domingo, 2 de noviembre de 2014

Ayer fui al cine con Marcelino. Película china. Estaba bien la china, una asesina delicada, silenciosa. Manchurria. Nieve y hielo. Y en la sala, aire frío, enfermizo. El Tea, como el auditorio, transmite enfermedad. Quizá deserte del cine. Difícil. El cine es un vicio poderoso.
La película continuó en el antiguo bar de Nally. Jesús en la puerta, su puesto de vigía, convirtiendo en canciones de después de la guerra las movidas del bar. Clima de Violencia. Ayoze con un pureta. Marcelino temeroso.
--Mira lo que le pasó a Pasolini.
Sí, lo mataron, gente de mal vivir, pero gracias a esa gente hizo gloria del cine. Impagable varias de sus películas. Le digo a Marcelino que se calme y que lo vea todo como la continuación de la película china. Se le calma el miedo. Pedimos otro. Jesús entona "ay, amor, no me quieras tanto", bebemos y nos vamos. 
El monotema es ***. Yo soy amigo de *** hasta la muerte, le tengo amor de amigo, aunque no aguante su celos, son peor que los de mujer. Aúnan el celo del macho y los celos de la hembra. Mezcla explosiva. Pero aparte del animal, está lo más importante, lo que ahora interesa, lo que nos obliga, como si fuese una ley, a respetarlo, por lo menos. Lo demás son habladurías, incontinencias verbales, sobrantes de cualquier cuento.
 *
--Puedes hacer una novela por lo menos de 80 páginas --me dice Juan hoy.
Ochenta páginas se está convirtiendo en un número mágico. Cucarachas con Chanel, a modo de ejemplo, es un engranaje de tres obras, dos novelas conectadas entre sí y un libro de poesía en prosa (nada que ver con prosa poética) conectado a las dos novelas, y cada una tendrá unas ochenta páginas. Las que tiene, más o menos, La metamorfosis, La casa de las bellas durmiente y la misma que Juan va a publicar, espero que pronto, en G21. 
Decir 80 es como nombrar el Universo.

El hombre me dá ánimos con lo de Las Cuevitas.
Sé historias que luego me contaron. Pero las que recuerdo de cuando tenía dos y tres años, tienen un límite que, es curioso, el interés de Juan va ensanchando. Recuerdo que el idioma, el habla de la tribu, era música. No distinguía ni sabía el refente de las palabras, sino que las oía en conjunto. Una música que en mi memoria ahora era la música de la tribu. Los hombres hablaban cargando cestos llenos de arena hasta la carretera o llenando los cestos en la playa, sus palabras eran música, y la de las mujeres limpiando el sitio o sirviendo en un mantel en el suelo la comida. Es como si oyera toda esa música ahora, deslizándose por la montaña, pasando por las cuevas y huyendo al mar. Es curioso. Luego, ya con tres años seguramente, empecé a aislar y distinguir el valor de las palabras. 

Ahora, sin embargo, estoy enfrascado en las coplas de Juan Cabrón. El cuerpo lo tengo para plegarias, pero mi cabeza es la de un viejo verde. Qué cosas. Recuerdos de la absoluta inocencia, y poesía, vulgar, de entrada en la vejez que, en esencia, es aún más inocente.












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