jueves, 2 de junio de 2022

IX

 Atardecía. Ya había pasado el tiempo. Los periódicos ya no recibían casi nada del criminal de La Laguna. Un clavo saca otro clavo y una noticia apaga otra noticia. Después del crimen llegó un incendio. Un incendio destrozó el Obispado de la ciudad del Adelantado y la consternación pública puso en el fuego el interés público. Hubo teorías que descartaban el doble crimen de aquella noche en La Laguna. Ninguna tenía signos de haber sido asesinadas, ni con venenos ni con cuchillo ni con nada; el busturí que la doctora tenía en las manos no tuvo nada que ver. Era como si ambas hubiesen decidido abandonar este mundo, quizá en un viaje astral, y no pudieron volver. Esta idea fue Melitón quien la ideó en su cabeza y la hizo llegar anónima a los periódicos. No cayó en saco roto. El caso del doble crimen se apagó y se encendió el caso del obispado. ¿Quién prendió fuego? ¿Quién no prendió fuego? ¿Qué fue? ¿Qué pasó? 

--El obispo dijo que los curas no fueron --dijo Ramiro Rivero en llegando al Dique del Este, atracadero de petroleros cuando venían petroleros a Santa Cruz. Cuando la refinería estaba en auge y Santa Cruz con viento sur se cubría de un penetrante perfume a bufo; con las agujas de la hierba del diablo hilábamos con ese olor una alfombra que nos llevaba a las torres del palacio donde dormía la princesa Budur.

--Deja de fumar --dijo Ramiro Rivero. 

Llegamos a Santa Cruz. Aparcamos en la avenida Anaga, frente a La Puerta Verde, abierta pero vacía por dentro. Nos quitamos el frío en el bar Capricho. Después subimos a la plaza El Príncipe. Toda llena de casetas blancas de lona. Feria Canaria del Libro. Los altavoces anunciaban la presentación de una tesis doctoral sobre la novela Pedro Páramo. Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos. Sentí un golpe en la respiración, y creí sentir la pena de su muerte. Por un momento pensé que debía armarme de valor y preguntarle a mi padre, cuando despertara de una de sus siestas a la hora en que el disco solar se desliza detrás de la montaña, en qué cama había muerto mi madre y cómo fue su muerte. ¿Tuvo tiempo de tenerme al menos dos segundos en sus brazos? Toqué con los nudillos un hombro de Ramiro Rivero y le dije que no quería oír más ninguna tesis de nadie. El sonido de los altavoces me chirriaba en los oídos. Se me desbarataba la cabeza como haciéndose añicos. Yo también leí Pedro Páramo, cuando Roberto Brezal ganó el Premio Emeterio con su primer poemario, el que usaba yo hasta hace poco para mantener el hilo poético con Esther Primavera. Tendido boca arriba en el sofá del salón de la casa de mi padre, leí entera, sin parar, Pedro Páramo. Con la puerta de la calle abierta, para que entrarán el aire y el jolgorio de los gorriones. Pero ahora, con la respiración más apaciguada, no quería seguir oyendo ni una sílaba más sobre esa historia que comienza con una madre moribunda, pidiéndole a su hijo que vaya a conocer a su padre y le exija lo que nunca le dio y está obligado a darle. Le dije a Ramiro Rivero que no quería seguir oyendo aquella porquería.  Dejamos la plaza del Príncipe, bajamos hasta La Puerta Verde. El sitio iluminado por dentro pero sólo se veían dos camareros mirando a la calle, oscureciéndose. Cogimos el coche y regresamos a San Andrés. En el bar Castillo el palique giraba en torno a las mujeres sudamericanas que llegaban del otro lado del Atlántico, enamoraban a un idiota isleño y se quedaban con sus propiedades. Dejamos de lado ese tema cuando apareció Hansel. Era hijo de sudamericana y seguro que no estaba de acuerdo con nosotros, y cuando Hansel no estaba de acuerdo no se limitaba a no estar de acuerdo. En sereno remanso esa noche la ancha calle de la muralla y el bar Castillo. Los laureles no movían sus ramas y el mar y los gorriones estaban durmiendo. Tal vez en ese mismo momento, en algún lugar de San Andrés, una mujer moría alumbrando a una criatura. Seguramente no, nos hubiéramos enterado enseguida.

--¿Qué es lo que hace un burro en lo alto de aquella montaña cuando sale el sol... Sombra --habló Hansel--. Tonto es el que piensa que el otro es tonto. Idiota es el que piensa que todo el otro es idiota. Y equívoco es el que  vive en un mundo equivocado. 

Uno de los laureles de la muralla nos protegía del sereno de la noche. Hansel hizo un cigarrito de la risa y me lo pasó.

--¿Qué será que en todo lo que tú me digas, está?

--La palabra.

--El nombre de las cosas.

--El nombre de las cosas son palabras, Hansel. 

Palabras es lo que llegaron en ese momento al móvil de Ramiro Rivero. De la poeta de Las Palmas. Esther Primavera. Con curiosidad metí la nariz en los mensajes. Esther Primavera estaba mandando a Ramiro Rivero al invierno. Esther Primavera era para él como la tónica en la ginebra. Un refresco. La ginebra, Carmen Elena, al fin y al cabo es lo que importa. ¿De qué vale un refresco si no hay ginebra? Afligido estaba, a perro flaco todo son pulgas. No hay un mal que no traiga otro detrás. Ahora no tenía ni a Esther Primavera ni a Carmen Elena. Carmen Elena le daba largas. Hoy me invitó TKM a cenar en el japonés. Hoy me invitó TKM a admirar sus cuadros en Laja Azul. Hoy me invitó Tkam a hacer submarinismo en Adeje. Esto Carmen Elena. Y Esther Primavera se despedía y él ya no pensaba insistir para volver a la comunicación virtual.  

Te haré una confesión. Durante 35 años he estado probándolo todo. Y he llegado a una conclusión. Todo es lo mismo. Un vacío. 18 del 1 del 2007. Él seguía borrando mensajes después de copiarlos en una libreta comprada en Favego, en la calle La Rosa, Santa Cruz, deshecho humano = material literario. Siguió copiando y borrando. Mientras el tiempo pasa, me noto extraña, tan extraña. Me sacudí en el banco bajo el laurel, frente al  castillo. Era un mismo mensaje que yo tenía en mi móvil. ¿Los enviaba duplicados? Marcel Rivero copió y borró el mensaje. Hansel interrumpió y repitió y repitió que había que pintar la parte muerta del San Andrés. Ramiro Rivero no levantaba la cabeza, sentado en el banco, copiando y borrando. Yo los dejé y subí a la casa de mi padre. Meé, cagué y me dormí.

Ramiro Rivero estaba especialmente amargado, más de lo normal. Le había remitido días antes  a Esther Primavera, por correo corriente, una copia en papel de una novela que estaba fabricando. Una novela llena con guarrerías y groserías que yo le contaba como si fuese fantasía de la noche de Walpurgis. El bisturí. Con que materiales batí el oleo de El bisturí. Todo eso ambientado un Puerto Marte galáctico donde el vacío agranda los huecos y las protuberancias y la mierda flota. Yo le aconsejé bien. Le dije que no le mandara ninguna novela. No me hizo caso. Cerró el sobre y me dijo que se lo pusiera en el buzón, en la calle Chani, donde está correo. Copié la dirección en mi blog de bocetos y puse la novela sexualmente jedionda en el buzón. A partir de ahí comenzó  a girar 180 grados el tono de los mensajes de Esther Primavera al autor de la novela. Ramiro Rivero dejó el ron sobre la barra del Castillo. Salió al aure de la muralla y se sentó en el acostumbrado banco bajo el laurel, enfrente del castillo. Fue como si de pronto un soplo de hielo le golpeara el rostro. A las farolas urbanas aún no llegaba corriente eléctrica. Una luna blanca iluminó los huecos altos del laurel. Algunas hojas caían sobre la frente de Ramiro Rivero.

Borraba, sin copiarlo a mano en su libreta de apuntes, el último y quizás para él el definitivo sms de Esther Primavera:

Veo oscuridad, frustración, obsesión, vacío, amargura, terror, sexo sin control. Un muy lago túnel oscuro. Hace muchísimos años comí dolor, vomité mierda y me hice daño hasta parir meados. Ya no juzgo otras basuras de nadie. Ahora mismo estoy tan cabreada con el puto libro que no quiero conocerte. Me has hecho recordar el asqueroso pasado de mierda. Qué asco. 

--Puedes incorporar eso a esa novela tuya llena de groserías. 

No le hizo gracia mi observación. Creo que iba a replicarme con un exabrupto pero le volvió a sonar la música de llegada de otro sms. 

Hola señor Rivero. Cómo estás y cómo llevas la novela. No te olvides que me gustaría leerla. Tu amiga Rosa.

Un clavo saca otro clavo.

Se encogió de hombros y contestó a Rosa: Serás la primera en leerla.

Qué honor, contestó Rosa.

Le escribió un mensaje seco a Esther Primavera. Le pidió sin demora la devolución de su obra. Se equivocó de destinatario. Suele pasar cuando se tiene la cabeza en otro sitio. Se lo envió a Carmen Elena. Inmediatamente borró el mensaje. 

Carmen Elena, Carmen Elena... en su cabeza Carmen Elena, sin parar. Qué importaba la rosa ni la primavera si Carmen Elena no lo quería ver. No la podía apartar de su cabeza. Qué hombre obsesivo. Todavía no se le habían quitado las ganas de hablar. Todavía no se le había resecado la lengua. Le dije que la pusiera en la novela y que con las letras le quitara el salvajismo y follara con ella comiendo perdices en Puerto Marte. Por un oído le entró y por otro le salió.

--Le comuniqué que hoy iba a La Orotava contigo. Se puso como una fiera.

--Primera noticia --dije, refiriéndome a lo de ir a La Orotava.  

El motivo es que Tkam exponía algunos de sus cuadros en el Liceo Taoro y el pescador supo, no sé cómo, que Carmen Elena estaría allí con Tkam. Su masoquismo no me extrañó. Fue más fuerte mi curiosidad, más por conocer de cerca a Carmen Elena que por contemplar los cuadros de Tkam. Ni ganas.Cuesta arriba se me hizo volver a verle la jeta a ese pintorestrusco baboso. Pero no todo el monte es orégano. A Tkam ni mirarlo de reojo, y los cuadros con un ojo cerrado. Con Carmen Elena en el punto de fuga, la perspectiva de La Orotava era suficientemente apetitosa. Quien no quiere pelos, no come cochino.

Hacia allí fuimos en el chevrolet subiendo y bajando y contemplando el atardecer en el norte, sugerente y bucólico.

En la radio del coche un judío discutía con un cristiano católico. Apostólico y romano. 

--Desde el tiempo de Jesús, los cristianos no dejaron de hacer la guerra. Las más horrendas y horribles guerras. Que el Creador recurriera a una dama judía para preñarla, eso no se lo cree nadie a menos que lo estén machacando con ese cuento chino día y noche. a menis que te estén machacando el cerebro y la médulade los huesos con ese dogma.

Era una discusión libre para la radio que se produjo en Barcelona en 1263.

--Isaías, capítulo 53, relata la muerte del Mesías y cómo iba a caer en manos de sus enemigos...

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