sábado, 4 de julio de 2015

novelitas inodoras

Leo dos novelitas, editadas por Anagrama, que me prestó Juan la noche de las japonesas. La que me tocó a mí es dulce y risueña, con sabor a ciruela, tacto delicado. No le importó ejercer de modelo y me dejó tomar apuntes al carboncillo.
--No se parece conmigo --dijo.
Las otras dos (pinturas) que tengo en casa, una de Martinica, color chocolate, y otra alemana, pelirroja, tampoco se parecen con los originales. Con estas entré en relación a través de la página de contactos en el periódico. Tampoco se parecen con la originales. Jose me dijo que Picasso defendía que una cosa era la modelo y otra la figura en el cuadro, no tienen por qué parecerse. Díjolo Picasso, y se lo agradezco. Me justifica. Pero de la cintura para abajo no es que no se pareciera, es que parecía (la pintura) un adefesio. La cubrí desde el ombligo hasta los pies, sin ocultarle las nalgas, con una cortina azul. Es un decir, simplemente azul. Puede evocar una cortina como cualquier otra cosa, azul.
El cuadro, sin ser una maravilla del mundo, quedó más aceptable.

Lo que no sé si son aceptables son las novelitas. De una belga residente en París y de una francesa residente en Francia. La de esta segunda mujer (y la de la primera) hace bueno el dicho de que el papel (hoy la pantalla) aguanta todo lo que le pongan. Las dos pintan un estado de locura, pero están más locas que el estado que describen. La belga, en honor a la verdad novela más entretenida que la otra, relata la historia de un gordo (máximamente gordo) en la guerra de Irak en la transición entre Bush y Obama. Allí, según la novela, hubo soldados americanos que comían como bestias, engordaban como monstruos, para matar el remordimiento provocado por la guerra. Matar niños y mujeres inocentes no es grato a un ser con corazón. Luego resulta que el americano era un impostor. La única verdad era su gordura. No estaba en Irak sino en Baltimore. La autora lo perdona y decide ir a verlo. En el viaje en avión se da cuenta de que no quiere ver al gordo, estar con un gordo explosivo en Baltimore es lo menos que le apetece. Entonces rellena el cuestionario para poder acceder a EE UU. Donde pregunta si el firmante pertenece a un grupo terrorista, ella pone que sí. Etc. Sí, y yo me lo creo. Menos me creo a la francesa francesa. Su novela la leí hasta la página 50 --tiene poco más de cien--, luego me limité a leer una frase o media de cada página siguiente, y las diez últimas las leí enteras.
Un padre, burgués e intelectual, adiestra a su hija en un repertorio sexual que la primera acción vale, la segunda (cuando le desvirga el culo), bueno, puede pasar, pero a partir de la mamada a la polla del padre en el coche, con la cabeza de la niña entre el volante y los huevos, ya la cosa empieza a repetirse. Incluso los tic para darle variedad al relato. Compara a la niña con la madre y otras amantes que tiene, las tetas, los muslos, las nalgas, etc. La niña no quiere ser desvirgada por el coño. Le dice al padre que espere a que lo haga otro hombre, y luego se la puede meter. Al final, por un enfado que no sé qué lo causa, el padre deja a la niña en la estación de un tren.
En fin, publicadas en Anagrama. Me pongo a buscar por los archivos algo que yo haya escrito igual o más retorcido. Lo encuentro. Lo leo. Tampoco me gusta. Anagrama puede esperar.
*

Ya tengo los dos inodoros nuevos. Gracias a Ramón que fuimos a buscarlo, el segundo, al Baño Barato, ayer, y el hombre, como un jabato, lo cargó al hombro hasta mi casa. Esta mañana Hilario, el albañil, estuvo tocando. Le di la llave por si viene mañana a las nueve.
La pena me corroe. Las tazas viejas, y algo sucias pero se pueden limpiar, son parte de la herencia. Y funcionan. Me arrepiento. Tarde me arrepiento. La suerte está echada.  

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