La novela va ampliando la visión de Santa Cruz --templo masónico, un mal defendido castillo de San Cristóbal, el camino hacia arriba con caravanas de carros huyentes, el Ayuntamiento...--y la aparición de nuevos personajes, esporádicos o permanentes. La hipocresía política se hace visible y la anónima sinceridad popular también. Dos carreteros que se atrabancan en la huida intentan resolver un desacuerdo con una pelea armada, con cuchillos, y la lid queda en empate, se matan entre sí y se restablece la marcha hacia las montañas. En el ayuntamiento hay reunión de políticos. Idean un bando tranquilizador. La ciudad, en ese momento llena de mierda y destrozos, según el comunicado oficial no corre ningún peligro, y los rumores de invasión americana son bulos sin pies ni cabeza. Sin embargo el alcalde decide pasar una temporada en la lejana ciudad del obispado, no por nada, simplemente porque su mujer necesita una limpieza espiritual. Diálogos más sinceros tenemos en criadas, sirvientes y humildes trabajadores. Nutritiva la casa del cónsul francés, aquí trabaja la Triste, la retorcida mujer del pescador. Sebastián va allí a visitarla, a recordarle que le debe obediencia matrimonial y exigirle que no lo deje solo. Nanai de la China. En esta visita el primer plano es una mujer de grandes tetas que rezuma goterones de leche, esté dando de mamar o no. Esta escena la podemos ver como alegoría del estilo del narrador. Sigo: volvemos a ver al peninsular, instalado en el palacio del Cartaya, junto a un criado bastante torpe que el marqués ha dejado a su servicio. Antes nos habíamos fijado en su cabeza, calva y apollabobada, a la que este hombre abriga con un peculiar y ahora arrugado sombrero de copa. En esta ocasión lo que quiere abrigar son sus pies. En el interior del palacio vemos a ese huevón con la mente entregada a su peculiar cuento de la lechera, hasta que echa de menos sus zapatos. Otra con un similar cuento, es la puta Flor. Le dice adiós a sus huidoras compañeras y se queda sola en el burdel, ensoñando tropas de americanos rubios, guapos y ricos, todos haciendo fila en la puerta de su picadero, dispuestos a pagar generosamente un agradable tiempo de amor. El amor platónico que nos has despertado la ideal y blanca inglesa, la que paga bien a su criada y adorna la cocina de su mansión con un inusual espejo, ha quedado atrás. La heroína y tangible Flor apaga el brillo fatuo de la inalcanzable británica, que no es, ni lo parece, lady Chatterley.
No, no es miss Hamilton una lady Chatterley ni, mucho menos, una Mesalina. No la vemos abriendo su perfumado encanto a la naturaleza marina de Sebastián. Este no folla ni con la cocinera, orgullosa de servir en una casa con hermosos jardines y rectas ventanas, y que no quiere comprarle los sargos al pescador, peces vulgares e indignos de su aristocrática señora. Sebastián es la figura opuesta del don juan que veremos en la gesta. La puta Flor sí está más ligada a la sacrificada costurera de La gesta, más materialista esta en contrate con el idealismo de aquella.
Y aquí, por cambio de bobina, hago una nueva pausa y dejo al peninsular preocupado por sus zapatos de charol, a Flor poniendo un pañuelo de reclamo en su ventana, al general que estuvo en la reunión del ayuntamiento caminando hacia el castillo de San Cristóbal, a comandar a los cuatro lisiados que lo defienden, y a Sebastián asumiendo que su mujer, una araña negra, lo va a dejar solo, cerca del nicho que ha podido comprar para descansar en paz el día de mañana.
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