martes, 16 de febrero de 2010

Bukowski

Me encontré por la noche con Armando Rivero, ex amigo de Orlando, en el Monterrey. Fernin tirándole los tejos a una posible nueva novia, porque la que tenía hace pocas semanas, desapareció como el agua del mar que sube a las nubes. Hace más de una semana que no salgo del estrecho y sucio pueblo de San Andrés. El concepto pueblo me da por saco. Del puto pueblo lo único que me interesa es la lengua hablada. Casi todo lo demás es mezquindad, asqueroso gusano que si quieres puedes llamarlo ciudadanía. Pero la gente es otra cosa, hay gente y gente. Gente con la que evitas convertirte en asesino porque lo jueces tienen más poder del que merecen, y además un poder alienado, dictado por políticos que lo único que saben es llenar sus vanidades y llamar a los tontos cuando tienen necesidad de votos. Pueblo es una cosa malsana, mezquina. Y si no que se lo pregunten a Ratita Presumida. Otra que tal baila. Pero otra cosa es la gente. Me llevo bien con Fernin, no lo puedo criticar. Y no tengo mucha confianza con Armando Rivero, pero también me llevo bien. Aquí en San Andrés, como somos repetitivos, siempre la conversación es la misma. La misma pesadez de Orlando, ahora por las nubes después de leer lo que escribió sobre él José María Lizundia, por la mañana en bar Castillo. "Tú no eres poeta, tú eres novelista", un elogio si no fuera que ya lo lleva repitiendo ochenta millones de veces. Él habla y yo procuro contener la violencia que llevo dentro. Es un pesadito el hombre pero no es motivo de violencia. Pero una vez Armando Rivero estuvo a punto de pegarle una trompada, precisamente en el Monterrey, un día de verano por la tarde.
Estuvo en Madrid este invierno, Armando Rivero, recitando poemas en librerías alternativas con otros poetas bilbaínos. Me dice que su último libro, editado por Baile del Sol, se está vendiendo bien. No tengo mucha confianza con Armando Rivero pero me cae bien y me alegro. Es un chico apacible y educado. Bueno, también Pedro es apacible y educado, menos cuando pasa la frontera del alcohol. Hoy está tranquilo, pero no dice en voz alta ningún poema de Bécquer ni de Espronceda. Le pido otro chupito a Fernin. No me lo cobra. Dice que éste me lo invita. Chani pasea a lo largo del bar, de la entrada al fondo y del fondo a la entrada. Por la mañana estuvo criticándome, pero no se lo tengo en cuenta. Dice que lo tengo abandonado, que ya no lo quiero como antes. "¿Estás escribiendo algo?", me pregunta Armando. Le digo que él sabe que lo nuestro es un vicio, que siempre estamos escribiendo algo, y no siempre algo que sea inteligente o por lo menos sensible. A veces escribimos porquería, mucha porquería, y algunos queremos publicar hasta el papel higiénico usado. Él dice que a nosotros dos nos une el afecto por Bukowski. Debe de ser verdad. Me acuerdo de Roger una vez en Donostia. Golpeó el vaso contra la mesa donde comíamos y gritó que él sólo podía leer a Bukowski, que todo lo demás era falsedad. Ay, el bueno de Roger, hubiera hecho buenas migas con el amigo José María, los dos de la misma estirpe.
--¡Chito! --me llama mi padre desde la habitación de abajo. Recuerdo que anoche soñé con Baudelaire y con Bukowski. Baudelaire y yo estábamos en un pub, con una mujer, donde un cantante intentaba atajar una bronca, para poder cantar sus canciones, porque hasta que no terminara sus canciones no iba a cobrar, y necesitaba cobrar para poder comer. Cuando salimos del pub, en la calle Méndez Núñez, Bukowski se acercó a nosotros, y nos recitó un poema. Lástima que ya no lo recuerde. Era muy bueno. Muy radiofónico.
--¡Chito! --ota vez mi padre--, baja a ponerme las gotas. ¡Ya es la una!

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