martes, 17 de marzo de 2015

lecturas

Desde la juventud no he tenido militancia política. Pensé en la Iglesia. Buscar la protección de la Iglesia. Pero soy mal cristiano, mis relaciones con las cofradías religiosas siempre me han incitado al sexo y al delito. Ahora son otros tiempos. Ni sexo ni delito. A la fuerza civilizan a uno. Mi vi mejor en el refugio de la política. Un Estado funciona cuando hay armonía en los vasos comunicantes del poder: municipal, militar, judicial y gubernamental. Y armonía entre la necesaria corrupción y la gestión pública. Lo demás son ganas de marear la perdiz y perder el tiempo. 
Ser militante requiere sacrificios, pero también tiene compensaciones. Mi secretaria ordena y yo obedezco. Recuerdo que fui un buen soladado, me gustaba serlo. La militancia es lo mismo. No la militancia de la juventud, con deamsiada fe en pajaritos preñados. La militancia real, la que exige un solución y una lectura diaria. 

En Ibrahim, como siempre leo El Dia
Hoy me entero que a Andrés Chaves le han dado un rincón en el Diario de Avisos. A ver si convenzo a Ibrahim para que cambie de periódico. 
El Ibrahim real que yo cuento aquí, Marcelino Marichal lo convierte en ficción en su cuento en Lunula 29. 
El otro cuento canario en la revista, el de Juan Royo, tiene una localización más global. Es una ficción que puede estar ahora mismo ocurriendo en cualquier parte de Europa, por lo menos. Moraleja: el asesinato como necesidad para seguir viviendo. 
De Juan Royo volví a leer estos días El fulgor del barranco. Otras lecturas de estos días atrás fueron Pálido adalid, novela de José Rivero Vivas, y La estación extraviada, de Roberto A. Cabrera. Buena novela, muy bien narrada. Tan buena como triste. Una vida desperdiciada. Vida y muerte. Y un personaje de interés arquetípico, el de la madre del protagonista. Una persona cruel que cree ser santa, alguien que piensa que te está ayudando y lo que está es jodiéndote.
No en general tan bien narrada (a mi gusto) está Pálido adalid. Pero su personaje, Expedito, me es más cercano, más familiar, más yo. Y tiene humor. Oasis de humor. Cruzas dunas de arena y de repente aparece uno. Un oasis donde la prosa se aquieta y se vuelve certera y ágil. 
Expedito es un deperdicio social, vive de su novia Joaquina, que lo nutre de alimentos, lo guarece en su cama y le oye las historia de amor con la sobrina. Tres veces cuenta cuando vio la puerta del baño entreabierta y la sobrina dentro, sentada en una esquina de la bañera, untándose el cuerpo con cremas, y ninguna de las veces es un deperdicio.
Personaje desperdiciado, en cierto modo, es también el moro protagonista de El fulgor del barranco. No se lleva al cabuco (la cueva donde habita) ni a la señora, ni a la criada ni a la lavandera anarquista. La novela acaba varios días después del 18 de julio de 1936, con el moro condenado a final político. El autor sólo le concede un rato de gracia, en la plaza Weyler, una tarde noche, con su amada, que se deja tocar, pero sólo para sacarle información y manipularlo. Es una buena chica. También muere.
Esta novela la iluminé con el Tarot. O mejor dicho, el Tarot la iluminó. Si hay suerte, lo cuento otro día.
El paseo hasta el cíber ha sido espléndido. Toca seguir caminando. Suerte.   

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