lunes, 9 de julio de 2012

Puerto Santo y otros puertos


mientras por aquí cerca siguen creyendo, con la fe del carbonero, que la poesía es pulsión, no sé si emocional o intestinal, otros creen que es reflexión sobre temas que se repiten a lo largo de la historia.  Cada cual con su ignorancia. Están empatados. La ignorancia los asemeja, los familiariza. Los primeros reducen el arte de la ficción a la novela lirica, como si no existiese pensamiento en la construcción, por muy lírica que sea, y otros elevan a la cúspide la novela filosófica. En fin, ahí está Camus, eminente filósofo, que escribió El extranjero, una novela. Y punto. Aprendamos, camaradas ignorantes, citadores de autores consagrados, de nombres de autores y ninguna o pocas de sus ideas. Como quien cree conocer la historia antigua porque aún su memoria se ilumina con la lista de los reyes godos. En el caso más próximo, con la lista de filósofos o nigromantes de las bellas y feas letras, y no tanto matemáticos o astrofísicos, y menos mal, porque si no, quién los aguantaba. En fin, lo que puedo yo escribir de cualquiera es poco. Verbigracia, la capacidad cognitiva de Juan Royo, ex jugador de ajedrez, y ahora constructor de tramas y personajes. Baudeleriano. Él, como Charles Baudelaire, sabe que el conocimiento intuitivo, si lo tenemos, es un diez por ciento. Lo demás es trabajo y acción política. Si yo envidio en Juan su capacidad de construir tramas y personajes, envidio también su conocimiento político. Con la ventaja de que ya está divorciado del juego político, que le evita convertirse en mercenario o hincha de los que defienden que cinco es tres más dos o del bando contrario que alardea de saber que cinco es en realidad dos más tres. Juan en su obra, ha pintado la casta política como guarida de impostores y cobardes. En El furor del barranco los políticos están en el telón de fondo, girando en torno o a favor de la figura fantasmagórica de Francisco Franco. El Escobillón blog decía que esa novela lo había dejado con ganas de más. Puede que con la parte poética, entre el arrebato de un García Cabrera o el susurro meditativo de Domingo López Torres, cosa narrativa, e histórica, que sí está como maroma relevante en El fondo de los charcos, de Javier Hernández. A Juan Royo, poco poético él mismo pero captador incisivo de la realidad, escapársele los poetas canarios de entonces es como quedarse (esto es una pulsión metafórica seudopóetica) sin alfil en la partida. Supongo que "poetas canarios en la guerra civil" ya no admite sino repeticiones, ninguna luz sobre una desconocida verdad, ningún desvelamiento de una repetida mentira. Las dos novelas citadas coinciden en su situación en el tiempo histórico (una parte en la de Javier y la totalidad en la de Juan). El acierto de El fondo de los charcos es haber puesto la atención en lo que importa, no en la alaraca garcía-cabrerista sino en el martirio de Domingo López Torres. Otra cosa es cómo lo haya resuelto, si la cosa llega al fondo o se queda en la superficie. En fin, sí hay poeta (aunque inventado) en Puerto Santo (presentada el sábado noche en el Ateneo Miraflores): el maestro con mono de tabaco. En cierto modo, salvo el mono, una aproximación loable a la figura de Antonio Machado, poeta filósofo, antipulsional, certeramente reflexivo y conocedor de autores clásicos, no sólo el nombre para fardar en los cénaculos, sino las ideas de aquellos que, según algunos, ya dijeron todo lo que hay que decir.
Las novelas de Juan tienen la ventaja de las grandes novelas: sus personajes y corrrerías quedan en la memoria. Con mis propias palabras, podría dibujar quiénes fueron el moro, la señora, el señor, los anarquistas y su musa, y los enredos que gozaron o sufrieron en El fulgor del barranco. Tanto como viven, de un modo funcional y poético, los personajes de Puerto Santo. El masón, el alcalde, el coronel, la puta, el pescador, el obispo, la mujer del pescador, el guardia, los chiquillos, los anónimos paisanos que se apuñalan en subiendo por La Cuesta, el maestro buscacolillas... y el godo mártir H. R. De esta novela habló, entre otros Ramón Herar el sábado en el Ateneo Miraflores. El humor es más que evidente, como señalaron con anterioridad. Ramón fue más allá, y descubrió el miedo como motor de la historia. Y aparte de la historia de esa reciente presentación está la intrahistoria. Allí dentro, entre el público, autores a tener en cuenta, amigos unos de otros y enemigos otros de uno. Especial mención, la presencia de Ignacio Gaspar. Un autor mítico en nuestra literatura. Esperaba hablar con él de negocios secretos que dejamos aparcados cuando Ignacio quiso denunciarme por apropiación indebida (un fragmento de una de sus novelas inéditas fue tuneado por un servidor en un número de Lunula) pero el juez, al parecer, no admitió la demanda. En fin, Ignacio se fue, y otros también se fueron. Nos quedamos los que nos quedamos, en la tasca de enfrente del Guiméra después del vino de La Matanza en el Ateneo. Allí seguimos con las conversaciones, flirteos, aproximaciones y mañana es romería pero no me llevan. No faltó tampoco la critica de arte y la crítica político-económica.
Va tan deprisa la cosa literaria que los nuevos entierran a los viejos. Enterrados están Ezequiel Plasencia, Orlando Cova, Ernesto Delgado Baudet, autores que leí y a los dos últimos conocí como amigos, superficial Baudet hasta que dejó de serlo y más íntimo Orlando. A Ezequiel lo he leído. Y pienso seguir leyéndolo. Quizá su obra, como la mía y la tuya, necesite algún que otro pulimento. O quizá eso que pienso que sobra, quizá sea lo más valioso. Meterse a crítico es correr el riesgo de equivocarse. Abatir a un autor que es superior al crítico y a todos los demás o vanagloriar a otro autor que merece respeto pero no subirlo a los altares, es costumbre no sólo de los honestos, que también comenten errores, sino sobre todo de los críticos taimados y mercenarios. Encontrar críticos de los que podamos fiarnos es fortuna. El caso de Eduardo García Rojas, que lo tenemos cerca y habla de nosotros, menos mal, o más lejos, con más pompa vanidosa en su papel de sentenciador: José Luis García Martín, con quien tuve en Asturias el honor de la amistad (aunque escribiese de mí que yo era un buen gestor pero un poeta surrealista, que era como decir escoria de la historia de la poesía). Martín continúa ahora en un blog (La Arcadia) un diario que comenzó a publicar en Lunula (sin tilde) hace más de veinte años, entremedio encomendando a la forma libro ese diario. El antiguo amigo, enemigo del surrealismo, preveo que tendrá la desgracia (y puedo equivocarme) de pasar a la posteridad, que es lo que él quiere, por sus diarios y sus críticas , más que por su poesía, que la lee uno con cierto agrado y luego se olvida sin desagrado.
Bueno, pues estábamos en la noche del sábado. La del viernes después de Las Criadas, me dijo Luisa Reyes que parecía un caballero. Como Luisa es lista, entendió que mi comportamiento caballeroso era porque estaba con Carmen y con Pepa, y Pepa ya me advirtió que si me portaba bien me invitaría a su cumpleaños. (Por lo pronto este sábado que viene ya he sido invitado por Pepa, lo cual me agrada muchísimo). El sábado, sin embargo, con quien estaba era con Sita y con Clara, personas femeninas con las que me permito ser más pulsional, menos reflexivo. Y descubrí que Luisa Reyes es de Lanzarote. Tierra de mis antepasados a la que pienso ir cuando me toque la hora. Por si acaso tengo que tomar un vino antes del momento definitivo, le saqué a Luisa la información de dónde tiene la casa en Lanzarote.
Si el sábado que viene, probaré diosmediante el ron Bucanero, el sábado de la presentación de Puerto Santo sólo hubo más tarde noche un vulgar Arehúcas en el local del brujo. Sin amigos ni amigas. No siempre tiene uno la suerte del chino. Hoy sí tuve esa suerte. Clara me quiere, a su manera, y me invitó a su casa a un arroz exquisito y me dejó su ordenador. Espero haberlo aprovechado con educación y cortesía.

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