sábado, 16 de marzo de 2019

Segundo feo que le hago a Africa. Me escapo al Sur, aprovechando el ofrecimiento de Ramón, y no voy a la reunión de teatro. Cuando me siento culpable por algo, el cuerpo se me pone malo. Pues se me puso más malo de lo que estaba. Y luego hago una crónica en facebook que no pone bien la actuación de Berto en el encuentro entre el novelista Juan Royo y el crítico Eduardo García Rojas. No sé si soy sincero y no puedo ser otra cosa o es que tengo incontinencia verbal. Pero si escribo de algo tengo que hacerlo como pienso. No sé hacerlo de otra manera. Eso no significa que no oculte cosas, en cuanto a mí o a la vida social que tengo. La verdad es que me arrepentí de haberlo escrito, pero ya está hecho.

--La metrópoli... --dijo Anghel, en el viaje de regreso en coche, cargando la responsabilidad de nuestros males en la colonización española.
--La desgracia de Canarias no es la metrópoli --dije-- sino el caciquismo, el esclavismo obediente y... --y la traición.
Es lo que nos hace un pueblo de abusadores y reptiles. O mejor expresado: abusadores reptiles.
En fin, Anghel dice que está esperando que le lleve la novela. Da tranquilidad saber que esa puerta sigue abierta. Pero no tengo ganas de trabajar nada. La apatía y la desesperanza me vencen. No por lo que escribí de Berto. Sino por lo que no escribo, sobre mí mismo. Escribo en un pueblo de esclavos y sirvientes como un burro dando vuelta a una noria u otra, sin ir nunca al centro, a la fuente del infortunio. Al corazón de lo que hay. En mí y en todo lo que me rodea.
--Deberías publicar lo que has escrito del bar de Ibrahim --me dice Eduardo. Elogia esos cuentos.
Sí, y con la desgana que tengo, me pongo ahora a buscar y recopilar las historias del Ibrahim en la pantalla, aquí y en el otro lado.
Aún no he terminado de pasar a limpio el último borrador del gigoló con las correcciones que hizo Belén Valiente. Eduardo me pregunta por Belén. Le digo lo que sé. Está como yo, o peor.
Juan va dejando a los acompañantes de su coche plateado. En la rambla a Eduardo, en Méndez Nuñez a Anghel, que vive en la calle del Cristo de las Tribulaciones.
Camino a mi barrio --o barriada, depende cómo la miren-- vemos una tasca abierta enfrente del Mencey. Primero entramos en el Mencey. Cocina cerrada. Dos sitios más abiertos pero sin nada que masticar. Cocina cerrada.
--Esto sólo pasa aquí. En otro sitio aunque esté la cocina cerrada, se las ingenian.
Así fue en la tasca, adonde al final entramos. Y no sé si la cocinera se apiadó porque se me cayó el bastón --el que me regaló mi hermana-- y preparó un buen plato. Lástima que yo estaba desganado. El malestar en estado pasivo. Juan es un sibarita, con él se come bien, muy bien. Por eso es buen escritor, porque tiene un paladar exigente.
Seguimos hablando de literatura, la novela de Ignacio entre otros asuntos. Y ya de nuevo en el coche, subiendo subiendo, le digo:
--Seguramente ... está ingresada en el manicomio.
No me había acordado de ella hasta ahora. Quizá Anghel sabe algo pero no se me ocurrió preguntarle.
*

Hoy con Marcelino en un lugar de la dársena. Quizá mejor lo cuento mañana. A lo mejor se puede convertir en regla: Escribe mañana lo que ha sucedido hoy. Déjalo para mañana.


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