martes, 29 de septiembre de 2020

 Mi existencia no es una fiesta. Gano y pierdo como un babieca. Llevo el pen a la rambla.

--No se acerque, no se puede acercar.

No me acerco. Le digo los archivos que hay que imprimir.

A la media hora voy a recoger el borrador en papel de la puta novela. Creo que la voy a titular Puente entre dos músicas. Dos mundos. Canarias y España. Dos hermanos, donde el bueno mata al malo y se convierte en el malo. Y en medio el fascismo como una larva que crece. La parte final de la novela está recogida de la realidad, menos el crimen. Fue en Oviedo. R trabó amistad en un pub nocturno con unos fascistas. Uno de ellos nos llevó a su casa. Nos enseñó fotos pornográficas que había hecho con su novia. Nos enseñó varios cuchillos de matar comunistas y demócratas. R fue al baño. El fascista desconfió de él y tuvo intención de matarlo cuando saliera de tirar de la cadena. Yo, que toda la noche me había comportado como un testigo mudo, lo convencí de que R era el mayor fascista que había en el mundo. Además, le señalé que era de raza aria. Se convenció y aflojó la mano en la empuñadura de uno de los cuchillos. Pudimos salir de su casa sanos y salvo. En la novela, el episodio final es distinto. El fascista elogia a R como un camarada distinguido. El amigo de R le dice que está equivocado, que R es un judío del Mosad. 

Cargo con la novela, espero la guagua, llega, subo.

--Eh, eh, usted --me llama el conductor--, póngase bien la máscara.

Me pongo bien la máscara.

Me bajo en la plaza del antiguo mercado, voy a Ibrahim y luego con S al barrio recóndito a buscar material. 

¿Perder? ¿Ganar? Da igual. A veces da igual. No hay ninguna diferencia.

Las dos vecinas de más arriba me llaman por la ventana.

--Jesús, ayer murió Teresita.


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