viernes, 28 de marzo de 2014

después de clase

Me siento tan culpable de muchas cosas. Mea culpa. Hay un poema en La dama es una trampa que habla de la culpa. Es curioso, me pasa con este libro, del que llegué a considerar sólo tres poemas que valían la pena, lo que con Palabras espadas y serpientes, que por culpa de la portada lo denosté y casi lo odié. Intenté arreglarlo un día de pintar a Cecilia en la terraza de Cristian. Esas correcciones no valen. Sólo seguían el ritmo monótono de una canción sabida. Más tarde descubrí lo que esconde ese libro. No es moco de pavo. La dama es una trampa también me ofrece otro extraño milagro. Es como si hubiese sido escrito para comprenderlo hoy, año 2014, primavera. Primavera. Proserpina sí viene esta primavera, tríada de obras que me dieron fama de poeta canario surrealista antes de leer a Jim Thompson, Rubén Fonseca y al más cercano amigo Roger Wolfe, matriz de las aventuras que recorren Vertical blues y Horizontal Jazz (sí, los títulos se los debo al genial don Nítido), novelas que me dijo Anghel que las iba a publicar en Siglo XXI. No creo. Ya tengo terminadas estas, casi pulidas del todo, y otra corta de un viaje real a Santo Domingo. El gigoló, ahora en la custodia de Hosmán, casi concluida. Demasiadas obras inéditas. Las obras inéditas son un peso, o cadenas en los tobillos. En fin, en lo alto de un árbol canta una loca, cada uno rabee cuando le toca.

A mi me toca, después de Sodoma, con el alma confusa, meterme a Ermitaño y caminar hacia La Fuerza borrando las locuras del pasado. Ya es hora. 
La luz del personaje es la pintura.

Alejandro quedó retratado. Alma y cuerpo. Bueno, cuerpo no. Cabeza, busto. Su mirada profunda. Su barbilla decidida.
El trabajo abrió el apetito. 
Calamares por el camino del entendimiento. 
Alejandro y Neguyen son como colibrís, cuidadosos de los detalles. 
Recordamos la obra de teatro Eloísa esta debajo de un almendro.
--Yo me enamoré una vez de una mujer que se llamaba Eloisa.
--Los poetas se enamoran de todas.
--Hombre, mujer, de todas, de todas no. ¿Y amor? ¿Amor verdadero? --El amor verdadero es amor platónico, pensé. 
--¿Y tú, Alejandro?
--Yo de todas, pero ninguna se enamora de mí. 
La desdicha del poeta. "Por qué no habré parido un cochinito negro o un saco de papas", se lamenta la madre que dio a luz un poeta. Platón no los quiso en su república. 
Neguyen y Alejandro volaron se alejaron sobre el barrio, preciosas criaturas. Yo corrí a casa. Dormí profundo. Me metí en el fondo del cuadro que habíamos estado fabricando toda la mañana. La figura --el rotro de Alejandro-- ni tocarla. Sagrada. Los toques maestros de Nguyen son inapelables. Me dio otra lección que no olvidaré. Luego me desbarajusté en otro lienzo, con un dibujo inicial. El cuadro quedó bien. También es Alejandro. Alejandro en la ciudad de Airam, donde un emir encontraba siempre la misma advertencia, recogida más tarde por Manrique en sus coplas: qué fue de esos caballeros que ganaron oro y gloria, sino verdura de las eras. La advertencia de que no hay más sabiduría que la que viene de Dios y la que nos enseña la Muerte.

De mi caminar de perrito bajo esta nueva égida pictórica, lo único que no me convence es mi autorretrato. Le cambié la boca. La jodí. Marcelino y Nguyen preferían la otra boca. En general, parezco un toti. Y con la boca actual, más todavía. 
La cosa es que una vieja idea fructica en esta etapa de ermitaño. Retratos de gente querida. Ayer Alejandro, mañana Ramallo. Una noche Marcelino. Etc.
La veda está abierta. Nguyen me regaló tizas de colores. Y ayer nos enseñó a pintar los ojos.
--Si pintas bien los ojos, puedes pintar cualquier paisaje.

Ya he hablado con los gatos de la calle.
--Eh, berjantes, no me asusten las flores.

Ahora tendría que hablar de André Gide y su novela El hijo pródigo, y del túnel de Sábato, pero ya se me acabaron las palabras de hoy. No tengo ni pa cursivas.
 

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