lunes, 12 de noviembre de 2012

Una noche, en la curva de Vistabella, amigo Escritor Escondido, una noche que no me hizo falta jurar mi divorcio con la leche cabra (qué daño me hizo), me torcí un pie. En lugar de estar pidiendo ayuda por el móvil, tenía que haber estado más atento a la lectura, y más cuando pasas por una página especialmente oscura como esa zona. Pero meter la pata es un oficio que aprendí desde corta edad. No voy a quejarme por eso. Ahora con los amigos más cotidianos ocupados (uno en viajes continuos entre Las Mantecas y Las Galletas, otro cargando --como Sísifo la piedra-- con la Estrella de Sagitario, y otro encerrado en las minas de la creación narrativa e ideológica) y las novias desaparecidas ((la de Sur con la puerta cerrada, la de Este buscando otras brisas, la del Norte en otros montes y la del Oeste no queriendo ni verme, y mi prima Vera que no coge el móvil)), cuando me canso de estar en casa, ahora mirando por la cerradura lo que hacen Monique (en Rojo y negro), Teresa (en Justine) y la azafata de la Piel Suave (similitudes en esta con la Anastasia de 50 sombras, novela que no le llega a la cintura a Corin Tellado según mi hermana)), salgo a leer, a pesar del pie jodido, esta ciudad. Los pies fueron defendidos por Antonio Bermejo como los órganos principales del conocimiento. El interés por la ciudad, sus centros, sus escapatorias, sus límites, reales o administrativos, ocupan mi curiosidad de hombre que no tiene otra cosa mejor que hacer.
Hasta hace poco, la ruta hacía rodar la memoria y las ideas, y parte de esas aguas desembocaban en un ordenador de Tenerife Espacio de las Artes, los dioses lo confundan. Ahora ya no. Y algo que he ganado. El pensamiento y la memoria las apago como la luz cuando cierro la puerta de casa. Es la mejor forma de oir la ciudad, que no es sólo espacio y tiempo, privados y públicos, sino sonidos. Desde la sirena de una ambulancia a las conversaciones de la gente. Y letras escritas que forman un mensaje que otros con más espíritu indagador sabrán descifrar.
Ayer domingo estuve en el rastro, acompañando al Cuervo en una compra dominical. Libros de autores canarios a un euro. Bueno, si regateas puedes comprarlos por la mitad de precio. El valor es menos manejable. Allí encontré uno de José Rivero Vivas editado por Benchomo. El deseo de Laura. Interrumpí otras lecturas y me enfrasqué en esta obra del viejo escritor de San Andrés. Carece del barroquismo de otras más ambiciosas. Es esa falta de ambición, de limitarse a contar lo que ve y lo que piensa una niña de diez años, lo que me hace encantadora la novela. Realismo social. "De rabiosa actualidad", dice la propaganda de contraportada. Curiosamente, es ahora, treinta o cuarenta años después de salir a la luz, que esta pequeña novela trasmite una rabiosa actualidad. Esto me recuerda que debo vencer los límites del Este y acudir a San Andrés, a echar una parrafada con don José.

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