miércoles, 1 de junio de 2011

Desde que el personaje se está volviendo judío-cristiano-cabalista, gestos como no matar una cucaracha los venero. Yo no soy capaz de hacerlo. El otro día no maté una con una azada porque se escondió a tiempo debajo de un sillón, en la sala de mi palacio, al que he conquistado después de muchas estrategias y fatigas. Aprendí de don Juan yaqui y me comporté como un guerrero. Astucia, paciencia, no tener piedad, tener fe y actuar en el momento oportuno. El momento en que el palacio querían convertirlo en picadero. Mi cristiandad es imperfecta, aún no tolera que mancillen vicios de enemigos la casa que es mi destino, a pesar de las goteras de la puerta de la cocina y de los arreglos que le faltan. Recuerdo a un célebre arquitecto, no recuerdo su nombre, recuerdo lo que dijo: "Si la pared de mi casa sufre un deterioro, coloco un marco y le doy valor". (Sólo Ramón el Cuervo es capaz de antropologizar esa solución arquitectónica. Él sabe que las casas no son sólo la fachada, sino principalmente el interior. Incluso, otro arquitecto, se las ingenia para que la fachada no sea visible o por lo menos que sea poco vistosa. La maravilla está en el interior. No sé yo, la fachada también cuenta. La fachada y la parte trasera. Como en una novela, con prólogo de José María Lizundia y epílogo de JRamallo, una novelica que recuerdo ahora por la espóradica pero sólida presencia y ausencia de gatos. Los gatos, curiosamente, son habitantes asiduos de los jardines frente a esta callecilla de las llamada Mil y Una Viviendas. (Barrio de la Salute, como dice Lizundia, junto al Grand Canal (qué gran hallazgo, me emociona más incluso que el gesto heríco de Marcelino la otra noche en un parterre cuyas flores no recuerdo (y creo que me estoy perdiendo... en fin los gatos, como son Los Hermanos Dalton --terminología del Cuervo--, uno gato de agua y otro de fuego, el mero jefe de Agua y su hermano de Fuego, habitan por aquí como esa novelica que está ahora en manos del mejor editor que he tenido, inteligente como Silverio Cañada y Exquisito como Herralde. Dos dedos de frente. Y eso me recuerda que de G-21 hice un comentario del que me falta escribir sobre los cuentos de Javier, de Alexis y de Cristo. Marcelino dijo que le gustó mucho el de Alexis Ravelo. También leyó el de Víctor Conde, y quedó sorprendido, gozosamente sorprendido. El de Alexis Ravelo, un novelista como la copa de un pino, aún no lo he leído. El de Conde, si tengo astucia, paciencia, fe y caridad tendré que hacer una nueva lectura. Ni Anghel ni Marcelino son tontos, saben lo que tienen entre manos.

2 comentarios:

campanilla dijo...

La fachada cuenta, y mucho, aunque una fachada demasiado exhuberante, obliga a que el interior deba como mínimo igualarla o superarla.
El problema es que no suele ser así y entonces se sufre una gran decepción.
Por el contrario, si la fachada es poca cosa, el interior tiende a brillar y deslumbrar, pero hay un problema también: que si la fachada no te atrae, seguramente no entrarás a ver el interior.
Solución, procura que la fachada sea hermosa y que deje intuir al menos algo del interior, de esa manera gusta por fuera y apetece entrar.
Y no hablo sólo de edificios...

Jesús Castellano dijo...

Creo que era brasileño, el arquitecto que construía fachadas, con buen material, pero no visualmente atractivas. Seguramente porque allí, como en todos los sitios pero sin chiquitas, hay mucho "despachante" acechando. Mejor no dejarse ver. En San Andrés llaman "ricos agachados" a los que tienen fortuna pero visten y gastan como pobres. No sé, hay algo deslumbrante en ser invisible, tú lo sabes. Y es curioso, la casa no es sólo fachada, interior, etc., sino también la gente que la habita, incluido animalitos, goteras y todo eso. Marcelino me recomendó encender la cocinilla del cuervo todos los días, dice que hacer la comida espanta los fantasmas. Desde que desembarcó está místico, lo contrario de cómo estaba en el libro de poemas que tienen Anghel entre manos.