lunes, 12 de octubre de 2009

El lugar del pueblo (con perdón) donde habito mucha gente sigue llamándolo La Plazoleta, pero la dirección postal que hay que poner en las cartas de correo antiguo es Plaza de las Adelfas. Menos mal que junto a la casa de mi padre el vecino tiene una adelfa, la única que hay. Aunque seguramente un purista de los nombres algún día vendrá que proponga cambiar Las Adelfas por plaza de La Adelfa. Y ahora sigo con el gran de Gran Canaria. Aquí era corriente decir Las Palmas no solo para señalar a la capital de la isla sino a la isla entera. Y allí, que yo sepa, nadie se ofendía. Pero como ahora han machacado tanto lo de Gran Canaria o Canaria, tanto repite el cura su misma prédica que acaba uno pasando por el aro. Aunque sea para que se calle la boca o cambie el disco rayado. En muchos textos antiguos, los escritores alternaban, muchas veces en una misma página, la denominación Canaria y Gran Canaria para referirse a la misma entidad geográfica. En un libro de un viajero inglés (que me pasó Enrique Jiménez, el director de la Editorial Idea), el autor se entretiene en varias páginas hablando de la historia de las islas y dice que el Gran se lo pusieron los conquistadores por la valentía que mostraron muchos naturales en la defensa de sus tierras. También los conquistadores pusieron el nombre a Santa Cruz de Santiago de Tenerife. Y ahora que están discutiendo sobre qué capital se lleva la piel del oso antes de cazarlo, y como cada uno puede llamar a su casa como él quiera, a ver si la alcaldía de Santa Cruz propone que la ciudad pase a ser Grandísima Santa Cruz, y así... en fin, ver venir.
Embebido en estas reflexiones y, en otro canon, las que desarrolla José María Lizundia en Contra del discurso hegémonico, suena el móvil. Es el poeta O, que está en el pueblo y que quiere hablar conmigo. Salgo de casa, cruzo la plazoleta, luego la plaza y me dejo llevar cuesta abajo por la calle Belza y en la avenida doblo para La Tasca.
Allí está el poeta, con otra gente.
--¿Que tal lo que te pasé?
--Ya comento algo en el blog --digo (lo que hay que hacer para ganar lectores).
O, sospecho, es un autor que sólo se lee a sí mismo. Obligarlo a leer a otro autor no lo recibe con agrado, pero tratándose de algún comentario sobre su obra, supongo que hará un esfuerzo.
--¿Viste como ese tío se calló la boca cuando yo dije ¡viva el pueblo palestino!?
Es la tercera vez que me dice lo mismo, y hasta ahora yo también he callado la boca, pero a la tercera va la vencida.
--No entró al trapo porque es un hombre inteligente y lo tuyo fue una provocación inoportuna, necia y maleducada.
El poeta me da la espalda y se pone a hablar con sus otros amigos. Como su espalda no es atractiva especialmente, me retiro de La Tasca y me voy al Monterrey. Allí está la figura de María Leonzia. No sé si la diosa ha intervenido, pero las lombrices de marras ya están desapareciendo. Espero acordarme y llevarle un puro un día. No sea que me vaya a pasar como al camionero ingrato...

1 comentario:

Ramón Herar dijo...

(repito este comentario por recomendación de Jesús, que dice de contestar siempre en el último texto para que no se quede ahí colgado entre las ramas de este árbol que crece día a día)

¡Ay Campanilla, este blog no será lo mismo sin ti! Debe ser que ese sitio a donde vas no hay conexión de ningún tipo ¡Pero qué sitio es ese! Quizás, lo que buscas es eso, desconectar del mundo, seguir tu revolotear pero de otra manera, lo que me suena a otra cosa diferente. Pero, ya sabes, quedas emplazada para vernos en la caseta de José Juan (San Andrés), echarnos unos vasos del vino ese de Jesús (que Dios nos coja confesados) mientras José Juan nos cuenta la historia de su vida y alguno de sus cantares. Jesús (nervioso por tu presencia) escribirá algunas notas para disimular, y yo… yo sacaré las fotos pertinentes para inmortalizar la escena. Tus resplandecientes polvos dorados, Campanilla, seguro que le dará a la imagen un tono cálido irrepetible.