sábado, 5 de diciembre de 2009

Una prueba acartonada (2)

Recordé que Antonio Cubillo, al igual que José María Lizundia, aparecen en la weltanschaung, en el telón de fondo, de esa novela de un pintor frustrado y de un asesino inocente. Imaginé, en esa novela del pintor asesino, un final distinto. En este nuevo final, la chica de Las Palmas sí existía. No era un invento de la agente de la Unipol Carmen Elena, la nueva dueña de la guitarra de Alberto Linares. En este nuevo final, era yo quien me quedaba, en la penúltima noche, con la chica de Las Palmas. Y hablábamos de Chávez, de la ignominiosa dictadura, según ella, y de Berlusconi, de las fallas de la democracia, según ella. La chica de Las Palmas, mientras Jose el barman de La Pandorga servía exquisitas lapas junto a la botella de vino, masticaba un mejillón, detrás de sus labios de rojo carmín, y sólo le faltaba, para ser la estrella polar en la noche del marino, quitarse las telas y quedar desnuda. Me recordaba a Ivonne, la protagonista de Bajo el Volcán. Pero ni el katire Viera ni yo, éramos el Cónsul Firmin. Nosotros, sin rubor ni mala conciencia, queríamos pisar el jardín que era nuestro. El pobre Cónsul fue un disminuido sexual, la tenía pequeña y el alcohol lo habia atenazado con la impotencia. Ni el katire ni yo éramos el Cónsul Firmin, sino su hermano Hugs. Recién regresado de la batalla del Ebro, donde Franco --según Víctor, el hermano de Lizundia-- evitó que Stalin deportara a Siberia a la mayoría de los campesinos de España, no sé si Canarias incluida. El katire y yo éramos ese Hugs, el hermano del Cónsul, con la guitarra a punto y las cuerdas afinadas, y el arma de matar surtida de pólvora, para contentar a Ivonne, o mejor dicho, a la chica de Las Palmas (no me está permitido revelar su nombre). Y era ella un primor, y yo esa noche iba a matar al katire y luego tumbar sobre la cama donde murió mi madre a la mujer de Las Palmas, cuando sonó el móvil. Era mi padre.
La amena cena en La Pandorga tocaba a su fin.
--Chito, ven parriba y lleva a tu primo a la casa o a urgencias --ordenó mi padre.
Me despedí de la imaginación y subí a la realidad. No pude ir, como había pensado, a la noche poética de los jueves en La Gramola, en Santacruz, en la ex calle general Sanjurgo, hoy de Los Sueños, frente a la librería Universal, donde Candelaria Quintero solía comprar su libros en ediciones de lujo. Por ejemplo, Los autómatas, de Hoffman, con prólogo y traducción de Carmen Bravo-Villasante. Esa noche de jueves recitaba Rubén Díaz, y me hubiera gustado haber oído en la voz del poeta unos versos dedicados a Kolia, el ex marido de Carmen Elena, un hombre oscuro porque en sus cuencas de negras noches no cabe siquiera la luna.
Mi primo David había ascendido las escalas del alcoholismo, y lo encontré en la casa de mi padre temblando y vomitando. Su mente estaba oscura y silenciosa. Lo metí en el coche y lo llevé a la Casa del Mar. El médico de guardia le preguntó si veía bichos en las paredes.
--Si está desorientado y viendo bichos, entonces sí que hay que ingresarlo --dijo el médico. No le conté que yo sí que ando desorientado últimamente, y viendo bichos todas las mañanas, cucarachas y lombrices. Mientras el doctor atendía a mi primo David de la Rosa Castellano, mi mente estaba en otros lugares.
Recordaba vagamente un poema del poeta árabe que fabricó El collar de la paloma. Con la amante tienes la ventaja de que conoces las malas ideas, el estiércol de la realidad, los bichos que alimentan las ideas de los humanos. Las malas ideas son el sol de todos los días, pensé. Por eso, preferimos a la amante. La amante te cuenta lo íntimo de su ser y de su vida. La esposa, la pareja oficial, sólo te dice el tópico que ella piensa que quieres oír. En eso llegó la ambulancia, y los operarios de la ambulancia se pusieron bordes para que quitara el clio, si no, llamaban a la policía. Me dieron ganas de dejar a mi primo al cuidado de los amargados seres de la ambulancia. Irme y que les dieran por culo, a él y a ella, la pareja de la ambulancia. El médico habló conmigo y me dijo que se sentía avergonzado de cómo me habían tratado. No le dije que yo también estaba cumpliendo pena por maltratador. Mi madre, padescanse, me enseñó, siendo yo niño, que el hombre que agrede a una mujer es un cobarde. Ramón tuvo el acierto de recordarme mi delito (ver muy abajo en este blog) público y notorio, y en anghelmorales.blogspot.com, en la última entrada de mi amigo herreño, había leído recientemente que nada desagrada tanto a los hombres, como un hombre que agrede a las mujeres. Es decir, mis buenos amigos, y la memoria de mi madre, tenían a bien recordarme mi delito. Sin embargo no me arrepentía, y Si Dulce Xerach me cerraba su puerta y si Pilar Pomares me cerraba su puerta, que fueran a mamarla por ahí. Hoy, si repitiera la aciaga noche, el maltrato es poco. Cortarle la cabeza a esa sicópata, hubiera sido poco. Pero mis amigos, y mi madre, tienen razón. Soy el único cobarde en esta tierra de valientes. De vialentes chantajistas. Y estas cosas estaba pensando cuando decidí arrancar el coche, sacarlo de allí, y aparcarlo en la parada de guaguas, frente a la Casa del Mar.

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