miércoles, 24 de marzo de 2021

cabrillas

 Agradable encuentro y buen manjar con sobremesa ayer en Candelaria. Celebrando el nuevo libro de Ignacio Gaspar, Tragedia de flor de vidrio o destrucción del paredón de Alejandría. El alma de la tierra, del agua, del aire y del fuego parece inspirar la literatura de Ignacio. Y el alma de la sangre. Que está en este libro, según comentaron él y Juan Royo. No lo comentaré hasta leerlo. No en cualquier parte. Es una obra, sospecho, a la que hay que abrir y conocer no en cualquier lugar. Quizá a la sombra de un árbol o a la sombra de una cueva no hollada. Mis recuerdos infantiles de Candelaria son inocentes. Me acuerdo de mi abuela Estela y el patio de la casa de mi abuela, el bernegal y las plantas. Me acuerdo de Rafael el de la copla vendiendo, hombre bienhumorado, medallas de la Virgen en la tienda de la iglesia. Me acuerdo del malpaís que rodeaba la casa de mi abuela. Nada importante. Otras historias menos inocentes, verdaderas pero quizá adornadas con la fantasía, las sé por los cuentos familiares. Mi tío José, factotum que lo mismo era albañil que electricista que carpintero, hombre que todas las cerraduras las ponía al revés y que me entretenía contándome las novelas del oeste que solía leer, contó que fue con toda la tropa --"rancho de gente", escribiría Ignacio Gaspar-- familiar en peregrinación desde San Andrés a Candelaria por la carretera vieja (entonces la única existente) y a la altura del km 13 comenzó a caer un diluvio y se refugiaron en una cueva. Noche cerrada. La cueva estaba llena de camas y en cada cama un tonto, observado curiosos a los visitantes. Mi tío José juró no volver a peregrinar nunca más en su vida. 

La historia del gato del sueño ya la conté. No la de mi abuelo Ignacio en relación con los gatos. Maullaban de noche y no lo dejaban dormir, ir fresco de madrugada al arte, a la pesca. Tuvo la paciencia de cazarlos a todos y meterlos en un saco. Cerró el saco y lo colgó de no sé dónde y empezó a pegarle palos hasta que cesaron los gemidos de los gatos. Mi abuelo Ignacio era un hombre sereno, apacible. Ya en San Andrés recuerdo salir alguna vez  a pescar con él en una barca o entretenido mirarlo como cosía las redes cerca del muelle, con esa aguja de palo que ya se llevó la trampa del tiempo. Otro saco del crimen hubo en mi familia. Esta vez por parte de mi madre. Este episodio ha inspirado un capítulo de Vertical. Lo resumo. Mi madre, ya en San Andrés, le dijo a un primo mío --muchacho que se entretenía haciendo boliches con los callaos de la playa-- que metiera a Toby, un perrito menudo, en un saco y lo tirara al mar por la curva de la carretera vieja (la única entonces, hoy abandonada). Protesté pero como si estuviese lloviendo. A los tres días apareció Toby, con el pelo lleno de salitre. Mi alegría fue preludio de otra mayor tristeza cuando mi madre volvió a llamar a mi primo y esta vez que se asegurara de cerrar bien el saco.

No sé, creo que el libro de Ignacio, aquí al lado sobre la mesa, es el que alumbra de nuevo esos recuerdos. En un lugar de poder o menos poder voy a entrar en él, y caminar al ras de Hortensia Évora.

Avisé a Anghel de vernos con Juan la semana que viene. Habrá que reavisarlo para que ese día no se comprometa con otra cosa. E ir a San Andrés. Ramón me ha mandado un corto de película antigua donde está la playa de Los Trabucos. No sé cuántos agujeros hizo mi tío Felipe entre la carretera y la playa buscando el tesoro escondido de Cabeza de Perro. No lo encontró. Lo que si encontraba era el caldero al fuego en la casa que solía visitar en la calle Miraflores. Más historias sé de mi tío Felipe, que aún vivía yo en la cueva de Los Trabucos, cuando se fue a Venezuela y desde el barco abanaba, despidiéndose, el... el pañuelo de Lola, su novia en San Andrés.

No hay comentarios: