Estaba el bello durmiente
como un tronco dormido,
tenía la polla tiesa
porque soñaba contigo.
El tamaño no lo sabes
porque aún no se la has visto,
el grosor es lo que importa,
es lo que llena el vacío.
Era un sueño corriente,
te quitabas el vestido,
de la cabeza el sombrero,
de la cintura el cinto
con las hebillas de plata
y cuero rojo encendido,
las bragas encarnadas
y zapatos amarillos.
De los dedos de las manos
los oros de los anillos,
el zalcillo de la oreja
y el piércing del ombligo.
Al durmiente te acercabas,
qué bien soñaba contigo
como con su Dulcinea
aquel caballero altivo,
y con Roxana, Cyrano
el de nariz de pepino,
y aquí dejo los ejemplos
y más ejemplos no digo.
Da igual que fueses casada,
te llevaría hacia el río.
No vio ese bello durmiente
que llevabas escondido
un afilado cuchillo.
Con la polla haré pastel
adobado con membrillo,
le dices para que sepa
lo que hay ese belillo.
La tajada es certera,
de carnicera el oficio,
y el durmiente despierta
dando cientos de alaridos.
¿Qué tienes, mi buen esposo¿
¿Qué tienes, mi buen marido?
Le pregunta su mujer
al bello no ya dormido.
Y el horror se duplica
al ver que lleva consigo
bien sujeto por el mango
un afilado cuchillo.
Más horror le entraría
si supiese que el querido,
que él no sabe ni de lejos
que su mujer ha escogido,
en la cocina ha amolado
el acero endurecido.
Lo entierran de madrugada
en una orilla del río.
Ahora el rumor del agua
canta al eterno dormido:
un sueño sigue a otro sueño,
sigue soñando, amigo.
En el pueblo son las fiestas
y baila con su querido
la viuda del que soñaba
viéndote sin el vestido.
Y aquí dejo esta retahila banal, que a veces hago cuando me acuerdo de cho Juan el de las Mercedes. Eran historias similares, pero no tan crudas, las que el buen juglar recitaba en la plaza de Fátima en fiestas de verano, entre el tío vivo, los coches locos, la noria y las casetas de tirar balines.
Doña Candela alquilaba habitaciones para que los feriantes recibieran de tapadillo a mujeres casadas. Yo solía estar en su casa porque ella me llamaba para hacerle mandados y me dejaba ver la tele.
En la sala donde estaba la tele, en un cómodo sillón de tres culos se sentaban las tres casadas, Solían ir a casa de doña Candela a ver la tele. En esos días de fiesta iban a esperar a un cáncamo del que yo había sido intermediario. Eran tres los cáncamos. El de la taquilla de los cochitos locos, que me dejaba montar gratis en las horas de menos gente. Fue el primero que entró por la puerta de atrás, a escondidas. No mucho se escondió, que uno de los maridos lo vio entrar, a la casa donde su mujer iba a ver la tele. Llamó por teléfono. Doña Candela le dijo que allí no estaba su mujer. Temiendo lo peor, que apareciera el tío aporreando la puerta, me dijo que saliera y fuese a encontrarlo a medio camino.
¿Y luego?, luego lo cuento otro día si cuadra, y si me acuerdo.
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