sábado, 2 de noviembre de 2013

... hay una carta en la que Groddeck hace una alegoría del arado y el arriero. No hace falta ser muy listo, la estructura superficial esconde un serio reproche. El discípulo le está diciendo al maestro que ya está bien de que le esté dando por saco. Seguramente le prestó un libro, Milagros de Cuba (edicción inencontrable de editorial Benchomo), con la promesa de que el médico brujo de Viena se lo devolviera al mes siguiente. Que asesinase al sabio racionalista no ocurrió en la realidad. Que prestes un libro a alguien, un libro especial, muy querido, y no hagan nada por devolvértelo es peor que la gota de agua del vecino, una absoluta falta de respeto, y la única respuesta --si uno estuviera al margen de la ley-- a la falta de respeto es el asesinato. Pudo haber ocurrido, el asesinato, si la imagen de Groddeck a la película sobre Jung es fidedigna.
 Escribe Groddeck que "la filosofía aristotélica está enraizada en el complejo de impotencia. ... Un narcisismo que se siente a sí mismo culpable, tras cuyos deseos onanistas se alberga el miedo se alberga el miedo a la castracción y que se defiende con palabras".
Mejor no recordar la época tijuana en el programa La Puerta. Recuerdo que se me acentúa con otras líneas de otra carta de Groddeck a Freud: "Consideramos en común acuerdo que Kant descubrió la `cosa en sí´, que según él es incognocible, en razón a un complejo de castración en el que el miedo al onanismo y los complejos hermafroditas desempeñan cierto papel". Por lo visto, todos los filósofos modernos, según Groddeck, son homosexuales patológicos. Que me lo diga a mí, que una vez trabajé para un psiquiatra rastaurándole textos sobre Lacan y Foutcolt (corrija la ortografía del nombre propio). Los originales eran un galimatías. No he leído ni a Lacan ni al otro, no puedo presumir de esa desgracia, pero ya tenía bastante experiencia en convertir textos jeroglíficos en escritura burguesa, racional y comprensible. Al psiquiatra le dieron un cum laudem por ese trabajo. Él a mí me invitó a comer en su mansión. Era un sibarita. Dueño de una casa envidiable. Jardín interior con mesa de billar. En fin, en otra ocasión hago el cuento del psiquiatra lacaniano. 

Berto dándome la lata, que si leí el artículo de Víctor Alamo. Lo leo. Habla de Cuba. Hablar de Cuba planeamos un día de marras los del programa de radio, partiendo de la novela de Zamora. Ramón quedó en pasársela a Juan Royo y a Sergio. Esto a modo de recordatorio, ya estoy harto de despertarme por la mañana con la falta de respeto. Me da por saco el respeto. Pero que devuelva el libro, porque ya se me está calentando el baifo. Y ahora sigo con Geor Groddeck y Sigmund Freud.
A Freud lo leí en la juventud. Los chistes, los sueños, el psicoanalisis. Quizá de ahí la idea, hoy ya convertida en idea cliché, de que en los chistes y en la crítica se delata el emisor a sí mismo. El chistoso se esconde en la gracia, cobardemente, para decir lo que piensa, y la criticona lo que envidia en la criticada (lo que la otra hace y ella no ha podido hacer, ¿o sí?; las peores son las que cometen a escondidas el mismo desatino).
En fin, el libro del que hablo, una correspondencia entre dos sabios que se aman mientras las verdades aleatorias esconden la verdad neurálgica. Eso ocurre también en las novelas no logradas. Las logradas muestran todo. Las no logradas esconden algo, carecen de claridad.
Dicen que no hay que contar el final. Hay novelas que hay que empezarlas a contar por el final. En el de La casa de las flores rotas (de Juan Andrés Herrera) el narrador por fin escribe en primera persona. El truco de la tercera persona no le ha valido. Su tercera persona no escondía su extraña cobardía. Escondía su imbecilidad.
Antonio Gómez Charlín no esconde su imbecilidad. Recurre a la estrategia asturgalaica de "me lo digo para que no me lo digan". Soy feo y soy tonto. Una mujer no amará nunca a un hombre como yo. Fui un corredor de fondo con victorias importantes, y actualmente construyo y deconstruyo a Borges, a Murakami, a Chinaski, a Chitoski, etc. Como Penélope en su telar, mientras esperaba a Odiseo. Yo espero la Gloria. Entonces la mujer que amo, que no le importa mi soledad de corredor de fondo, ni mi genio literario que se me despertó cuando vi funcionar una concretera en mi pueblo... Esta mujer que amo y a la que compro el amor pagándole la peluquería y comprándole pérfume, faldas, blusas, pañuelos y zapatos, y un bolso de piel, entonces, cuando venga mi Gloria, le diré: --Ya estoy con mi amada verdadera, chica. Regresa con tu novio. "Quien manda ahora es mi cabeza, que se mantiene tan fría como un trozo de hielo".
Todo eso es más o menos uno de los argumentos recurrentes de Antonio Gómez Charlín.
Le rsulta imposible dotar de fuerza su narrativa sin renunciar al peso abrumador que lo apena. El peso de la vida y el sexo. No me lo creo. La parte porno del libro suena a murga de verano: Ella lo montó primero, sintiendo el pene de él hundido en su interior, al sentir el sexo suficientemente mojado se puso a cuatro patas, y se dejó poseer hasta que se corrió, notando a su vez como él eyaculaba con violencia. 
Todo parece posible, pero
--¿qué piensa usted, doctor Groddeck?
--Hasta tal punto me he convertido en bufón de mis ideas que considero que no existen enfermedades incurables.

Tenía veinte euros. Pasé por el bar de Nally a tomar un trago y cambiar. 
--¿Qué tal, Jesús?
--Bah, sin una mujer con quien dormir de noche.
--Bah, yo tampoco tengo un hombre con quien dormir.
--¿Y cómo lo llevas?
--Con un pegado.
Dejé el libro allí arriba. El prólogo lo leí por masoquismo. Un filósofo catalán que no sabe por dónde caen las piedras. Lo leí. El prólogo lo regalo. El libro no. Y menos el de Zamora. Milagros de cuba.

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