domingo, 5 de junio de 2022

XIV

Esther Primavera:

Me vas a odiar, pero me da igual, Te he mentido y no siento remordimientos. Me importa un carajo que me odies. Esta noche de luna llena imagino tu cuerpo que no conozco. Lo único que importa es las excrecencias de tu cuerpo. Te elijo a ti para usarte como se usa una lata de cerveza. Yo soy inculto y grosero. Y además soy un asesino. Mi mejor arte es la muerte de la modelo. No te daré tiempo de verme antes de matarte.

   

Aquí dejé la carta a Esther Primavera. No la terminé, así que nunca la puse en correo. Si lo hubiese hecho, la hubiese copiado en papel sin huellas con una máquina de escribir, de las que ya no se usan, que guarda mi padre en el cuartito de la azotea. En los cuadros en que las modelos fueron la doctora María Guzmán y la estudiante Elba Padrón, estas posaron sin anuncios previos de que iban a morir (aunque la doctora lo previó seguramente un minuto antes). Ahora necesitaba a una modelo que se sintiese amenazada. Pero el sentido común me hizo desistir. Una cosa es lo que uno desea y otra lo que uno puede hacer. No podía mandar esa carta, por muy anónima que fuera, sin que la víctima pusiera a la policía en sobre aviso. Tener a la policía vigilando no me hizo gracia. Un asco tan lleno como la luna llena me inundó el ánimo. Recordé al escritor del movimiento fetasiano Antonio Bermejo. Dijo que escribir era sufrir. Quizá por otros motivos, ajeno a los sentimientos del autor de La lluvia no dice nada, le di la razón en aquel tiempo en que decidí dejar de ser periodista. Me harté de la diarrea verbal que enfermó mis antiguas dotes de escritor. si es que las tuve. Sin embargo, en el ejercicio de la pintura nunca he sufrido, ni con las vivas ni con las muertas. Las vivas son las putas a las que pago el precio del servicio. Aunque hubo una que no quiso cobrarme, no permití ese sentimentalismo. La obligué a guardar el dinero en sus manos. Fue la única vez que la toqué. Mi maestra Rosario Fuentes fue quien me enseñó el zen del deseo. La contención del deseo se hace realidad sobre el lienzo. Cuatro Tablas tiene todos esos cuadros vendidos, a una media de 3.000 euros cada uno. No está mal. Los cuadros que Ramiro Rivero me guarda en su barco, cuando los exponga, multiplicará por diez esa cifra. Los que aún me critican por no ser un pintor bellas artes, se comerán los mocos. Los cremas del gremio que me miran por encima del hombro, se tirarán por un puente, se ahorcarán o se pegarán un tiro.

En el bar Castillo la cosa tranquila. Ramiro Rivero embebido en sus pensamientos. Volvió a la realidad cuando me vio entrar. 

--Te agradezco los mil euros. Me dijo que lo llevases el lunes.

Se asomó a la puerta y se puso a mirar el castillo, la antigua torre militar derrumbada por una barranquera. 

--Mi cuñado dice que el castillo hay que recomponerlo.

--Sí, hay que armonizar esa ruina.

--Yo no sé. Da igual lo que hagan, ese castillo ya está muerto.

--¿Qué dice el periódico? ¿Sale algo nuevo de la agresión en el Liceo?

--Tkam está en el hospital. Aún no ha prestado declaración. Eso me dijo. ¿Tú crees que me vería?

--¿Qué más da? No te conoce.

--No, sí me conoce. Él presentó la exposición de Ariadna Herrera. ¿No te acuerdas?

No me acordaba. Pero sí, me acordé. Ariadna Herrera fue la única artista con prestigio que no me ofendió cuando se fue al otro mundo Rosario Fuentes. Ariadna Herrera había sido alumna de Rosario Fuentes. Sabía lo que había de su antigua maestra en mis pinturas y lo que no. Y lo que no había era más valioso que lo que había. Tiene visión Ariadna Herrera. No tiene el gusto en el culo, como todos esos Bellas Artes pasándote el gusto por las narices.

Aquel día de marras, el de la exposición de Ariadna Herrera, animé a Ramiro Rivero a subir a La Laguna a ver la exposición de Ariadna Herrera. Aún él no había entrado en relaciones con Carmen Elena. Yo creo que Tkam aún tampoco la había abordado. En aquel entonces ni la conocía, seguro. A quien sí quiso abordar aquella tarde noche fue a su presentada, pero se quedó con el deseo frustrado. Por lo menos esa noche. Voy por partes. 

Aún en San Andrés. Ramiro Rivero miró la foto de la pintora en el centro de una entrevista que publicó El Día. No me hizo falta insistir para que subiéramos a La Laguna. Jacob, el muchacho que trabaja de día en el bar Castillo, no se opuso a que yo desvalijase de El Día la página de contactos 07. 

--Esta noche, de putas. A ver si me traes una para mí --comentó Jacob.

Aunque no era habitual que pusiesen fotos de esas en El Día, ese día sí había una con foto y casualmente era de La Laguna. Doblé la hoja del periódico en tres. La otra página era de esquelas. Casualmente la foto de un difunto, su rostro, quedó al pie de la foto real que ofrecía un servicio 30 euros media hora. Hasta otra, le dijimos a Jacob y salimos del bar Castillo. La fachada acristalada de la sucursal de Cajacanarias en San Andrés, en la calle de la muralla, reflejaba, casi convertido en un boceto, el automóvil de los años cincuenta, el chevrolet, que aún subía por las cuestas isleñas con un desparpajo insultante. Del laurel de india sobre el coche habían caído numerosas cagadas de aves. Las cagarrutas relucían en el techo, en el parabrisas y en un retrovisor con más intensidad de lo normal. Aquel día Ramiro Rivero había movido a media mañana el chevrolet hasta la plazoleta, la plaza de Las Adelfas. y con una manguera que mi padre tiene en el patio de afuera, le pasó un agua. Cagadas anteriores ya habían corroído la pintura granate del coche. Islotes de óxido cubrían el techo del chevrolet. Hay ruinas que son nobles y doblemente bellas. Ese rodante tenía impresa esa nobleza, como un poema de Esther Primavera en el móvil de Ramiro Rivero. Un mensaje que aún no había borrado, de tiempos antes del suceso con su novela enviada a Las Palmas, esa estupidez de mandarle una obra grosera a un alma sensible. Me siento a tus orillas / estoy frente a ti / y de pronto al instante / solo deseo beberte. El suspiro de mi amigo cuando borró el mensaje, hizo temblar las ramas del laurel de india. 

--¿Qué hora es? --pregunté.

--La hora en que las nubes se encogen y se aíslan de las demás. no sabiendo si ir cada una por su lado o juntarse todas...

--Hay alerta naranja.  

--Esperemos llegar antes a La Laguna. El parabrisas no funciona muy bien.

La exposición de Ariadna Herrera, en mi caso era una disculpa. Mi intención era contratar en La Laguna a la mujer de la foto real sobre la cara del muerto y después del paripé expositivo y de los canapés en la sala donde inauguraba exposición Ariadna Herrera, decirle a todo el mundo, a Ramiro Rivero el primero, adiós y hasta otro día. Subía a La Laguna esta vez sin disfraces. Nada del disfraz de barba canosa de cuando iba al domicilio de María Guzmán ni el de músico distraído de cuando iba al de Elba Padrón. 

--¿De qué te ríes? --preguntó Ramiro Rivero.

--De nada --dije yo.

Me hizo gracia que la dirección de la mujer de la foto real, a quien ya había llamado por el móvil, estuviese en el mismo edificio, un piso más alto, donde conocí a fondo a la doctora María Guzmán. Creo que me entró la emoción del asesino que regresa al lugar del crimen. En una bolsa de hombro, de muselina, llevaba mis herramientas de trabajo; un blog apto para óleo y un carboncillo. Mientras el coche dejaba San Andrés, en una página del blog intentaba copiar las líneas de la foto del 07. Los trazos mirando a la mujer real llegarían después de las once de la noche.

--¿Qué estás dibujando? Eso no se parece a una tía.

--Es una nevera.

En fin. Llegamos a La Laguna. Nada más entrar en la sala de exposición, Ramiro Rivero quedó deslumbrado con Ariadna Herrera.  

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