jueves, 5 de agosto de 2010

un cigarro

Ya ni se acuerda uno del barranco, puerta por donde ayer salía del mundanal ruido en largos paseos con Thor. No se puede vivir en un estado prenatal de continua nostalgia. Si no bienvenido, por lo menos indiferente aceptación, ataraxia, de los vaivenes de la política, la economía y el cambio climático. Lo que sigue molestando, sin embargo, es el piii piii piii constante, de bajo tono, lentamente enloquecedor, de la excavadora que arrasó con el parque jurásico. Allí siguen trabajando, y está bien, vale, nada que oponer, pero esa antimúsica, todas las horas de trabajo, cayendo como una posma de ruido sobre los oídos... Si no me supiese paranoico, pensaría que se trata de un complot para enloquecernos. Primero nos arriconan poco a poco, vallando los accesos al espacio exterior, y luego ese ruido de grillo mecánico...
La tarde llega y los obreros descansan y no todos los pájaros han muerto o emigraron. El Castillo está tranquilo, sin policías que asedian y cachean, cuando no son los nacionales son los locales, y cuando no, la Unipol. Ya forman parte del color local de la parte baja de la muralla, y a veces alguien recuerda a los que ya no están, los que se fueron, unos a un tiempo en la cárcel y otros no se sabe. Hassen y Orlando entretienen la barra con viejas adivinanzas.
--Un bidón de 200 kilos, ¿con qué lo llenas tú para que pese menos?
Por la noche los cristales están mas caldeados. Cristo resuelve un sudoku, David en su posición estatuaria apoyado en la máquina de cigarros, y J., moreno, curtido, mediana estatura, con camisilla roja y bañadores calzoncillo, descalzo, cuenta aventuras con otro junto a la ventana. Cerca de la puerta, con los codos apoyados en las vitrinas de los envases de plástico, un godo flaco y alto, con camisilla blanca y pantalón corto, ejerce su papel de godo. Todo lo sabe y tiene todas las soluciones. Nadie le dice nada, está en su derecho.
Pero no le agrada el hablar de J. y le llama la atención. Lo llama maleducado, que hay personas allí con hijos. Voy a decir algo cuando J. pasa como una exhalación al patio de los waters, y en el regreso nos enseña una faca que no es broma.
--Mira, aquí está mi prima...
Poco después ha arrastrado al godo a la calle. El hombre se queda rígido y paralizado, primero por el asombro.
--Es cuestión de cultura--dice el godo.
--Tu cultura no la conozco pero la respeto... respeta tú también la nuestra.
La discusión sube de tono. La faca asoma en el aire como en un verso de Lorca. Ahora el otro está rígido y paralizado por el espanto.
--Y mejor me dejas tranquilo, que yo a ti no te he molestado...
La cosa parece que viene de atrás. Se conocen y ya tuvieron tiempo atrás un pleito. Sin embargo, más tarde, J. no ha llenado de agujeros el cuerpo del otro, sino que ya parecen camaradas en una noche que promete.
Me acordé de Venanceo, en paz descanse, durante los años sesenta en la calle Miraflores. Poeta callejero, de porte elegante a pesar de su aparente desamparo, de menuda estatura. Solía dictarme sus poemas, que yo anotaba en un cuaderno del colegio. Ay, si hubiese sido cuidadoso y hubiese guardado bien ese cuaderno, estoy seguro de que hoy sus versos harían justicia a aquel santo bebedor.
Me acuesto temprano y vuelvo a despertar de madrugada. El pueblo está vacío, casi vacío. Veo a Narcisa en la plaza, en la cabina de teléfono. Asoma la cabeza y me pregunta si tengo un cigarro.

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