jueves, 2 de junio de 2022

XI

 --Lo peor son los vecinos. Tengo ganas de vivir en un sitio donde pueda meter a un hombre un día y a otro otro, sin que nadie me esté vigilando. --Su voz era como un arroyo en una montaña despoblada. Y Tkam le respondía que el semen del hombre es blanco y que habría que hacer algo aún no descubierto en la fabricación de pigmentos con el semen del hombre. 

Yo ya sabía bien que el individuo con ojos de batracio que estaba junto a Carmen Elena, era el pintor de peces con la boca abierta en la sala de exposiciones, justo sobre el techo rococó, con lámpara barroca con dominios rojos, del bar del Liceo Taoro. Amor es el pan de la vida, amor es la gloria divina. Cortó el aire de un tajo la voz de Antonio Machín. Los labios de Carmen Elena me esbozaron una sonrisa, y juro que comprendí el manoseado cuadro de Leonardo da Vinci, e incluso lamenté la desfachatez de Marcel Duchamp poniéndole ese bigotito lascivo, lujurioso, sádico. Carmen Elena (supe que era Carmen Elena) tenía la sonrisa de Mona Lisa. La sonrisa del original de Leonardo da Vinci, sin la intervención de Marcel Duchamp. 

La miré con curiosidad clínica, estudiando sus posibilidades como modelo. Las tenía todas.

Su sonrisa se puso en guardia.

Entre su nariz y sus labios se dibujó, como un relámpago, la sombra de Duchamp. De pronto se pareció a la Mona Lisa con bigote, a punto de meterte en la sala de tortura del castillo de Salling, sin perder la sonrisa. Fue solo un leve segundo. Un inquietante y eterno segundo. 

Marcel Rivero se había esfumado por arte de magia. Ni caso. Carmen Elena ocupó toda mi atención en aquel bar restaurante, con unos comensales, tres en una mesa, que devoraban vino y carne con olor a romero. Carmen Elena recobró su completa feminidad, en contraste con Tkam, que puso mala cara. Creo que quiso hablar, añadir otro blanco, pero no pudo. Ramiro Rivero no lo quiso oír. Ni le dio oportunidad. El pescador apareció como un fantasma surgido del mar y saltó sobre el blanco como una fiera. Con una patada lo mandó al piso, con unos mosaicos que sugerían melones. Quedó grogui en el suelo, sin conocimiento. La música de un móvil desvió mi atención. Sonaba dentro del bolso de Carmen Elena. Saltó del taburete y ajena a las circunstancias voló con su bolso fuera del bar, hacia los jardines inclinados del Liceo Taoro. La vi a través de una ventana, abierta al cielo nocturno del verano, con el móvil en la oreja, y poco después casi la rocé a un escaso centímetro, cuando Ramiro Rivero y yo salíamos huyendo a toda carrera lejos de allí.

   

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