viernes, 27 de mayo de 2022

III

 Bubangos, zanahorias, cebollas... la lista de la compra. Porque eso es lo que hay todos los días. Una lista de la compra. Y no te olvides de los cigarrillos, fumar durante el embarazo puede perjudicar la salud de su hijo. Lo tendré en cuenta. Quedaré embarazada. De humo. Toda mi vida está llena de humo. Y mi boca de culebra está llena de humo. Como de una luz rojiza y parpadeante. Ardiendo todo el tiempo en un distante centro. Abro el periódico. La luz roja no me deja pensar y abro el periódico mientras el día se va quedando sin luz. Todos nos vamos quedando sin luz. Una penumbra mortecina se apodera de los hospitales, de las oficinas, de los supermercados. ¿Dónde está la luz canaria? ¿Dónde está el estilo canario? ¿Dónde está la verdad y dónde la mentira de este pueblo? Siempre vencido, siempre viviendo de las migajas. Disputándonos como ratas las migajas unos a otros. Royéndonos el alma. Cada cual a sí mismo, a los demás, a todo lo que encuentre por delante. La isla agota y hay que vivir de fantasmas. Fantasmas que abran realidades inéditas. Tan claras como el agua que está lloviendo. Nos hemos construido en un laberinto de incertidumbres, de apariencias. Muy pocos apuestan poniendo la mano en el fuego. Por eso me convertí en pintor. Y por eso me convertí en asesino. Y por eso quiero ser mujer. ¿Qué digo? No sé lo que digo. Creo que me poseen diablos que no se ponen de acuerdo entre ellos. No saben que hacer conmigo y me hacen hablar disparates. Hago un esfuerzo de águila para quitármelos de encima y que dejen de marearme. Melitón dice que la única manera de hacer que los diablos sean tus amigos, es no hacerles caso. No son mis maestros. Ellos abominan de la geometría geométrica que me enseñó, en la definitiva lección, Rosario Fuentes. Esto me dijo Melitón una tarde, ya casi noche, en que bajamos a la vera del barranco por debajo de su casa y cavamos un hoyo con un pico y una pala. Me dijo que me tendiera dentro del hoyo. Lo obedecí, me acosté allí dentro. Entonces empezó a decirme que yo era su madre y que esa era mi su morada. Dejé de ser yo y fui su madre, en la tumba, en el último hogar. La sensación que tuve no puedo decirla. Melitón lo haría mejor. Solo Rosario Fuentes hubiera podido pintarme en ese momento. Pensé. Y Melitón debió de hacer una brujería de las que aprendió de su madre cuando era curandera. El tarotista convocó a Rosario Fuentes en cuerpo y alma. De hecho la vi allí arriba, haciendo bocetos y croquis en un lienzo labrado con la misma tela que la del traje del famoso emperador, y ella era yo. Yo pintándome a mí mismo. Un autorretrato. 

Rosario Fuentes fue una maestra perfecta. Atrapaba los colores y las ausencias de color y todo lo demás le importaba un rábano. Con ella aprendí lo mejor de su oficio. Con ella experimenté el entusiasmo de la acción. La sexualidad del volumen, la afectividad de los contrastes, el intelecto de las sombras. Al principio me lo tomé como un pasatiempo. Salir de San Andrés, ir a Santa Cruz y pasar unas horas haciendo algo diferente, me pareció un modo de romper la rutina de todos los días, sin más. El día que entré en su taller, en la Cruz del Señor, en Santa Cruz, ella me puso a hacer el clásico bodegón. Una botella de Amareto y una calabaza hueca. Hice lo que pude. La botella me salió torcida y la  calabaza no tenía ningún rasgo de calabaza. Sin embargo, ella pareció encantada, no sé por qué. Al final de la clase despidió a los demás alumnos y dijo que me quedase, debía explicarme el sentido de las líneas y las formas. Me lo explicó. Terminamos follando a lo mete-saca sobre  una mesa, una mesa sólida. A partir de ahí dio vacaciones a sus otros alumnos y se dedicó casi plenamente a mi persona. Durante un tiempo no hubo más mundo fuera de ella que yo. Todas sus energías estuvieron a mi disposición. Borró de su móvil la lista de amantes, menos uno, su novio entonces, y lo apagó y se dedicó con todo esmero a adentrarme en el menester de pintar. Yo me encarnizaba con el culo de Rosario Fuentes, y mordía sus pedorreantes nalgas, y la penetraba, siempre por ahí. Quería llegar virgen al matrimonio. Ella tenía 25 años y yo 52. Estábamos hechos el uno para el otro. por lo menos hasta que uno de los dos celebrara su siguiente cumpleaños. Antes de yo conocerla, hubo un tiempo en que estuvo obligada a limpiar casas ajenas para poder pagar su carrera en Bellas Artes. Ahora ya no. Ahora ya tenía el doctorado y tenía un novio rico que le daba todos los caprichos. Y no era celoso. A veces ella encendía el móvil y había cien mensajes de ese novio. Yo nunca lo conocí. Ella, despreocupada, volvía a apagar el móvil antes de que sonase otro nuevo mensaje. Y nos dedicábamos al arte. Cagó sobre la calabaza hueca, una mierda compacta pero fácil de moldear. En ese momento pareció sufrir una iluminación melitoniana. Dijo que el arte de la pintura tiene su magia pero la escultura está varias nubes por encima. Le imprimió a su cagada, tubular y compacta, una forma caprichosa, según ella ateniéndose a la teoría de la línea, de Kandinsky. Lo que no quedó en la escultura, de diez centímetros de alto, lo mezclamos con óleos. Y volvimos al lienzo. Ella me decía y yo hacía. No me dejó terminar hasta que penetró en la tela el olor de la mierda. A las semana, las tintes de cagada y óleo se secaron, pero el lienzo siguió despidiendo olor a mierda, un olor agradable, grato a mi olfato. Cuando tuve once cuadros con esa técnica, me organizó una exposición en la sala Cuatro Tablas, en La Laguna. Cuando le llevamos la obra, los once cuadros, el dueño de la sala se echó atrás. No le agradó el perfume de los paisajes. Ella declaró que eso había sido un aviso estratoférico, y que había que quemar los cuadros. Llamó al novio para que alquilara una furgoneta y en una semana no la vi. No sé qué hizo con el novio, no sé qué hizo con los cuadros de mierda, no sé lo que hizo en esa puta semana. A mí me pareció un siglo. Y cuando me llamó para que volviera al taller, me advirtió que habría un cambio de registro en mi aprendizaje. No me permitió ningún contacto físico, por ningún lado. Se desnudaba lentamente. Me ponía caliente como una fiera. Pero si me apartaba del lienzo para acercarme a la materia viva, su sensualidad se convertía en fría crueldad y sin contemplaciones me hacía salir del taller. Aprendí a no apartarme de los pinceles. Ahora tenía que actuar yo solo, y captar todas las insinuaciones y palpitaciones de su cuerpo desnudo. Su pose no tenía nada que ver con la Susana deTintoretto. Era completamente obscena, de revista pornográfica barata, abierta de piernas, abriendo su coño con los dedos, y yo lo pintaba, pelo por pelo, pero sin poder tocar ni uno. Una vez, de puro nervio, me llevé a la boca las cerdas de un pincel, manchadas de verde cobalto. Pinté su coño siete veces. La exposición fue  una fiesta. Esta vez el dueño de la sala recibió la mercancía con indisimulado contento, con la nariz abierta, y los ojos y la codicia. Todos los cuadros se vendieron. Los euros se los repartieron Rosario Fuentes y el hombre de la sala. Yo no vi ni uno. Mi maestra cobró así sus horas de clase. Hacía seis meses que yo había olvidado que sus clases tenían un precio. Y si el precio correspondía al valor, era un precio justo. Desde entonces me convertí en un pintor solicitado. Pero no me atreví a dejar las clases de Rosario Fuentes e independizarme. Quise pintarla otra vez. Este sería el cuadro definitivo. Mientras posaba, su cuerpo entró en un espasmo violento. Pensé que era epilepsia. Ni epilepsia ni nada. La cocaína la tenía electrónica. Un exceso de voltaje y se quedó inmóvil, con una mosca que acudió al olor del cadáver y se posó sobre su sonrisa vertical. Primero registré el piso donde tenía su taller. En un cacharro de la cocina había un fleje de billetes. Lo suficiente para contemplar el cadáver allí tres horas más. El tiempo suficiente para terminar de pintarla. Con la mosca embebida en el coño, emborrachándose de néctar. No la espanté. La pinté con todas sus alas.  

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