miércoles, 1 de junio de 2022

VIII

 Murió el amor. Ardió en la hoguera del verano. Solo dejó humo en mis ojos.

Con estas líneas de un viejo libro de Roberto Brezal, cuando aún no se había echado a perder, inicié la virtual comunicación con la poeta de Las Palmas. Amaba las gaviotas, el mar y las olas. Finalmente a la larga tuve que escribir los mensajes con mis propias palabras, y cada vez que las usaba con profesionalidad era un dolor, un suplicio. Si cambié las palabras por la ausencia de palabras, es por algo. Normalmente las uso hablando, ahí no me importa; se van en seguida, porque hablando nadie se entiende. Escribiendo, en cambio, todo entra en guerra. Melitón me dijo, un día que le pedí que hiciese una tirada esotérica sobre mi cuadro El bisturí de la doctora, que la carta XIII destruye el ruido y renueva la emoción de La Papisa. ¿Usted no lo entiende? Yo sí lo entendí. En la escritura es al revés. El fuego de La Papisa se apaga. Ocurre lo contrario que en la pintura. Con la modelo cadáver, su figura sobre el lienzo cobra vida. "Cómo no dejes de darme la lata, te pinto", le decía Goya a una vieja criada que no quería verse en pintura ni muerta. La formas y los colores no viajan por el lienzo como las estrellas por el cosmos hasta que se extingue definitivamente la modelo. Poe, en ese cuento que comentaba Agustín Pacheco la noche que conocí a Elba Padrón, acertó. En el retrato de Dorian Grey, el cuento de Wilde, ocurre lo contrario. 

Los únicos cuadros que permanecen indiferentes a esos hechizos, sin pena ni gloria, son la mayoría. Son en los que he usado de modelo a putas tristes, o alegres. De todo hay en esa viña. Me es imposible pagar y matar a la modelo. Un trauma psicológico que no sé de dónde proviene. Pienso que trae mala suerte matar a la modelo a quien pagas el servicio. Sé que el cuadro lo agradecería, pero no me atrevo. No las mato. Sus excreciones no entran en el lienzo. La obra no tiene ese aroma vital,

Dulce el mar viene ahora de la isla iluminada, escribí en el móvil, página 69 del gastado poemario de Roberto Brezal, sentado sobre la piedra del muelle viejo y ya en bellas ruinas de San Andrés, con las farolas de la avenida agradablemente apagadas, sin que sus artificios eléctricos molestasen el color de la noche sobre el mar, mirando a lo lejos el brillo de la ciudad de Las Palmas. Juro que no había cinismo en ese mensaje. Cómo deseaba, por lo menos en ese momento, que se aclarasen los agujeros oscuros de mi mente y se fuese para los demonios la penumbra carnívora. Pensé en Jesucristo resucitando a Lázaro. Yo al contrario. Yo no resucitaba ninguna Lázara, las mandaba a la tumba o al tanatorio. Mi camino no tiene corazón pero me da emociones que me hacen sentir la belleza del mundo. Y además, no siempre tiene que ser el corazón quien mande el camino acertado. Pueden ser las gónadas las que manden, y el corazón y el pensamiento ser sus vasallos. El corazón interviene diciéndome que cuando sea mujer seré como Jesucristo. Podré darles vida a las modelos muertas. Y el pensamiento, en cambio, me dice que difícilmente voy a ser mujer. ¿Por qué no? Si nací con el poder de matar sin armas, ¿por que no voy a tener el poder de darles nueva vida a las modelos cadáver? Sin venir a cuento, pensé en mi madre como la primera que maté. La madre es una marca del tarot, dice Melitón. Murió en el parto. Fue la primera mujer que maté. Está en el cementerio del pueblo. Dicen que fue la última persona que enterraron en ese cementerio. Mi padre nunca me habla de ella. Como si no hubiese existido. Pienso que me alejé de la isla porque ya no soportaba oír a nadie el te pareces con tu madre, tienes los gestos de tu madre. Váyase a la mierda, respondía yo.

Fue este un día de finados cuando me puse a reflexionar y recordar lo que no se puede recordar, porque es obvio que donde nada hubo no quedan recuerdos. Ni siquiera había visto nunca ni una mínima foto de mi madre. Tentaciones me había entrado la mañana de este día de unirme al gentío que caminaba hacia el viejo y pequeño cementerio con escobas, rastrillos y flores y, al menos una vez en la vida, ver la tumba de mi madre. Un momento bobo lo tiene cualquiera. En fin, ya era de noche y estaba sentado sobre las piedras ensalitradas en el muelle al que ya no llegan barcas con peces que aún aletean como si aún no hubiesen perdido la fe de regresar al océano. Me levanté, harto de reflexionar y de recordar, y caminé como de costumbre hacia el bar Castillo, entre las doce y la una de una noche melancólica. 

Ramiro Rivero le pidió a Melitón que le tirase el juego de los cuatro dioses. Tal vez necesitaba otro tipo de tiro, pero las únicas balas que había esa noche en nuestro mundo limitado eran de fogueo. Ramiro Rivero quería saber --él también-- si podía surgir alguna luz en las tinieblas de su pesares. Asomó la carta de La Torre. Melitón hizo tres rayas. Las rayas se deslizaron desde el pie izquierdo del personaje de la izquierda hasta la forma de feto en la llamarada que rompe la corona de La Torre. A esta carta la podríamos llamar El Castillo, pensé. Pero no abrí el labio. Solo le dije, después de esnifar, "aléjate de las cumbres borrascosas (Carmen Elena) y vete a ver a esa poeta de Las Palmas". Sonó el móvil, el de él. Mensaje de Rosa. ¿Quién es Rosa? Es de Güimar. Leyó el mensaje: Me encantó el ratito en el Puertito.

--No somos tan demonios. La vida es la que es un demonio. Solo somos supervivientes. Y no hemos sido miserables. 

--Los dejo que tengo que ir a cambiarle el pañal a mi madre --dijo Melitón, y devolvió La Torre al mazo y abrió la portezuela de la caseta dejando detrás un pedo sin sonido.

--Deja la puerta abierta --dijimos.

--Mi cuñado me roba, mi hermana me desprecia, Carmen Elena prefiere a Tkam --susurró Ramiro Rivero.

Ramiro Rivero no captaba lo miserable de su destino. Me contaba sus secretos sin saber que yo escondía el machete con el que mató a su padre, en un cuadro con pedazos de espejo roto. Lo engañaba con mis silencios y él me creía verdadero. Un amigo que calla y reflexiona. Sí, reflexión absoluta. Reflexionaba la jugada que quería hacerle. ¿Y por qué quería yo hacerle una jugada? No lo sé, pero las gónadas me decían que le hiciese una jugada.

--Una comedia, hermano --dije--. Déjate de tragedias.

Después salimos de la caseta hasta el chevrolet, aparcado en la muralla. Lo arrancó. Marcel Rivero conduce con una pericia ejemplar. Evitaba los baches, adelantaba con rapidez; aprendió a manejar de niño en los cochitos locos. Moverse con pericia en medio del caos y la locura se aprende siendo uno un niño o no se aprende nunca. Gran chófer llevando el rodante por las superficies del piche.  

--A esta Rosa la conocí ayer. Fui a Güímar. Trabaja en la hostelería. Una mujer apurada, nerviosa. Es viuda. Me vio y me dijo que estaba con la madre en la farmacia. La acompañé en su coche a llevar a la madre a su casa. Ahora no recuerdo la canción que puso en el coche. Yo sentado en el asiento de atrás. La madre, muda. Subió a la madre. Bajó después de dejarla resguardada. ¿Vamos a caminar? ¡Vamos a caminar! Hubo momentos en que me dieron ganas de salir corriendo. 

--Seguro que la aburriste.

--Está llena de problemas. 

--Deja a Carmen Elena y cultiva la Rosa. 

--Buf, Elena. Todo lo sabe, todo lo condena, todo lo destruye.

--Vale. Sigue sufriendo.    

 Otro mensaje a su móvil interrumpió el sufrimiento. Estoy en Agaete en la plaza de los poetas. Tenerife parece una mujer dormida.

--Esther Primavera. Me manda otra vez el mismo mensaje.

--Para que lo leas dos veces. 

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