jueves, 26 de mayo de 2022

I

 

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Aún estaba cerrando mi cuarto en la casa de mi padre cuando oí a Ramiro Rivero. --Soy un hombre que busca ayuda, un escritor que busca misericordia. --Aún no había borrado los últimos mensajes en su móvil. Te observo acariciar las verdes enredaderas. De Esther Primavera.

Saludó a mi padre y pasamos a la cocina. Puse la cafetera al fuego. 

Yo hacía cuatro años que había vuelto a la isla. Con las espaldas cubiertas. Con una jubilación anticipada. 35 años de curro en una ciudad del norte de la península. 

En esa ciudad del norte viví 35 años, hasta que regresé a la isla de Tenerife. Hoy tengo un cuarto en la casa de mi padre, en el barrio-pueblo de San Andrés. Estuve mal casado con mi profesión durante 25 años. Lejos de las islas. Me jubilé porque ya no podía escribir una línea más, cada línea más falsa que la anterior. Aunque sé que hubiera podido, si no hubiese intervenido el amor loco. Me enamoré de una mujer casada que vivía en Donostia, y no podía soportar que siguiese durmiendo con el marido mientras yo batallaba con el periódico de hoy. Me cago en el amor. Qué me importaba a mí que durmiese con el marido. Todo el mundo me lo echó en cara. El haber abandonado un trabajo por una mujer. Por algo será el repudio que me cogieron en la ciudad del norte donde habité y trabajé 25 años. Digo yo que es por algo. Todos supieron mis artimañas para hacerme pasar por loco y que me concediesen la jubilación anticipada. Las críticas voraces era imposible no oírlas. Mi corazón palpitaba como después de una carrera de doscientos metros. A veces me sentía como María Magdalena cuando le tiraban piedras. A lo mejor soy yo la reencarnación de María Magdalena. Quién sabe. A lo mejor soy ella y todavía no lo he cogido. A lo mejor por eso la parte femenina en mí es tan fuerte. Por eso quizás Ramiro Rivero no se llevó de la casa de mi padre un librito de Boris Vian que dijo que era suyo. Yo creo que no.

--Yo quiero escribir como Boris Vian, con la seguridad de saber la historia que estás contando y no dando titubeos, tirando palabras al papel --comentó Ramiro Rivero.

Más de ochenta años de edad sumamos los dos, y aún nos comportábamos como jóvenes imberbes en un primer curso de caligrafía. Él, sin embargo, seguía empeñado en ser escritor de ficciones. No se conforma con los chicharros que pesca por las noches con la mar en calma, y una furgoneta esperando en el dique de Las Teresitas, esperando el regreso del barco, para cargar todo el pescado. Por lo menos la pesca la da algo de dinero. La pesca de palabras, en un portátil que tiene en su caseta de pescador, pocos céntimos le aportan. Sé que me tiene envidia, y resentimiento, porque yo tuve visión y dejé la escritura, ese oficio de ratines, y hoy soy un pintor con todos los cuadros vendidos en la exposición que, hasta el 15 de este mes, usted puede ver todavía en La Laguna, en la sala Cuatro Tablas,

Mi oficio, hasta que hui con la mujer de Donostia para tenerla conmigo todo el tiempo y que se divorciara del marido y no lo viese nunca más, era también las palabras. Con aquella mujer dejé el oficio de las palabras. La hiena de papel me había desangrado las venas. Me postraba a sus pies como un gallina, me inclinaba todos los días a beber sus babas y juntaba las manos sobre el teclado del ordenador del periódico como un beato que ya no sabe qué rezo rezar. Muchas pantallas, muchos seres que llaman periodistas, pero en realidad una sola gran pantalla y un solo gran sacerdote, cristalizado en la electricidad de la diabólica iglesia mediática. Cuando me mandaban que diera caña, yo daba caña. La retórica de dar caña la tenia automatizada en las tripas. Y cuando me mandaba que diera vaselina, yo tecleaba vaselina. Los preceptos de la vaselina los tenía impreso en las arrugas de la frente. Lo mismo ejercía con competencia escribiendo adulaciones que insultos. Entre el adobamiento estilístico por un lado y el golpe machete por otro, yo en medio ya no sabía quién era. No me hice el loco. Estaba realmente loco. Si quería volver a la cordura, tenía que huir de aquella vida celda asfixiante. Mi vida era de casa al trabajo y del trabajo a casa, pasando por el bar en la ida y en la vuelta. Hay lugares donde el bar te alivia, pero hay otros donde te hunde aún más. ¿Comprende por qué vi la luz cuando se me acercó la vasca? Aquellas orejas carnosas, sobre aquel cuello redondo, extraordinariamente blanco, su coño sabor hierba silvestre. De una blanca y asilvestrada calidez. Al principio sí, muy cálida, en efecto. Pero pronto aquella capa de calor se disipó. Lamenté que se divorciara del marido y que estuviese siempre siempre siempre pegada, como una lapa, sin quitarme ojo. Me inmovilizó en Donostia durante unos meses. Al principio sus abundantes cabellos se me atojaban enigmas rojizos. Pero después me ahorcaban y me envolvían en una atmósfera que era la quintaesencia de la que durante años y años respiré en el periódico. Un día afortunado logré escapar de Donostia y volví a la conocida ciudad y paseaba todos los días frente al mar Cantábrico.  Entonces ya solo me interesó la forma, el color y la luz que hay en la superficie de las cosas, ajeno al magma, la oscuridad y las palpitaciones de la parte oculta del mundo.

Que soy un buen pintor naif, según una crítica de Agustín Díaz Pacheco. Lo sé. Organizo los colores y los tonos como en los buenos tiempos, cuando teníamos quince años, cuando escribir era un juego y no una obligación, organizaba las palabras; ponía una encima de otra según las letras, una debajo de otra según las silabas, una detrás de otra según la sonoridad. Aunque cada día me fui quedando más y más atrás. No logré lo que Roberto Brezal con su primer poemario ni lo que Ramiro Rivero con su primera novela, donde fusiló lo que quiso el poemario de Brezal. Me fui hartando de las palabras. Aunque puedo decir, en mi defensa, que regresé a la isla para quedarme, entre otros motivos, porque extrañaba el idioma canario. Escribí tantas mentiras estercoladas con artificiales retóricas, que pensé en mi tierra natal como un lugar de purificación. Hoy, todas las noches, después de ponerse el sol, antes de ir al bar Castillo, de espalda a todas las utopías, me doy una vuelta por el derruido muelle antiguo del pueblo, y el mar de la noche me enseña a pintar, con la inocencia que en la lejana juventud componíamos versos con los ojos cerrados. Mi vida fue la lengua, hasta que llegó el día que me la arranqué, la lengua literaria. Mi lengua de hoy es una culebra y mi pensamiento es el de un reptil. Mi pensamiento es rectilíneo, no sé por qué me complico tanto. El libro de Boris Vian está todavía en mi cuarto de la casa de mi padre. Ramiro Rivero marchó a sacar su barco a la mar, el San Andrés. El que sí se llevó con él, porque este libro sí era suyo, fue El jorobadito, del argentino Roberto Arlt, y me dejó prestado Mis putas tristes, el último de García Márquez, la narración de un pederasta de noventa años, enamorado de una virgen dormida, con una matrona de burdel avispada, paciente y aún con olor a jazmín.

--Estupendo, creo que me va a servir para ambientar mis putas tristes.  --dije, a mi reflejo en un espejo.

Mis putas tristes es un García Márquez que dejó atrás sus cien años de soledad y hoy visita un burdel que parece un cruce entre la casa de la muerte de la novela de Zamora Milagros de Cuba y la casa de las bellas durmientes, del escritor japonés Yasunari Kawabata. Un garciamárquez con una prosa copiada a Boris Vian. Para empezar, Boris Vian tiene una literatura que debería estar prohibida. Es verdad que tiene un estilo que es como un cañonazo, lo cual es aún más grave, y me temo que ya tenemos bastantes drogas como para añadir la del estilo cañonazo. El estilo literario debe ser más pesado que un plomo, para que no sea peligroso. Planetariamente aburrido. Pero yo estoy harto de esa prosa, la misma que empleé en el periódico de la ciudad del norte cuando la vida se me ponía cuesta arriba, y prefiero, ahora que ya no escribo nada, el estilo de Boris Vian. Me temo que nunca tuve un estilo propio. O sí. El estilo que tengo ahora. Se lo debo a la madre de Melitón cuando Melitón y yo éramos niños con edad de un solo número y su madre era hechicera y bruja y yo y Melitón la andábamos aleándole hierbas y oyendo sus jaculatorias curativas. 

--Doña Dorita, a usted se le quita, por amor del cielo, esa verruga que la atormenta, en nombre de santo ... --etc. Y doña Dorita recobraba la alegría y la verruga se le iba, se le esfumaba, y no quedaba a la izquierda de su nariz ni la sombra. Así muchos casos hasta que la madre de Melitón se retiró de bruja y decidió no oír, ni hablar. La llamó el silencio.     

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