cuando se fue al otro mundo Rosario Fuentes. Ariadna Herrera había sido alumna de Rosario Fuentes. Sabía lo que había de su antigua maestra en mis pinturas y lo que no. Y lo que no había era más valioso que lo que había. Tiene visión Ariadna Herrera. No tiene el gusto en el culo, como todos esos Bellas Artes pasándote el gusto por las narices.

Aquel día de marras, el de la exposición de Ariadna Herrera, animé a Ramiro Rivero a subir a La Laguna a ver la exposición de Ariadna Herrera. Aún él no había entrado en relaciones con Carmen Elena. Yo creo que Tkam aún tampoco la había abordado. En aquel entonces ni la conocía, seguro. A quien sí quiso abordar aquella tarde noche fue a su presentada, pero se quedó con el deseo frustrado. Por lo menos esa noche. Voy por partes. 

Aún en San Andrés. Ramiro Rivero miró la foto de la pintora en el centro de una entrevista que publicó El Día. No me hizo falta insistir para que subiéramos a La Laguna. Jacob, el muchacho que trabaja de día en el bar Castillo, no se opuso a que yo desvalijase de El Día la página de contactos 07. 

--Esta noche, de putas. A ver si me traes una para mí --comentó Jacob.

Aunque no era habitual que pusiesen fotos de esas en El Día, ese día sí había una con foto y casualmente era de La Laguna. Doblé la hoja del periódico en tres. La otra página era de esquelas. Casualmente la foto de un difunto, su rostro, quedó al pie de la foto real que ofrecía un servicio 30 euros media hora. Hasta otra, le dijimos a Jacob y salimos del bar Castillo. La fachada acristalada de la sucursal de Cajacanarias en San Andrés, en la calle de la muralla, reflejaba, casi convertido en un boceto, el automóvil de los años cincuenta, el chevrolet, que aún subía por las cuestas isleñas con un desparpajo insultante. Del laurel de india sobre el coche habían caído numerosas cagadas de aves. Las cagarrutas relucían en el techo, en el parabrisas y en un retrovisor con más intensidad de lo normal. Aquel día Ramiro Rivero había movido a media mañana el chevrolet hasta la plazoleta, la plaza de Las Adelfas. y con una manguera que mi padre tiene en el patio de afuera, le pasó un agua. Cagadas anteriores ya habían corroído la pintura granate del coche. Islotes de óxido cubrían el techo del chevrolet. Hay ruinas que son nobles y doblemente bellas. Ese rodante tenía impresa esa nobleza, como un poema de Esther Primavera en el móvil de Ramiro Rivero. Un mensaje que aún no había borrado, de tiempos antes del suceso con su novela enviada a Las Palmas, esa estupidez de mandarle una obra grosera a un alma sensible. Me siento a tus orillas / estoy frente a ti / y de pronto al instante / solo deseo beberte. El suspiro de mi amigo cuando borró el mensaje, hizo temblar las ramas del laurel de india. 

--¿Qué hora es? --pregunté.

--La hora en que las nubes se encogen y se aíslan de las demás. no sabiendo si ir cada una por su lado o juntarse todas...

--Hay alerta naranja.  

--Esperemos llegar antes a La Laguna. El parabrisas no funciona muy bien.

La exposición de Ariadna Herrera, en mi caso era una disculpa. Mi intención era contratar en La Laguna a la mujer de la foto real sobre la cara del muerto y después del paripé expositivo y de los canapés en la sala donde inauguraba exposición Ariadna Herrera, decirle a todo el mundo, a Ramiro Rivero el primero, adiós y hasta otro día. Subía a La Laguna esta vez sin disfraces. Nada del disfraz de barba canosa de cuando iba al domicilio de María Guzmán ni el de músico distraído de cuando iba al de Elba Padrón. 

--¿De qué te ríes? --preguntó Ramiro Rivero.

--De nada --dije yo.

Me hizo gracia que la dirección de la mujer de la foto real, a quien ya había llamado por el móvil, estuviese en el mismo edificio, un piso más alto, donde conocí a fondo a la doctora María Guzmán. Creo que me entró la emoción del asesino que regresa al lugar del crimen. En una bolsa de hombro, de muselina, llevaba mis herramientas de trabajo; un blog apto para óleo y un carboncillo. Mientras el coche dejaba San Andrés, en una página del blog intentaba copiar las líneas de la foto del 07. Los trazos mirando a la mujer real llegarían después de las once de la noche.

--¿Qué estás dibujando? Eso no se parece a una tía.

--Es una nevera.

En fin. Llegamos a La Laguna. Nada más entrar en la sala de exposición, Ramiro Rivero quedó deslumbrado con Ariadna Herrera.  

sábado, 4 de junio de 2022

XIII

La celebración institucional del Carnaval de Amargo fue con comida incluida, escogida, muy buena, y demás. El alcalde habló de sus proyectos. Dijo que todos los artistas tenían derecho a una buena cocina. Hombre sabio. El otro hombre sabio que a mí me interesaba , el gerente de cultura, no apareció. Y el alcalde desapareció después del punto final de su discurso. Nos dejó mirando a Rafael Amargo. Supo comportarse. Glamour y fashion prometía la gran gala del carnaval. Todos aplaudimos y le deseamos un éxito glorioso al granadino. Cuando se acabaron los aplausos, inicié la retirada. Casi sin querer me metí en otra celebración cultural, en otro espacio. Allí dentro estaba Antonio Cubillo, armado con silla de ruedas y muletas. No sé cómo estaban los canapés, servidos por camareras que merecían un mejor menester.  No probé ni uno porque ya no tenía más hambre. Entre la multitud vi a la hermana de Ramiro Rivero. Me acerqué. Me recibió con palabras corteses y dijo que su hermano le hablaba mucho de mí. Sé quién eres, dijo. Una presunción lo de saber quién soy. Todo el mundo sabe quién soy, menos yo. Me sentí fuera de onda. Servían un vino traicionero. Marca conocida. El vino me dio por indagar donde no debo. No sé qué diablos me interesaba a mí la relación de Tkam con la no-sí-sí-no novia de su hermano. Bueno, sí sé. Tkam era uno de los famosillos destacados en el gremio de los pintores canarios. Estuvo en la trupé de los que me denigraron cuando obitó Rosario Fuentes. 

--Para ese artista, Carmen Elena es una putita encantadora. Mi hermano lo tiene crudo. Por favor, llene las copas.

--No, yo no. Gracias --dije, reacio a sorber ni una gota más de aquel vino transgénico.

--Cuando la dejó el marido, decidió tirarse al monte. Se tiró a todos los tíos que conocía, como un deporte.

--Si así es feliz...

--No, nadie es feliz así. Todo pudo haber sido de otra manera. Pero no. Somos cagadas de moscas en el mapa del mundo.

Antonio Cubillo en su silla, junto a sus muletas. Imposible no mirar para este hombre que en un reciente pasado hizo creer en la nobleza guanche. Tenía su razón la hermana de Ramiro Rivero. Ya ni nobleza ni pingas con cebollas. Nada en lo que uno pueda creer. Canapés, vino artificial e izquierdistas reciclados bajo los techos del capitalismo. Bebamos y gocemos.

Bebí y gocé con la hermana de Ramiro Rivero. Lo de gozar no fue hasta el punto de pintarla cadáver. La invité a La Puerta Verde y bajamos al sótano y bailamos sueltos y agarrados. Nos entonamos, nos hablamos al oído, me contó que su amargura matrimonial era insoportable. ¿Por qué?, pregunté. No hubo respuesta. Quedaban quince minutos para que su pareja matrimonial la recogiese en su coche con dirección asistida. Su alma la dejaba conmigo --dijo-- pero su cuerpo no quiso que su amargura esa noche fuese especialmente amarga. Malas pulgas tenía el cuñado de Ramiro Rivero, según supe. Sabiendo me quedé en La Puerta pidiendo otro trago y cambiando de conversación con una señora que también sabía bailar. Me invitó a un hotel pero nada más coger la cama me dormí, y cuando me desperté estaba solo. Con una nota en la mesilla de noche. "Adiós bello durmiente voy a buscar a otro príncipe". Caligrafía gótica.  

 


viernes, 3 de junio de 2022

XII

 Llegamos al chevrolet bajo la farola, arrancamos y desaparecimos de La Orotava, despacio, como quien no ha roto un plato. El coche llamaba mucho la atención, o suficiente como para pasar por sospechosos del pollo que se había armado en el bar del Liceo Taoro, con la carne volando por los aires y el vino esparciéndose por el piso entre los añicos de las copas rotas. Logramos salir impunes, sin embargo. 

El chevrolet discurrió sin problemas por la autopista del norte. Dejó atrás los carteles de Santa Úrsula, La Matanza, La victoria, El Sauzal, Tacoronte, Aeropuerto, y entró en La Laguna por San Lázaro. El invierno en La Laguna es nebuloso y triste. Todo está húmedo. La calle de San Agustín. Las viejas verjas del Obispado, ahora quemadas. 

Descoloridas casas parecían tambalearse al descender por La Cuesta. Pensé en Carmen Elena. Todo el viaje pensaba en Carmen Elena. Le daba riendas al chófer para que soltara todo su patético sufrimiento con Carmen Elena. Polvorientos arbustos de tartagueros bordeaban parte de la carretera que conducía a Santa Cruz. Bajábamos por la carretera de La Cuesta.

Abordamos Santa Cruz por la Cruz del Señor. Recordé con cierta nostalgia a mi maestra pintora. Tenía su estudio en este barrio. Cruz del Señor. El Señor de La Laguna. El Señor de Tacoronte. Muchos Señores en la isla. Y muchos vehículos con tubos de escape. Nos costó media hora llegar a la plaza de La Paz. Con una paz zombi  este lugar que en otra época había sido tan populoso. Ahora una nada con cine Víctor Cerrado, kiosco cerrado y una pequeña fuente de veintidós caños insignificantes al este de las vías del tranvía. Rosario Fuentes se disipó de mi memoria. Aparcamos. Fuimos al Aurora. Pedí el periódico. Espere que termine lo que estoy haciendo y le doy el periódico, dijo uno de los barman. Dos rones para reponernos del susto. ¿Por qué hiciste eso? Sin respuesta. Un hombre celoso no puede dar ninguna respuesta razonable. Mejor un güisqui, me tranquiliza más. Vale, un güisqui para ti, un ron para mí. Y un bocadillo. No habíamos comido nada. Por fin el camarero me dejó el periódico en la barra, de mala manera, como haciéndome un favor. En el Aurora solo tienen La Opinión. Tuve que esperar a llegar a San Andrés, al bar Castillo, para hojear El Día. Querella contra Soria por afirmar que el PSOE "cuando ha tenido que matar, ha matado". Nada nuevo bajo el Sol. Quien no mata no engorda. En los breves del 07 tampoco había nada nuevo. 

Tampoco es nuevo que en días hechos para el enemigo, los perros ladren. Todos los perros del pueblo parecían haberse puesto de acuerdo para organizar una orquesta de ladridos, sin batuta, sin orden ni concierto. Milagrosamente callaron todos cuando sonó la música, no menos estridente, en el móvil de Ramiro Rivero. Te está sonando el móvil, le dije. Él padece de sordera. Yo diría que sordera psíquica. Mató a su padre con un machete, el machete se lo robó su cuñado y la única persona que según él  ayudar para recuperar el machete es su hermana, y la hermana le decía que lo ayudaba si la follaba. Ramiro Rivero no quiere follar con su hermana. Tiene ella demasiado impregnado en el cuerpo el olor de su cuñado, dice. A quien quiere volver a follar es a Carmen Elena. Lo comprendo. Carmen Elena es más aromática que su hermana. 

--¡Carmen Elena!

Apretó la figurita verde de contestación a la llamada y salió del bar. Arrastró con él su vaso y una cara de pesadumbre. Nada que ver con el hombre que sabe nadar contra corriente. Acostumbrado a escurrirse por el mar como una morena. Esta vez ni fábula de lo que era. Ya no puede bajar a las profundidades porque en una de sus bajadas al fondo, se le quebró un tímpano. Desde entonces hay que hablarle en un tono alto. Mejor. Yo solía hablarle en voz baja cuando le contaba mis crímenes, los detalles de las derrumbaderas de la doctora María Guzmán y de la estudiante Elba Padrón. En la misma voz baja en que le hablaría cuando llegase la oportunidad de pintar a Carmen Elena entre unas velas rojas y un palosanto. Melitón dice que el palosanto espanta a los intrusos del más allá. Nadie del más allá nos molestaría en la rutilante atmósfera anaranjada de Carmen Elena. Sentada en un taburete de tres patas, con las manos en las rodillas.

En una página par de El DíaTengo la gala en la cabeza y está más que hecha. Trabajaré de lleno con todos los artistas para terminar de rematar el espectáculo. Página dedicada al carnaval 2007. Yo ni imaginar que esa misma noche, cuando llegase a la casa de mi padre y decidiese por fin encender el móvil y marcar el número pink, iba a oír en el buzón de voz una invitación a un ágape en que los anfitriones eran el artista granadino, el alcalde de Santa Cruz y el gerente de cultura del Ayuntamiento. El granadino Rafael Amargo, como si quería cantar fandango. El alcalde, como si quería cantar blanca y radiante. A mí quien me importaba era el gerente. Me entró el deseo repentino de exponer en la sala de Los Lavaderos los cuadros en que las modelos fueron María Guzmán y Elsa Padrón.

Ramiro Rivero salió del letargo sombrío y se puso hecho una furia. 

--¡Qué se cree! Me dice que Tkam pide mil euros por daños morales. Mil euros por cerrar la boca. Me dijo que estuvo la policía por el Liceo, dice que ella fingió un ataque de nervios. El lunes la llaman a declarar. Y los quiere pronto y no quiere verme. Que mande a mi amigo. Mi amigo eres tú, supongo. ¿Dé dónde saco yo mil euros? 

--¿Mil? --Simplemente le dije que yo se los podía prestar.

Que iba a ser yo el encargado de llevárselos  a Carmen Elena, eso era evidente. Se me iluminaron las chispas del arte. 

--Y tengo que pagar 100 de una multa de la guardia civil del mar.

--¿Revisó el barco? --pregunté, asustado --¿Encontró mis cuadros?

Eran los cuadros en que las modelos fueron María Guzmán y Elsa Padrón. Lo más probable es que si descubrieron los cuadros, hubiesen hecho mueca de disgusto. Arte degenerado. Nada más. No le hubieran dado más importancia. Pero la paranoia es la paranoia. Siempre hay un listillo, con ganas de hacer méritos, que siempre descubre lo que no debe. La verdad. 

--A los cuadros no le hicieron caso. El radiograma no encontró nada sospechoso. ¿Qué cuadros son esos? ¿Qué pintaste?

--Son dos óscar domínguez.

--Mierda. ¿Me estás diciendo que tengo en el barco dos cuadros robados, de Óscar Domínguez?

--¿Por qué no haces literatura marinera?

--La pesca se va a pique. Los pescadores, a tomar por culo. Vamos al barco, tienes que sacar esos cuadros. Me metes un paquete en el barco y me dices que son cuadros tuyos. ¿Qué clase de amigo eres tú?

--Son cuadros míos. Despreocúpate. ¿Por qué le hiciste eso a ese pobre hombre? 

--Vamos al barco. Quiero ver esos putos cuadros.

--Míralos tú mismo, y tíralos al mar si te sale de los huevos. Dame las señas de Carmen Elena. ¿Dónde vive?

--Gracias. 

jueves, 2 de junio de 2022

XI

 --Lo peor son los vecinos. Tengo ganas de vivir en un sitio donde pueda meter a un hombre un día y a otro otro, sin que nadie me esté vigilando. --Su voz era como un arroyo en una montaña despoblada. Y Tkam le respondía que el semen del hombre es blanco y que habría que hacer algo aún no descubierto en la fabricación de pigmentos con el semen del hombre. 

Yo ya sabía bien que el individuo con ojos de batracio que estaba junto a Carmen Elena, era el pintor de peces con la boca abierta en la sala de exposiciones, justo sobre el techo rococó, con lámpara barroca con dominios rojos, del bar del Liceo Taoro. Amor es el pan de la vida, amor es la gloria divina. Cortó el aire de un tajo la voz de Antonio Machín. Los labios de Carmen Elena me esbozaron una sonrisa, y juro que comprendí el manoseado cuadro de Leonardo da Vinci, e incluso lamenté la desfachatez de Marcel Duchamp poniéndole ese bigotito lascivo, lujurioso, sádico. Carmen Elena (supe que era Carmen Elena) tenía la sonrisa de Mona Lisa. La sonrisa del original de Leonardo da Vinci, sin la intervención de Marcel Duchamp. 

La miré con curiosidad clínica, estudiando sus posibilidades como modelo. Las tenía todas.

Su sonrisa se puso en guardia.

Entre su nariz y sus labios se dibujó, como un relámpago, la sombra de Duchamp. De pronto se pareció a la Mona Lisa con bigote, a punto de meterte en la sala de tortura del castillo de Salling, sin perder la sonrisa. Fue solo un leve segundo. Un inquietante y eterno segundo. 

Marcel Rivero se había esfumado por arte de magia. Ni caso. Carmen Elena ocupó toda mi atención en aquel bar restaurante, con unos comensales, tres en una mesa, que devoraban vino y carne con olor a romero. Carmen Elena recobró su completa feminidad, en contraste con Tkam, que puso mala cara. Creo que quiso hablar, añadir otro blanco, pero no pudo. Ramiro Rivero no lo quiso oír. Ni le dio oportunidad. El pescador apareció como un fantasma surgido del mar y saltó sobre el blanco como una fiera. Con una patada lo mandó al piso, con unos mosaicos que sugerían melones. Quedó grogui en el suelo, sin conocimiento. La música de un móvil desvió mi atención. Sonaba dentro del bolso de Carmen Elena. Saltó del taburete y ajena a las circunstancias voló con su bolso fuera del bar, hacia los jardines inclinados del Liceo Taoro. La vi a través de una ventana, abierta al cielo nocturno del verano, con el móvil en la oreja, y poco después casi la rocé a un escaso centímetro, cuando Ramiro Rivero y yo salíamos huyendo a toda carrera lejos de allí.

   

X

Melitón bajaba, nosotros subíamos. Interrumpió la lectura de una novela de Keith Luger, La pelirroja de San Francisco. Nos miró, lo miramos, no dijo nada, siguió caminando por la muralla hacia el castillo, de nuevo con la novela abierta. 

--El asesino frustrado renqueó con dificultad  --nos gritó sin volver la cabeza--. Página 29 capítulo V --y siguió leyendo y siguió bajando. 

Nosotros nos metimos en el chevrolet. Hacia La Orotava. Por el camino nos cogió la hora punta de la salida de los trabajos. La antigua hora obrera, cuando antiguamente las guaguas marcaban con tolete oscilante la entrada de los pasajeros. La hora obrera valía más barata. El tolete mecánico sustituyó a los tiques de papel. Ahora pimientos en vinagre tiques y toletes. La autopista hasta La Laguna cargada de coches. 

--Teníamos que haber ido por La Cuesta.

A uno por hora por el autopista, con sus puentes y pasarelas pictóricas. A uno por hora. Pum pum pum hasta San Benito. Después de San Benito, circulación fluida. Tacoronte. El Sauzal. Encendimos la radio.  El rey Jaume I sentaba en su trono a oír en primera fila la discusión de los sabios enfrentados. La Victoria. La Matanza. Santa Úrsula. Llegamos a La Orotava. Subimos por El Mayoral. Quedó aparcado el Chevrolet, con la radio apagada, bajo una farola con el cristal roto. Llegamos caminando al Liceo Taoro. Una amplia escalera de larguísimos peldaños, bordeada de jardincillos escalonados. Llegamos a ese edificio palacio, nobleza en la madera de las puertas, aristocráticos ventanales acristalados y con los postigos abiertos a solicitudes culturales. 

--¿Qué vienes a buscar aquí?

Me temí lo que andaba buscando Ramiro Rivero. Bronca. La ira de sus ojos no admitía preguntas retóricas. Preguntamos dónde estaba la sala de exposiciones y subimos. Escalera con alfombra. Gran cuadro de magos con sus trajes típicos en el primer rellano. Pisamos el piso de arriba. Dentro, atravesando como fantasmas una puerta de madera del siglo XV, llegamos a la sala de exposiciones. Allí dentro, los cuadros de Tkam. Yo con el ojo abierto, el ojo crítico, solo vi un pintor mediocre. Dominaba la técnica pero los cuadros no decían nada. Colores crema pasados por cuché. Cuadros a dos mil quinientos euros, incluido los marcos. Por mí que se fuese a cagar. Necesitaba aprender a cagar. No me pregunte por qué lo sé. Lo sé. Un cuadro no tiene interés si el pintor no sabe comer, cagar y dormir. Mirándolos, Ramiro Rivero sentía otra cosa. Lo contrario de la indiferencia. Sentía rabia. Me temí que le fuesen a dar ataques epilépticos. Solo le faltaba escupir contra los cuadros de Tkam. Más que escupir hizo cuando lo vio en persona. Pero esto no sucedió en la sala de exposiciones. 

--Ra, vamos para abajo. Allí abajo  hay un bar.

La barra del bar no se veía desde afuera. Pero una vez que se pasaba la puerta del recinto abierta totalmente, la barra, lustrosa, con copas, se ve enseguida. Allí, con los codos sobre la barra, hacían manitas y conversaban sonrientes Tkam y Carmen Elena.

En la pintura un blanco es un blanco. De zinc, de plomo, de plata, a elección del artista, o del bolsillo del artista. Las ofertas son peligrosas. Te venden un tubo enorme de blanco de zinc por cuatro euros y la jodiste. El blanco es demasiado pastoso, y más cuando quieres pintar a la prima. Lo que quiero decir es que el blanco es un problema. Conozco a Tiziano, conozco a Giorgione, conozco a Bellini. Tkam los nombraba con delectación yámbica.  No sé si al pie de la letra, peroraba Tkam sobre el uso del blanco. Sí, tenía razón. El blanco es un problema. En esa tarde noche que visité el Liceo Taoro con Ricardo Rivero, yo trabajaba mis putas tristes, o alegres, inspirado en las venus de Tiziano. Nada del otro mundo. Uno de los cuadros lo editó Cajacanarias en póster. Si va por San Andrés, en la cristalera de la sucursal que está en la muralla, lo puede ver. En ese cuadro olvidé a Tiziano y usé como referencia, a mi modo, un desnudo de José Aguiar. Un desnudo de mujer gomera que es digna de la Venus de Urbino. Qué potencia, qué delirio, qué mujer. Y con los ojos bien abiertos. Encontré mujer así, una puta no arrepentida. El error es que usé un tubo de blanco de zinc de cuatro euros. Me deprimió ver los cuadros de Tkam en la sala de exposiciones del Liceo Taoro porque el preciosismo de esos cuadros me recordaron el desvalimiento del zinc, el preciosismo sin calor de esa desafortunada copia del desnudo de José Aguiar.

Mientras yo rumiaba el infortunio del blanco, Ramiro Rivero había desaparecido. 

Sin necesidad de que me la presentaran, supe que aquella mujer era Carmen Elena. Separó la manos de las manos de Tkam. Me miró fija a los ojos, como si estuviese decidiendo si tomarme como un piropo o como un insulto. La imaginé modelo cadáver, callada y quieta con el culo posado sobre un taburete de tres patas. 

IX

 Atardecía. Ya había pasado el tiempo. Los periódicos ya no recibían casi nada del criminal de La Laguna. Un clavo saca otro clavo y una noticia apaga otra noticia. Después del crimen llegó un incendio. Un incendio destrozó el Obispado de la ciudad del Adelantado y la consternación pública puso en el fuego el interés público. Hubo teorías que descartaban el doble crimen de aquella noche en La Laguna. Ninguna tenía signos de haber sido asesinadas, ni con venenos ni con cuchillo ni con nada; el busturí que la doctora tenía en las manos no tuvo nada que ver. Era como si ambas hubiesen decidido abandonar este mundo, quizá en un viaje astral, y no pudieron volver. Esta idea fue Melitón quien la ideó en su cabeza y la hizo llegar anónima a los periódicos. No cayó en saco roto. El caso del doble crimen se apagó y se encendió el caso del obispado. ¿Quién prendió fuego? ¿Quién no prendió fuego? ¿Qué fue? ¿Qué pasó? 

--El obispo dijo que los curas no fueron --dijo Ramiro Rivero en llegando al Dique del Este, atracadero de petroleros cuando venían petroleros a Santa Cruz. Cuando la refinería estaba en auge y Santa Cruz con viento sur se cubría de un penetrante perfume a bufo; con las agujas de la hierba del diablo hilábamos con ese olor una alfombra que nos llevaba a las torres del palacio donde dormía la princesa Budur.

--Deja de fumar --dijo Ramiro Rivero. 

Llegamos a Santa Cruz. Aparcamos en la avenida Anaga, frente a La Puerta Verde, abierta pero vacía por dentro. Nos quitamos el frío en el bar Capricho. Después subimos a la plaza El Príncipe. Toda llena de casetas blancas de lona. Feria Canaria del Libro. Los altavoces anunciaban la presentación de una tesis doctoral sobre la novela Pedro Páramo. Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos. Sentí un golpe en la respiración, y creí sentir la pena de su muerte. Por un momento pensé que debía armarme de valor y preguntarle a mi padre, cuando despertara de una de sus siestas a la hora en que el disco solar se desliza detrás de la montaña, en qué cama había muerto mi madre y cómo fue su muerte. ¿Tuvo tiempo de tenerme al menos dos segundos en sus brazos? Toqué con los nudillos un hombro de Ramiro Rivero y le dije que no quería oír más ninguna tesis de nadie. El sonido de los altavoces me chirriaba en los oídos. Se me desbarataba la cabeza como haciéndose añicos. Yo también leí Pedro Páramo, cuando Roberto Brezal ganó el Premio Emeterio con su primer poemario, el que usaba yo hasta hace poco para mantener el hilo poético con Esther Primavera. Tendido boca arriba en el sofá del salón de la casa de mi padre, leí entera, sin parar, Pedro Páramo. Con la puerta de la calle abierta, para que entrarán el aire y el jolgorio de los gorriones. Pero ahora, con la respiración más apaciguada, no quería seguir oyendo ni una sílaba más sobre esa historia que comienza con una madre moribunda, pidiéndole a su hijo que vaya a conocer a su padre y le exija lo que nunca le dio y está obligado a darle. Le dije a Ramiro Rivero que no quería seguir oyendo aquella porquería.  Dejamos la plaza del Príncipe, bajamos hasta La Puerta Verde. El sitio iluminado por dentro pero sólo se veían dos camareros mirando a la calle, oscureciéndose. Cogimos el coche y regresamos a San Andrés. En el bar Castillo el palique giraba en torno a las mujeres sudamericanas que llegaban del otro lado del Atlántico, enamoraban a un idiota isleño y se quedaban con sus propiedades. Dejamos de lado ese tema cuando apareció Hansel. Era hijo de sudamericana y seguro que no estaba de acuerdo con nosotros, y cuando Hansel no estaba de acuerdo no se limitaba a no estar de acuerdo. En sereno remanso esa noche la ancha calle de la muralla y el bar Castillo. Los laureles no movían sus ramas y el mar y los gorriones estaban durmiendo. Tal vez en ese mismo momento, en algún lugar de San Andrés, una mujer moría alumbrando a una criatura. Seguramente no, nos hubiéramos enterado enseguida.

--¿Qué es lo que hace un burro en lo alto de aquella montaña cuando sale el sol... Sombra --habló Hansel--. Tonto es el que piensa que el otro es tonto. Idiota es el que piensa que todo el otro es idiota. Y equívoco es el que  vive en un mundo equivocado. 

Uno de los laureles de la muralla nos protegía del sereno de la noche. Hansel hizo un cigarrito de la risa y me lo pasó.

--¿Qué será que en todo lo que tú me digas, está?

--La palabra.

--El nombre de las cosas.

--El nombre de las cosas son palabras, Hansel. 

Palabras es lo que llegaron en ese momento al móvil de Ramiro Rivero. De la poeta de Las Palmas. Esther Primavera. Con curiosidad metí la nariz en los mensajes. Esther Primavera estaba mandando a Ramiro Rivero al invierno. Esther Primavera era para él como la tónica en la ginebra. Un refresco. La ginebra, Carmen Elena, al fin y al cabo es lo que importa. ¿De qué vale un refresco si no hay ginebra? Afligido estaba, a perro flaco todo son pulgas. No hay un mal que no traiga otro detrás. Ahora no tenía ni a Esther Primavera ni a Carmen Elena. Carmen Elena le daba largas. Hoy me invitó TKM a cenar en el japonés. Hoy me invitó TKM a admirar sus cuadros en Laja Azul. Hoy me invitó Tkam a hacer submarinismo en Adeje. Esto Carmen Elena. Y Esther Primavera se despedía y él ya no pensaba insistir para volver a la comunicación virtual.  

Te haré una confesión. Durante 35 años he estado probándolo todo. Y he llegado a una conclusión. Todo es lo mismo. Un vacío. 18 del 1 del 2007. Él seguía borrando mensajes después de copiarlos en una libreta comprada en Favego, en la calle La Rosa, Santa Cruz, deshecho humano = material literario. Siguió copiando y borrando. Mientras el tiempo pasa, me noto extraña, tan extraña. Me sacudí en el banco bajo el laurel, frente al  castillo. Era un mismo mensaje que yo tenía en mi móvil. ¿Los enviaba duplicados? Marcel Rivero copió y borró el mensaje. Hansel interrumpió y repitió y repitió que había que pintar la parte muerta del San Andrés. Ramiro Rivero no levantaba la cabeza, sentado en el banco, copiando y borrando. Yo los dejé y subí a la casa de mi padre. Meé, cagué y me dormí.

Ramiro Rivero estaba especialmente amargado, más de lo normal. Le había remitido días antes  a Esther Primavera, por correo corriente, una copia en papel de una novela que estaba fabricando. Una novela llena con guarrerías y groserías que yo le contaba como si fuese fantasía de la noche de Walpurgis. El bisturí. Con que materiales batí el oleo de El bisturí. Todo eso ambientado un Puerto Marte galáctico donde el vacío agranda los huecos y las protuberancias y la mierda flota. Yo le aconsejé bien. Le dije que no le mandara ninguna novela. No me hizo caso. Cerró el sobre y me dijo que se lo pusiera en el buzón, en la calle Chani, donde está correo. Copié la dirección en mi blog de bocetos y puse la novela sexualmente jedionda en el buzón. A partir de ahí comenzó  a girar 180 grados el tono de los mensajes de Esther Primavera al autor de la novela. Ramiro Rivero dejó el ron sobre la barra del Castillo. Salió al aure de la muralla y se sentó en el acostumbrado banco bajo el laurel, enfrente del castillo. Fue como si de pronto un soplo de hielo le golpeara el rostro. A las farolas urbanas aún no llegaba corriente eléctrica. Una luna blanca iluminó los huecos altos del laurel. Algunas hojas caían sobre la frente de Ramiro Rivero.

Borraba, sin copiarlo a mano en su libreta de apuntes, el último y quizás para él el definitivo sms de Esther Primavera:

Veo oscuridad, frustración, obsesión, vacío, amargura, terror, sexo sin control. Un muy lago túnel oscuro. Hace muchísimos años comí dolor, vomité mierda y me hice daño hasta parir meados. Ya no juzgo otras basuras de nadie. Ahora mismo estoy tan cabreada con el puto libro que no quiero conocerte. Me has hecho recordar el asqueroso pasado de mierda. Qué asco. 

--Puedes incorporar eso a esa novela tuya llena de groserías. 

No le hizo gracia mi observación. Creo que iba a replicarme con un exabrupto pero le volvió a sonar la música de llegada de otro sms. 

Hola señor Rivero. Cómo estás y cómo llevas la novela. No te olvides que me gustaría leerla. Tu amiga Rosa.

Un clavo saca otro clavo.

Se encogió de hombros y contestó a Rosa: Serás la primera en leerla.

Qué honor, contestó Rosa.

Le escribió un mensaje seco a Esther Primavera. Le pidió sin demora la devolución de su obra. Se equivocó de destinatario. Suele pasar cuando se tiene la cabeza en otro sitio. Se lo envió a Carmen Elena. Inmediatamente borró el mensaje. 

Carmen Elena, Carmen Elena... en su cabeza Carmen Elena, sin parar. Qué importaba la rosa ni la primavera si Carmen Elena no lo quería ver. No la podía apartar de su cabeza. Qué hombre obsesivo. Todavía no se le habían quitado las ganas de hablar. Todavía no se le había resecado la lengua. Le dije que la pusiera en la novela y que con las letras le quitara el salvajismo y follara con ella comiendo perdices en Puerto Marte. Por un oído le entró y por otro le salió.

--Le comuniqué que hoy iba a La Orotava contigo. Se puso como una fiera.

--Primera noticia --dije, refiriéndome a lo de ir a La Orotava.  

El motivo es que Tkam exponía algunos de sus cuadros en el Liceo Taoro y el pescador supo, no sé cómo, que Carmen Elena estaría allí con Tkam. Su masoquismo no me extrañó. Fue más fuerte mi curiosidad, más por conocer de cerca a Carmen Elena que por contemplar los cuadros de Tkam. Ni ganas.Cuesta arriba se me hizo volver a verle la jeta a ese pintorestrusco baboso. Pero no todo el monte es orégano. A Tkam ni mirarlo de reojo, y los cuadros con un ojo cerrado. Con Carmen Elena en el punto de fuga, la perspectiva de La Orotava era suficientemente apetitosa. Quien no quiere pelos, no come cochino.

Hacia allí fuimos en el chevrolet subiendo y bajando y contemplando el atardecer en el norte, sugerente y bucólico.

En la radio del coche un judío discutía con un cristiano católico. Apostólico y romano. 

--Desde el tiempo de Jesús, los cristianos no dejaron de hacer la guerra. Las más horrendas y horribles guerras. Que el Creador recurriera a una dama judía para preñarla, eso no se lo cree nadie a menos que lo estén machacando con ese cuento chino día y noche. a menis que te estén machacando el cerebro y la médulade los huesos con ese dogma.

Era una discusión libre para la radio que se produjo en Barcelona en 1263.

--Isaías, capítulo 53, relata la muerte del Mesías y cómo iba a caer en manos de sus enemigos...

miércoles, 1 de junio de 2022

VIII

 Murió el amor. Ardió en la hoguera del verano. Solo dejó humo en mis ojos.

Con estas líneas de un viejo libro de Roberto Brezal, cuando aún no se había echado a perder, inicié la virtual comunicación con la poeta de Las Palmas. Amaba las gaviotas, el mar y las olas. Finalmente a la larga tuve que escribir los mensajes con mis propias palabras, y cada vez que las usaba con profesionalidad era un dolor, un suplicio. Si cambié las palabras por la ausencia de palabras, es por algo. Normalmente las uso hablando, ahí no me importa; se van en seguida, porque hablando nadie se entiende. Escribiendo, en cambio, todo entra en guerra. Melitón me dijo, un día que le pedí que hiciese una tirada esotérica sobre mi cuadro El bisturí de la doctora, que la carta XIII destruye el ruido y renueva la emoción de La Papisa. ¿Usted no lo entiende? Yo sí lo entendí. En la escritura es al revés. El fuego de La Papisa se apaga. Ocurre lo contrario que en la pintura. Con la modelo cadáver, su figura sobre el lienzo cobra vida. "Cómo no dejes de darme la lata, te pinto", le decía Goya a una vieja criada que no quería verse en pintura ni muerta. La formas y los colores no viajan por el lienzo como las estrellas por el cosmos hasta que se extingue definitivamente la modelo. Poe, en ese cuento que comentaba Agustín Pacheco la noche que conocí a Elba Padrón, acertó. En el retrato de Dorian Grey, el cuento de Wilde, ocurre lo contrario. 

Los únicos cuadros que permanecen indiferentes a esos hechizos, sin pena ni gloria, son la mayoría. Son en los que he usado de modelo a putas tristes, o alegres. De todo hay en esa viña. Me es imposible pagar y matar a la modelo. Un trauma psicológico que no sé de dónde proviene. Pienso que trae mala suerte matar a la modelo a quien pagas el servicio. Sé que el cuadro lo agradecería, pero no me atrevo. No las mato. Sus excreciones no entran en el lienzo. La obra no tiene ese aroma vital,

Dulce el mar viene ahora de la isla iluminada, escribí en el móvil, página 69 del gastado poemario de Roberto Brezal, sentado sobre la piedra del muelle viejo y ya en bellas ruinas de San Andrés, con las farolas de la avenida agradablemente apagadas, sin que sus artificios eléctricos molestasen el color de la noche sobre el mar, mirando a lo lejos el brillo de la ciudad de Las Palmas. Juro que no había cinismo en ese mensaje. Cómo deseaba, por lo menos en ese momento, que se aclarasen los agujeros oscuros de mi mente y se fuese para los demonios la penumbra carnívora. Pensé en Jesucristo resucitando a Lázaro. Yo al contrario. Yo no resucitaba ninguna Lázara, las mandaba a la tumba o al tanatorio. Mi camino no tiene corazón pero me da emociones que me hacen sentir la belleza del mundo. Y además, no siempre tiene que ser el corazón quien mande el camino acertado. Pueden ser las gónadas las que manden, y el corazón y el pensamiento ser sus vasallos. El corazón interviene diciéndome que cuando sea mujer seré como Jesucristo. Podré darles vida a las modelos muertas. Y el pensamiento, en cambio, me dice que difícilmente voy a ser mujer. ¿Por qué no? Si nací con el poder de matar sin armas, ¿por que no voy a tener el poder de darles nueva vida a las modelos cadáver? Sin venir a cuento, pensé en mi madre como la primera que maté. La madre es una marca del tarot, dice Melitón. Murió en el parto. Fue la primera mujer que maté. Está en el cementerio del pueblo. Dicen que fue la última persona que enterraron en ese cementerio. Mi padre nunca me habla de ella. Como si no hubiese existido. Pienso que me alejé de la isla porque ya no soportaba oír a nadie el te pareces con tu madre, tienes los gestos de tu madre. Váyase a la mierda, respondía yo.

Fue este un día de finados cuando me puse a reflexionar y recordar lo que no se puede recordar, porque es obvio que donde nada hubo no quedan recuerdos. Ni siquiera había visto nunca ni una mínima foto de mi madre. Tentaciones me había entrado la mañana de este día de unirme al gentío que caminaba hacia el viejo y pequeño cementerio con escobas, rastrillos y flores y, al menos una vez en la vida, ver la tumba de mi madre. Un momento bobo lo tiene cualquiera. En fin, ya era de noche y estaba sentado sobre las piedras ensalitradas en el muelle al que ya no llegan barcas con peces que aún aletean como si aún no hubiesen perdido la fe de regresar al océano. Me levanté, harto de reflexionar y de recordar, y caminé como de costumbre hacia el bar Castillo, entre las doce y la una de una noche melancólica. 

Ramiro Rivero le pidió a Melitón que le tirase el juego de los cuatro dioses. Tal vez necesitaba otro tipo de tiro, pero las únicas balas que había esa noche en nuestro mundo limitado eran de fogueo. Ramiro Rivero quería saber --él también-- si podía surgir alguna luz en las tinieblas de su pesares. Asomó la carta de La Torre. Melitón hizo tres rayas. Las rayas se deslizaron desde el pie izquierdo del personaje de la izquierda hasta la forma de feto en la llamarada que rompe la corona de La Torre. A esta carta la podríamos llamar El Castillo, pensé. Pero no abrí el labio. Solo le dije, después de esnifar, "aléjate de las cumbres borrascosas (Carmen Elena) y vete a ver a esa poeta de Las Palmas". Sonó el móvil, el de él. Mensaje de Rosa. ¿Quién es Rosa? Es de Güimar. Leyó el mensaje: Me encantó el ratito en el Puertito.

--No somos tan demonios. La vida es la que es un demonio. Solo somos supervivientes. Y no hemos sido miserables. 

--Los dejo que tengo que ir a cambiarle el pañal a mi madre --dijo Melitón, y devolvió La Torre al mazo y abrió la portezuela de la caseta dejando detrás un pedo sin sonido.

--Deja la puerta abierta --dijimos.

--Mi cuñado me roba, mi hermana me desprecia, Carmen Elena prefiere a Tkam --susurró Ramiro Rivero.

Ramiro Rivero no captaba lo miserable de su destino. Me contaba sus secretos sin saber que yo escondía el machete con el que mató a su padre, en un cuadro con pedazos de espejo roto. Lo engañaba con mis silencios y él me creía verdadero. Un amigo que calla y reflexiona. Sí, reflexión absoluta. Reflexionaba la jugada que quería hacerle. ¿Y por qué quería yo hacerle una jugada? No lo sé, pero las gónadas me decían que le hiciese una jugada.

--Una comedia, hermano --dije--. Déjate de tragedias.

Después salimos de la caseta hasta el chevrolet, aparcado en la muralla. Lo arrancó. Marcel Rivero conduce con una pericia ejemplar. Evitaba los baches, adelantaba con rapidez; aprendió a manejar de niño en los cochitos locos. Moverse con pericia en medio del caos y la locura se aprende siendo uno un niño o no se aprende nunca. Gran chófer llevando el rodante por las superficies del piche.  

--A esta Rosa la conocí ayer. Fui a Güímar. Trabaja en la hostelería. Una mujer apurada, nerviosa. Es viuda. Me vio y me dijo que estaba con la madre en la farmacia. La acompañé en su coche a llevar a la madre a su casa. Ahora no recuerdo la canción que puso en el coche. Yo sentado en el asiento de atrás. La madre, muda. Subió a la madre. Bajó después de dejarla resguardada. ¿Vamos a caminar? ¡Vamos a caminar! Hubo momentos en que me dieron ganas de salir corriendo. 

--Seguro que la aburriste.

--Está llena de problemas. 

--Deja a Carmen Elena y cultiva la Rosa. 

--Buf, Elena. Todo lo sabe, todo lo condena, todo lo destruye.

--Vale. Sigue sufriendo.    

 Otro mensaje a su móvil interrumpió el sufrimiento. Estoy en Agaete en la plaza de los poetas. Tenerife parece una mujer dormida.

--Esther Primavera. Me manda otra vez el mismo mensaje.

--Para que lo leas dos veces.