viernes, 5 de agosto de 2022

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 --Acuérdate de aquella mosca que iba posada en la oreja del cochero y se jactaba de ser la conductora del carro... No seas el cernícalo que se vestía con plumas de pavo real... No seas como la rana que se infló y se infló queriendo igualarse al buey y terminó reventada...

--Hansel, ¿eso de dónde lo sacaste? ¿De Iriarte o de Samaniego? --preguntó con desgana Ramiro Rivero.

--De don Arte Niego, amigo.

--¿Hay que reírse? 

--Tú eres más ilustrado que Voltaire, tu novela lo dejó fuera de combate. Muchos decían que le tenías envidia. Él a ti sí que te tenía envidia, se lo comió la envidia.

--Él y yo somos unos pobres diablos. No me fastidies con tus iriartadas, Hansel.

No tenía que haber sacado del bolsillo de atrás el librito de poemas que publicó en la bella juventud Roberto Brezal. Se hizo tema de conversación y, a pesar de su humildad fingida, a Ramiro Rivero le fastidiaba ver ese librito delante de sus ojos, aunque ahora ya estuviese destartalado. En su día, Roberto Brezal acusó a Ramiro Rivero de plagiario. Era por una novela de 90 páginas que publicó Ramiro poco después, de trece capítulos; no había uno donde no hubiese cinco versos aislados de los poemas del librito de Brezal e incluso, en más de tres, cinco estrofas, al pie de la letra, verso libre, prosa competente. El tiro de la denuncia le salió a Roberto Brezal por la culata. Ramiro Rivero, precavido, antes de que la novela caminase hacia la imprenta fue él con varias copias, fotocopias, a la oficina de la Propiedad Intelectual y registró la obra. Roberto Brezal, poeta bohemio en ese entonces, antiburocrático, no había registrado nada en la Propiedad Intelectual. La acusación se le volvió en contra. El abogado de Ramiro demostró que fue Roberto Brezal quien plagió los versos, y Brezal tuvo que pagar daños materiales y daños morales. Pero no fue tanto el abogado del pescador escritor quien inclinó la balanza de la Justicia a su favor. Ramiro, informado --no me pregunte cómo-- de quien iba a ser la juez del juicio, dos meses antes se empleó en cuerpo y alma a seducirla. Si pescaba un pez especial, fresco y coleando se lo llevaba a la jueza y se ofrecía a cocinárselo cómo solo saben cocinar los hombres del mar. A la semana ya no hizo falta pescado fresco. 

Historias. Y esta historia no sé si completarla. Vale, sí. Lo que usted mande. No voy a entrar en millones de detalles porque eso sería otra novela, y no solo de noventa páginas. Cuando la jueza cumplió su función de funcionaria corrupta, ya sólo servía para reclamar a su marino novelista meros y viejas. Una vieja le llevó, roja. El pescado había pasado antes por las manos de la madre de Melitón, en ese entonces con todas sus facultades en pleno rendimiento. Especialmente la de bruja. Ramiro Rivero hizo la vieja a la plancha en el chalet de la jueza. Bueno, no voy a contar el resto de aquella velada romántica. 

--Voy a cagar --dije, y cogí el libro de poemas como queriendo dar a entender que lo usaría para limpiarme el culo. No para aliviar las arcadas que recordar sus plagios le producía en el fondo del alma ese libro a Ramiro Rivero. Ni fue por eso que lo tiré al otro lado del muro blanco más cercano al mar del cementerio marino en desuso. No sé si cayó sobre la tumba de mi madre. Imaginar que se posó sobre la tumba de mi madre me produjo un extraño placer. El libro cayó al otro lado, dentro del cementerio, con una hoja menos, la que había usado para limpiarme el culo, por la parte donde un poema comenzaba ¡Criatura de Adán y Eva! ¡Criatura de la torre de Babel!. Ya no me servía para nada. Con Esther Primavera en el otro barrio, los sms de amor no tenían porvenir. Varias cigarras cantaban en el cementerio alegrando el trabajo de las burguesas hormigas sobre la tumba de mi madre. Imaginé, pensé, creí.

Volví a la caseta con la hoja cagada arrugada dentro del bolsillo de atrás de un pantalón corto de verano. Hansel seguía con fabulas morales y fábulas literarias, inspirado por la gasolina de esa noche. Mejor gasofa trajo Melitón cuando llegó. Y cuando yo llegué sin el libro de Roberto Brezal, creí ver una sonrisa de alivio en los ojos de Ramiro. Como si de repente en su memoria hubiese brotado un loto salvador. 

--Ese hijoputa plagió a Miguel Torga --poeta portugués-- y me acusa de que yo lo plagié a él...

--No cambies de poeta, volvamos a Iriarte y Samaniego -dijo Hansel.

--Tan lejos no está. Oye --dije y rapsodié de memoria lo que llevaba escondido en el bolsillo:


¡Somos nosotros

las cigarras humanas!

Desde los tiempos conocidos de Esopo,

perezosos insectos perseguidos.

Somos los ridículos comparsas

de la fábula burguesa de la hormiga.

Somos nosotros, las cigarras humanas,

Alas sonoras,

Alas que en ciertas horas

Palpitan,

¡Alas que mueren, pero que resucitan

De la sepultura.


-¡Poetas! ¡Azufre para los poetas! --rugió Ramiro Rivero.

--¿Cuál es el arcano de esta noche? --preguntó Hansel.

Melitón barajó. mirando a través de la puerta abierta la luna llena. Noche de no salir a pescar. Para mi desgracia. Ir a follar, simplemente follar, con la hermana de Ramiro Rivero esa noche, descartado.

--Esta noche no hay arcanos. Mi madre acaba de morir. ¿Me acompañas? --me dijo.

Hansel Aurelio y Ramiro Rivero se ofrecieron a acompañarnos hacia la casa de Melitón, con una bombilla encendida afuera, haciendo juego sobre el barranco con la luna. Melitón dijo que no, que sólo yo. Salimos de la caseta, después de tres tiros mortales cada uno, y subimos por la vereda del barranco y vi la luz de la bombilla irradiando con la forma de la madre de Melitón, fantasmal. Entramos.

--Murió feliz gracias a ti. Te lo agradezco. Ayúdame a cambiarle el último pañal.

--No creo que ya le haga falta otro pañal. ¿Tú crees que va a seguir cagándose después de muerta?

Melitón le apretó con fuerza la barriga, lo que era la barriga, pegada a los huesos, y salió de aquel cuerpo una diarrea que me sirvió dos horas después para cubrir del todo el machete sobre el cuadro de los espejos. 

--Ayúdame a enterrarla.

En la vera del barranco, en el ya cavado hoyo profundo. Con un cuidado exquisito colocamos a su madre en el fondo, Cubrimos el hoyo y colocamos piedras pesadas encima para que cuando vinieran las lluvias, la barranquera no removiera la tierra de la tumba, sin cruz, sin más señales que las piedras amontonadas. Yo estaba sudando cuando terminamos el trabajo.

--Tu padre ahora está durmiendo. Vamos a tu casa a ver ese cuadro.

No me pregunte por qué no me sorprendí mientras, primero en su casa y luego en la de mi padre, Melitón no solo sabía lo que había hecho con su madre sino que sabía, como si siempre lo hubiera sabido, que en el macuto pegado a una pared del cuartito de la azotea en la casa de mi padre, como el arpa del poeta romántico, estaba el machete con el que Ramiro Rivero mató a su padre. Lo puse sobre la superficie de espejos. Melitón, que había recogido los últimos detritus, cubrió con ellos la hoja del machete, y con lo del pañal que yo tenía en el macuto, la empuñadura. Vertimos encima pintura plástica y aquello, el machete con la mierda, quedó oculto. Tardó tres días en secar del todo. La pintura. Los dos primeros días estuvieron nublados y le daba poco sol al cuadro pero el tercer día hubo un solajero y un calor que secó y endureció la cordillera de pintura. 

Iba, el cuarto día, a Santa Cruz en la guagua con intención de pasar por Favego y comprar óleos, cuando sonó el móvil y oí la voz de Carmen Elena. Ya casi la había olvidado. Dejé Favego para otro día.

Y cogí un taxi en la parada de la alameda del Duque de Santa Elena. El taxista un coñazo nostálgico. Pelos y señales sobre sus andanzas infantiles. El juego del trompo, el juego del escondite, el juego de los médicos. Me metió todos los juegos por el oído. Cuando auscultaba a su prima por... llegamos a la calle clareada de Carmen Elena. No le di propina al taxista nostálgico. 



1 comentario:

Jesús Castellano dijo...

De Miguel Torga habla hoy Martín en su blog. Busqué sus poemas y el primero que me salió fue ese. Ni mandado a pedir. Completó o dio un giro a este capítulo.