sábado, 18 de diciembre de 2010

ayer

Soñaba algo que no recuerdo, y dentro del sueño contaba a otros el sueño. Alguien más se sumó a los oyentes y recriminó el relato de un episodio juzgándolo sin comprenderlo, sin haber oído la historia completa. Entonces empecé a contar de nuevo, y el cuento se convirtió en nueva acción, en otro cuento. Recuerdo ahora sólo fragmentos. El oleaje del mar arremetía contra la esquina de arriba, por la parte de la puerta principal, del ex cementerio de aquí, de San Andrés. No sé que hacíamos allí alguien, sin referencia real, y yo. Más tarde, me vi dirigiendo una fábrica. Recuerdo que llegaba gente para pedir trabajo y tenía que ponerla en lista de espera, porque allí dentro no había ninguna función nueva que cubrir. A la única que contraté fue a una chica, porque me gustaba, y la puse a cazar ratones, trabajo que la muchacha hacía tan mal que provocaba más estorbo que beneficio.
El único obrero "real" era JH. Este sí era bueno haciendo su trabajo, de tal modo que despertó la envidia de otro que lo retó a pelear. Quise evitar la pelea pero ellos estaban tan decididos a enfrentarse que los mandé a la calle a que resolvieran sus diferencia fuera del recinto. En esto tocaron a la puerta. Abrí. Era la muerte, en forma de hombre, vestido de obrero. Me pidió trabajo. Entonces supe que uno de los dos que habían salido caería pronto para siempre. "¿A quién de los dos vas a sustituir?", pregunté a la muerte.

En esto sonó el móvil, el móvil real, que había dejado junto a la mesanoche. Era JH.
Él estaba en el Monterrey, pero a mí me había atacado un cruel malestar y no pude acudir a tomar un alegre café de mañana. El día por la tarde-noche había sido movido. Fui a ver a Anghel, sin avisar a Ramón porque tenía el tiempo contado. Nos citamos en una sextienda de la calle La Rosa, y estuvimos hablando de relaciones humanas con la dueña, una bella y simpática señora. Con ganas de volver un día de estos a esa tienda, nos despedimos y fuimos hasta la plaza de España, donde José estaba esperando.
--Es pequeño pero se hace notar.
En una terraza de la plaza de La Candelaria repasamos las hagiografías de los conocidos comunes más célebres. Y después de un agradable paseo por los desbarajustes urbánisticos, llegamos a su casa, donde conocí a su hermano, buen conocedor de la política...
A San Andrés regresé con José. A la entrada del pueblo, dos furgonas de la Policía Nacional. Nuestros rostros serenos y respetables no levantaron ninguna sospecha. Más tarde, Chani informó que habían resgistrado la casa del Ñaca y se lo había llevado para Santa Cruz. Y por lo demás, noche de ronda con mi cuñado y mi hermana y Marcelino y Chani...
--Chito, ¿viste qué limpia dejó la casa tu hermana?
Pero no cazó ningún ratón.
Mi cuñado cuando era peón tenía jefes que no servían para nada, y cuando fue jefe tenía que hacerlo todo él mismo. Es impecable en todos los oficios que ejerce, incluso en el de tocar las narices. Por fortuna, apareció Marcelino, el antídoto ideal contra esa su virtud.
--Cuando yo navegué en el Pacífico... --cuenta uno.
--Cuando yo navegué por el Guadalquivir... --replica el otro.
Ni Conrad ni Melville. Mi cuñado y Marcelino. Los grabas y obtienes las mil y una maravillosas aventuras marinas.
Cuando Raimundo viene a San Andrés, todos nos alegramos (incluso un cuñado es una ayuda en momentos adversos), menos Thor. Le tiene manía porque quiere encerrarlo en la azotea.
--Como me enteré que vuelves a mear en el comedor, el que te encierro soy yo --le digo.
En fin, ignominioso diario, ya tienes bastante por hoy. Mañana más.
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