jueves, 2 de junio de 2022

X

Melitón bajaba, nosotros subíamos. Interrumpió la lectura de una novela de Keith Luger, La pelirroja de San Francisco. Nos miró, lo miramos, no dijo nada, siguió caminando por la muralla hacia el castillo, de nuevo con la novela abierta. 

--El asesino frustrado renqueó con dificultad  --nos gritó sin volver la cabeza--. Página 29 capítulo V --y siguió leyendo y siguió bajando. 

Nosotros nos metimos en el chevrolet. Hacia La Orotava. Por el camino nos cogió la hora punta de la salida de los trabajos. La antigua hora obrera, cuando antiguamente las guaguas marcaban con tolete oscilante la entrada de los pasajeros. La hora obrera valía más barata. El tolete mecánico sustituyó a los tiques de papel. Ahora pimientos en vinagre tiques y toletes. La autopista hasta La Laguna cargada de coches. 

--Teníamos que haber ido por La Cuesta.

A uno por hora por el autopista, con sus puentes y pasarelas pictóricas. A uno por hora. Pum pum pum hasta San Benito. Después de San Benito, circulación fluida. Tacoronte. El Sauzal. Encendimos la radio.  El rey Jaume I sentaba en su trono a oír en primera fila la discusión de los sabios enfrentados. La Victoria. La Matanza. Santa Úrsula. Llegamos a La Orotava. Subimos por El Mayoral. Quedó aparcado el Chevrolet, con la radio apagada, bajo una farola con el cristal roto. Llegamos caminando al Liceo Taoro. Una amplia escalera de larguísimos peldaños, bordeada de jardincillos escalonados. Llegamos a ese edificio palacio, nobleza en la madera de las puertas, aristocráticos ventanales acristalados y con los postigos abiertos a solicitudes culturales. 

--¿Qué vienes a buscar aquí?

Me temí lo que andaba buscando Ramiro Rivero. Bronca. La ira de sus ojos no admitía preguntas retóricas. Preguntamos dónde estaba la sala de exposiciones y subimos. Escalera con alfombra. Gran cuadro de magos con sus trajes típicos en el primer rellano. Pisamos el piso de arriba. Dentro, atravesando como fantasmas una puerta de madera del siglo XV, llegamos a la sala de exposiciones. Allí dentro, los cuadros de Tkam. Yo con el ojo abierto, el ojo crítico, solo vi un pintor mediocre. Dominaba la técnica pero los cuadros no decían nada. Colores crema pasados por cuché. Cuadros a dos mil quinientos euros, incluido los marcos. Por mí que se fuese a cagar. Necesitaba aprender a cagar. No me pregunte por qué lo sé. Lo sé. Un cuadro no tiene interés si el pintor no sabe comer, cagar y dormir. Mirándolos, Ramiro Rivero sentía otra cosa. Lo contrario de la indiferencia. Sentía rabia. Me temí que le fuesen a dar ataques epilépticos. Solo le faltaba escupir contra los cuadros de Tkam. Más que escupir hizo cuando lo vio en persona. Pero esto no sucedió en la sala de exposiciones. 

--Ra, vamos para abajo. Allí abajo  hay un bar.

La barra del bar no se veía desde afuera. Pero una vez que se pasaba la puerta del recinto abierta totalmente, la barra, lustrosa, con copas, se ve enseguida. Allí, con los codos sobre la barra, hacían manitas y conversaban sonrientes Tkam y Carmen Elena.

En la pintura un blanco es un blanco. De zinc, de plomo, de plata, a elección del artista, o del bolsillo del artista. Las ofertas son peligrosas. Te venden un tubo enorme de blanco de zinc por cuatro euros y la jodiste. El blanco es demasiado pastoso, y más cuando quieres pintar a la prima. Lo que quiero decir es que el blanco es un problema. Conozco a Tiziano, conozco a Giorgione, conozco a Bellini. Tkam los nombraba con delectación yámbica.  No sé si al pie de la letra, peroraba Tkam sobre el uso del blanco. Sí, tenía razón. El blanco es un problema. En esa tarde noche que visité el Liceo Taoro con Ricardo Rivero, yo trabajaba mis putas tristes, o alegres, inspirado en las venus de Tiziano. Nada del otro mundo. Uno de los cuadros lo editó Cajacanarias en póster. Si va por San Andrés, en la cristalera de la sucursal que está en la muralla, lo puede ver. En ese cuadro olvidé a Tiziano y usé como referencia, a mi modo, un desnudo de José Aguiar. Un desnudo de mujer gomera que es digna de la Venus de Urbino. Qué potencia, qué delirio, qué mujer. Y con los ojos bien abiertos. Encontré mujer así, una puta no arrepentida. El error es que usé un tubo de blanco de zinc de cuatro euros. Me deprimió ver los cuadros de Tkam en la sala de exposiciones del Liceo Taoro porque el preciosismo de esos cuadros me recordaron el desvalimiento del zinc, el preciosismo sin calor de esa desafortunada copia del desnudo de José Aguiar.

Mientras yo rumiaba el infortunio del blanco, Ramiro Rivero había desaparecido. 

Sin necesidad de que me la presentaran, supe que aquella mujer era Carmen Elena. Separó la manos de las manos de Tkam. Me miró fija a los ojos, como si estuviese decidiendo si tomarme como un piropo o como un insulto. La imaginé modelo cadáver, callada y quieta con el culo posado sobre un taburete de tres patas. 

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