viernes, 7 de febrero de 2014

Fabrico un cuento y sueño el cuento repetidamente, en diferentes versiones. Aturdidor.
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--¿Estás escribiendo? --tópica pregunta.
--No. 
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Culpa mía, que lo llevé a las manos de mi amigo. Sabía entonces que el gorgojo es un señorito bobo. Nunca llegará a ser señor. No soporta que su novia haga mejores fotos que él, porque él estudió fotogrofilia, pero meritorios estudios no valen si no se tiene el Genio, y para tenerlo hay que tener antes, beata o diabólica, alguna entereza dentro del cuerpo, no sólo vaho de señorito que presume del celofán con que envuelve su mediocridad. Una mediocridad que en sí misma, verdad es, no siempre ofende gravemente la vista. A veces, incluso aceptable. Pero cuando se lo pasé a mi amigo, aún no había descubierto que el gorgojo no es sólo una ambigüedad grasienta, sino más grave, un envidioso taimado con dos caras. Delante te dice una cosa. Te embadurna con la lengua. Asquea su adulación falsa, pero es preferible no oír lo que habla cuando no lo oyes. 
El gorgojo roba todo lo que puede. Ideas, gestos, objetos. Morirá estreñido.
Sí, puse en manos de mi amigo al gorgojo. Y ahora que lo tengo atragantado, me pesa la acción de haber puesto eso en el caldero de mi amigo. Vaya si me pesa.
Lo peor del gorgojo es que se alimenta, sin aprovecharlo, de las ideas y sentimientos de los demás y, cuando te das cuenta, pudre lo que toca. Su falsedad ambigua y resbaladiza produce podredumbre.
Lección: refleja, es señal, lo fétido de uno mismo.
Contraprestación: ninguna.
Solución: una gota de lejía. 
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Me llama, me olvido del pie, quedo. El pie puede esperar. Dísculpame.
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Me alegró el cuento de don Nítido con su loro. Yo también conocí un loro. A los doce años de edad. Yo. El loro era más viejo. Fue en la desparecida Viña del Loro. Mi padre entraba hasta la barra a echarse la mañanita y yo me quedaba en la puerta, hablando con el loro. Me enseñó filosofía. Hoy la he olvidado, la filosofía. Al animal no. Como si hubiese sido ayer.

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