domingo, 10 de marzo de 2019

Regresan recuerdos de la infancia. Dos son el motor de una personalidad apocada, temerosa.

Hoy bajé al mercado. Domingo raro. No había rastro. El cherne salado no tenía buen color, se había ido al canelo la carne blanca. No compré. Papas negras y rosadas brillaban con restos del veneno que les ponen. No compré. Compré un pan. Macetitas con romero ya no quedaban. Caminé a la plaza Weyler, a coger la guagua. Por la zona Miraflores una mujer bastante hermosa y guapa.
--Ven, amor, acércate.
--Las ganas mías, pero no puede ser.
--No seas tímido, amor. Acércate.
No me cepillé los dientes, la cartera no la tengo sólida. ¿Para qué me voy a acercar? Si yo fuera rico, lo hubiera hecho. Hubiéramos pasado por el Corte Inglés, hubiera comprado lienzo y pinceles limpios, y blanco transparente. Y hubiésemos venido a mi casa, que no sería esta sino otra. Otro día si dios quiere.
En la plaza weyler, la guagua todavía tardaba tres cuartos de hora. Los sitios alrededor de la plaza cerrados, menos el kiosco. Una mesa libre. Dudé entre un café y una horchata. Pedí un café. La horchata me hizo acordarme de Nguyen --como si la olvidara-- la tarde en que se le derramó la horchata en la rodilla, dos mesas más arriba.
La cristalera del kiosco es un espejo con reflejos quebrados. Me veo como si yo fuese otro. Pienso en un autorretrato. Otro día.

La máscara psudoafricana que me dio el ayudante del vecino de los geranios, la pinté con acrílico y la puse cara a la calle en la rejilla de la ventana. Salí a darle en la frente verde esmeralda. La vieja vecina de enfrente no hacía sino reírse. Es bueno hacer reír a una mujer. Trae suerte. La máscara no creo que traiga mucha.
--Anoche vi otra vez a la niña --dice Nico, el de casa de al lado
La niña es una rata que suele andar de noche por los tejados y cables de la luz. Aún no la he visto. Tampoco hace días he visto a la vecina galante, dos casas más abajo, a la que una vez le dediqué una milonga. No tuve la picardía de dársela, como cuando era adolescente le di una loa, poniéndola por las nubes, a la profesora de literatura. Al día siguiente me invitó a hablar a solas con ella después de la clase, la última clase.
--No puede ser, Jesús. Yo soy una mujer casada.
No supe qué contestar.
--Ayúdame a subir los libros al departamento.
La ayudé.

Tenía que haberle dado en su momento la milonga a la vecina. Tal vez no lo hice por temor, porque está casada. Y porque el marido un día me libró de que se me quemara la casa. Ahora está cabizbajo, el marido. ¿Qué habrá pasado? ¿Lo dejó? ¿se fue con otro? Voy a ponerme los calcetines y los tenis y salgo a dar una vuelta. A lo mejor me entero de algo. A lo mejor veo a la rata.

No la vi. Vi a la vecina de cincuenta pasos más arriba. Nico dice que le falta un agua. No. Es temerosa, ya no viene por aquí. Le tengo hecho cinco retratos. Cinco es el número de la complejidad del poder. Ahora necesito otras modelos. Por foto hice un retrato pequeño de mi amiga del Sur. Pero no es lo mismo. El modelo real es quien da espíritu al cuadro, bueno o malo. La realidad o la imaginación. Me acuerdo el que le hice a Ignacio Gaspar. Él no posó. Sin embargo sus contradicciones están en ese cuadro. Retocaría algunas cosas, pero ya está en su casa. Se lo cambié por una botella de vino de Charco del Pino. Fue buen cambio.

El día sigue caminando. Tranquilo domingo de marzo.

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