domingo, 16 de junio de 2019

A los nervios rutinarios, se añade otro. Este viernes presento el diccionario de Nguyen. Temblando estoy. ¿Qué sé yo de diccionarios? Recuerdo el primero que tuve. En la escuela. Más pequeño que la mano. Nos reíamos buscando las palabras "ramera" y "cobijar" ("puta" no estaba, y "follar"  no existía en nuestro habla). Cuando teníamos que buscar una palabra, nos entreteníamos saltando de palabra en palabra. Encontrando vocablos desconocidos o significados que no conocíamos. Luego vino --mayor tamaño-- el diccionario de latín - español, más en consonancia con el de Thúy, vietnamita - español. Y a partir de aquí me pierdo si no hago memoria.

Me esfuerzo en recordar. Tengo una imagen visual del de latín, pero ninguna del de griego, como si no hubiese existido. El de francés - español lo recuerdo vagamente. Por el uso que les di, puedo nombrar el de la Real Academia y otros, y los propios del oficio: de dudas, de estilo, etc. Todos los regalé menos el de María Moliner. Ahora, con el de mi amiga, tengo dos. No, miento. Son tres los que tengo. Me olvidé de uno inglés-español que consulto poco. Marcelino me lo pidió pero no se lo di porque la escritora Alba Sabina usa muchos anglicismos. En un tiempo lo consultaba, pero luego se me olvidaba y me cansé. Tres diccionarios.

Uno de español estricto y dos de... cómo se llama. Bueno, no sé. Lo que sé es que loro viejo no aprende idiomas. Y el problema es que tengo la cabeza errática, no me concentro en nada. Como cuando aquel diccionario de la infancia, de una palabra a otra, de un castillo a otro, como una oca.

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